24.11.08

Encounters at the end of the world

Al fin del mundo se llega en avión de carga. Con cuerpos humanos intercalados en los huecos de la estiba, acomodados en los intersticios que dejan los tramos segmentados de misteriosas estructuras blancas. Y cuando el avión aterriza en el hielo y abre su enorme abdomen curvo, hombres y máquinas son depositados en el blanco polar, sobre la superficie helada del Mar de Ross, como si de algún modo ni uno ni otros hubiesen sido dueños de su destino. Elegimos cuando viajamos a destinos más prosaicos, elegimos los horarios y las compañías aéreas, elegimos este u otro itinerario en nuestra excursión de verano, pero al fin del mundo se llega, se cae, se te arroja después haber vagado, despojo de marea, entre aquellas otras elecciones cuando ya no quedaba otra cosa que elegir.

Werner Herzog nos dibuja la ruta, el mapa al fin del mundo que él coloca en el polo Sur, el lugar donde desaguan los meridianos, arrastrando consigo en su remolino a seres fronterizos de todo el mundo en el único punto donde esas líneas de latitud y longitud dejan de encarcelar el globo, donde desaparecen las cuadrículas, el punto cero. Y allí, habitan en el lugar donde no hay noche y se hace obligatorio soñar de día, soñar despierto, soñadores profesionales. Y uno de ellos se imagina caminando, durmiendo sobre el Iceberg B-15 a la deriva, y nota su respiración, el crujido del gigante bajo sus pies. Nos muestra el seguimiento de los hielos desde el satélite, y realmente lo que parece es un ecocardiograma de la tierra donde las masas heladas laten y verificamos las funciones vitales de los magníficos bloques blancos que se mueven como microorganismos juguetones o aminoácidos saltarines en el caldo primordial. El soñador del iceberg, se emboba mirando una foto de su B-15, nos lo muestra con orgullo como si fuese su pequeña criatura, su hogar, su lugar en el mundo y solo nos falta imaginarlo como a otro que vivía en otro B raya, arrancando las malas hierbas del baobab o mimando a una flor caprichosa.

La base de McMurdo es el ecosistema que recoge a los soñadores profesionales, agentes de bolsa convertidos en conductores de autobuses polares, lingüistas mutados en botánicos, filósofos ahora maquinistas de palas excavadoras… De nuevo todo se conecta y el filósofo nos cuenta como ya recién nacido le contaban historias de La Ilíada y La Odisea y de ahí surgió su pasión por el viaje a mundos espirituales y terrenos. Al fin, los aventureros, los descubridores no son más que lectores. Lectores de otros lenguajes escritos en la tierra y en el cielo, que silabean la tabla periódica u hojean las capas térmicas de las aguas. También se agachan, sobre el hielo inmaculado, tumbados en el suelo pegando su oreja a la superficie helada y desgranan el lenguaje de las focas en otro mundo bajo este mundo, un lenguaje que parece inorgánico, sobrecogedor en su extrañeza y su complejidad expresiva, y que no sabría definir de otro modo más que como el ruido que harían un puñado de electrones solitarios golpeándose en una caja cerrada de paredes de membrana de altavoz, mientras esquivan a pájaros metálicos que vuelan a cámara lenta.

En McMurdo se conserva la cabaña de Scott. En aquella carrera hacia el polo en los tiempos en que el hombre ocupaba los últimos vacíos de los mapas, fue el perdedor. Pero fue el único también que nos enseñó algo. Casi siempre aprendemos más de los perdedores. Entre otros factores que explican su catástrofe está el de que se negó a usar perros y eran los hombres quienes arrastraban el equipo. Consideraba inmoral sojuzgar a estos animales y no digamos el uso alimenticio que de ellos hizo Amundsen. Igualmente, incluso cuando ya estaban cercanos a la muerte, ni por un momento dejaron de recoger muestras geológicas. Al morir, en unas condiciones físicas deplorables, todavía portaban 14 kilos de muestras. Y con las rocas que arrastraron en su total declive físico, otro lector entendió el movimiento de las placas tectónicas de la tierra. Scott quiso comprender la naturaleza sin oprimirla. Hoy McMurdo lo pueblan cientos de científicos que en su quehacer cotidiano convierten el blanco impoluto de la nieve y el hielo en un barrizal de lodo negro y rocas basálticas herido por maquinaria pesada. Cuando observamos algo lo modificamos. Al estudiar cambiamos el objeto de estudio pero aún a pesar de ese principio de incertidumbre no podemos renunciar a leer, a entender, y algunos, biólogos marinos observan el crecimiento de microorganismos que son capaces de organizarse, seudópodos constructores de estructuras, con criterios puramente estéticos. Bajo el hielo, otra fauna maravillosa habita, monstruos a escala en un lugar donde los buzos exhalan burbujas de oxígeno que se ven aprisionadas en la cúpula helada, acariciándola, como si fuesen resbaladizos glóbulos de mercurio. ¿Qué nos dicen esas construcciones? ¿Qué les dirán a otros esas burbujas aprisionadas en el tiempo helado? ¿A qué lectores se dirigen? Y también hay vulcanólogos, leyendo en los gases y los estallidos del magma que quizá también empezaron como deshollinadores de cráteres en miniatura en asteroides imaginarios. Y un misántropo que estudia los pingüinos y nos muestra una de las imágenes más hermosas nunca vistas, al ejemplar solitario que da la espalda al mar y a la colonia y se dirige, irrefrenable, tenaz, insobornable, hacia el horizonte blanco desconocido de las montañas enormes, hacia lo que nosotros sabemos una muerte segura, quizá también un explorador, un lector solitario de su especie, un espíritu curioso, quizá un pobre enfermo desorientado, al que nosotros, que sin embargo podemos agujerear los hielos con dinamita, no debemos detener para no interferir en el orden natural. Podemos ensuciar pero no podemos curar. Y en McMurdo, otros desentrañan también los mensajes del cosmos a la caza de neutrinos, mensajeros invisibles del espacio que en cada instante, nos atraviesan, millones de ellos, sin dejar huella en nosotros, sin dejar memoria.

En McMurdo, en el verano sin noche, el filósofo que conduce la excavadora, citando a Alan Watts, nos habla del hombre como conciencia del universo. La creación entera adquiere conocimiento de si mismo por nuestra razón. "El individuo es una apertura a través de la cual toda la energía del universo toma conciencia de sí misma". Y para ello, se esfuerza en hablarnos cada día. Y nos habla en el lenguaje imposible de las focas, nos envía infinitos mensajes que nos atraviesan sin comprenderlos, pero persiste, y sigue, y continua, nos habla en los ladridos fantasmas de los perros que Scott no quiso sacrificar. Han tenido cachorros, otros ladran. Y se nos muestra en sus tesoros arqueológicos de esturiones congelados que aún conservan el escorzo y la expresión como sorprendida. Nos habla en erupciones y en formas, catedrales, esculturas, microscópicas que construyen las foraminíferas. El universo queriendo conocerse a través de nosotros como un ciego que guía a otro ciego como el último hablante de una lengua tratando de hacerse comprender, quizá gesticulando, quizá elevando su voz, sus infinitas posibilidades de creación de frases, palabras, canciones, neutrinos al aire de nuestros oídos sordos. Y si este es nuestro papel en esta tierra, por qué entonces caminamos torpemente, como pingüinos solitarios, aventureros al fracaso, descubridores de la nada blanca, quizá enfermos, desorientados, hacia las montañas, tan altas, tan frías, tan altas.

13.11.08

El hombre que creyó en la poesía

“Así se celebraron las honras de Héctor, el domador de caballos”.
Esta frase, tan desnuda de artificios, tan escueta, es el fin de La Ilíada, probablemente el texto más importante del mundo antiguo. Y al cerrarse así, casi como en falso, abre otras puertas que continúan en La Odisea, en Las Troyanas, en La Eneida, la Etiopide… Y es en estas nuevas construcciones en el aire sobre el polvo que levanta la Ílíada, donde nos enteramos de la destrucción de la ciudad, de la estratagema del caballo de madera, del talón de Aquiles, de la hybris desatada por parte de los vencedores, del castigo de los dioses; o de la muerte de Astianacte, arrojado desde una de las torres, ante la mirada de su madre que parte al cautiverio…
Pero la Ilíada no nos cuenta nada de esto. Finaliza ahí, tras las exequias de Patroclo y Héctor, con los ejércitos enfrentados y todo por decidir. Y sin embargo, o quizá por eso, esa frase…esa frase resonó en mi infancia como un eco: “Así se celebraron las honras de Héctor el domador de caballos….el domador de caballos….el domador de caballos”, evocando, emparentándose con otros héroes que cabalgan, agrandando su presencia mítica. Sí, cuantas veces imaginé, cuántas le puse rostro y paisaje. Y si de niño yo hubiese soñado con tener un niño, le hubiese llamado Héctor, el domador de caballos.

Muchos años antes, hubo otro niño, en el que esos versos ejercieron una fascinación casi fronteriza con la locura y cuya biografía también camina bordeando los límites de la leyenda y la realidad. Heinrich Schliemann escuchaba desde muy pequeño las historias que le contaba su padre sobre pasajes de la Ilíada y miraba una y otra vez, como hipnotizado, un grabado que representaba a Eneas huyendo de Troya en llamas. Aquellos muros ardiendo, las torres, el fin de una era y los héroes supervivientes esparciéndose por la tierra al exilio. Y pocos años después, cuando la pobreza le había obligado a dejar los estudios y a trabajar de dependiente, tuvo un encuentro que le terminaría de marcar para siempre. En su tienda, entró un molinero borracho, antiguo pastor protestante, y Heinrich recuerda esto:

...no había olvidado Homero, puesto que aquella noche en que entró en la tienda, nos recitó más de cien versos del poeta, observando la cadencia rítmica de los mismos. Aunque yo no comprendí ni una sílaba, el sonido melodioso de las palabras me causó una profunda impresión. Desde aquel momento nunca dejé de rogar a Dios que me concediera la gracia de poder aprender griego algún día.

Heinrich se juramentó para descubrir la localización de Troya, para sacar a la luz los restos donde habitaron los personajes de su fantasía. Sin otro sustento científico que los textos del poeta Homero y contra todos los criterios históricos y arqueológicos del momento, que la consideraban una invención literaria, como si alguien quisiese descubrir hoy la localización de Mordor o la Tierra Media.

E inició así un recorrido vital lleno de esfuerzos y penalidades, con el único objetivo de desentrañar la verdad de la poesía. Un inextinguible espíritu de aventura, una tenacidad insobornable puesta al servicio de dotar de forma física sus ensoñaciones. Amasó una de las fortunas más importantes de su tiempo sin importarle el dinero excepto como medio para su realizar su auténtica vocación y al fin, en 1871, en la colina de Hissarlik, sacó a la luz los estratos de nueve Troyas super puestas en sus sucesivos aconteceres históricos, y en la Troya VI: la Troya de Andrómaca, el prudente Néstor, de Menelao y Paris. Halló también un tesoro fabuloso, que su frenética imaginación desbordante atribuyó instantáneamente a Príamo, y una diadema de oro que por supuesto no podía ser más que de Helena. Los arqueólogos de entonces se quedaron espantados ante sus métodos y su absoluta falta de preparación. Sus excavaciones habían sido dictadas por una pulsión tan impetuosa y desesperada que destruyeron parte de los restos. De igual modo, propuso hipótesis aventuradas, incluso descabelladas, más basadas en su fértil fantasía poética que en ningún atisbo siquiera de razonamiento arqueológico. Pero el método poético de Schliemann todavía consiguió frutos aún mayores, y en su siguiente expedición, descubrió la civilización micénica y lo que él supuso nada menos la tumba y el palacio de Agamenón, su mítico rey.
Hoy, en la sala micénica del Museo Arqueológico de Atenas podemos contemplar objetos tan sorprendentes como el casco de cuero recubierto de dientes de jabalí que llevaba Odiseo, el escudo de Ayax hecho con siete pieles de buey o la copa de Néstor, adornada con clavos de oro y que tenía dos palomas en sus bordes. Toda una construcción mítica que solo habitaba en el espacio de los sueños tiene ahora su lugar en el mapa. La fe inconmovible en la belleza de un solo hombre, su convencimiento absoluto, indubitado, de la verdad, de la certeza de la poesía, convirtió en hecho histórico lo que no era más que una ficción literaria. Su búsqueda insensata, en las antípodas de cualquier análisis realista dotó de vida a dioses y héroes. Y ahora ya sabemos que todo el pueblo de Troya se sintió admirado ante la llegada de Helena, la mujer más hermosa del mundo, sabemos que los mirmidones no temían a la muerte, sabemos que Héctor se despidió para siempre de Andrómaca mientras el niño de ambos jugaba dulcemente con el penacho del casco de su padre y que sus restos fueron arrastrados luego por las arenas empapadas en sangre. Sabemos, que Aquiles tras matar a su hijo, tomó la mano del rey Príamo y ambos lloraron en silencio. Sabemos, que “con los ojos preñados de lágrimas, el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira, y le prendieron fuego. Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, se congregó el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron la tierra y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para vigilar si los aqueos, de hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse: y reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron el espléndido banquete fúnebre.
Así se celebraron las honras de Héctor, el domador de caballos.”

5.11.08

Micología


Noviembre trae otras luces de la mano. La lluvia emborrona el amarillo del haz de las farolas y hace tiritar los faros de los coches. Entristece aún más las paredes de hormigón, que se diluyen en grises taciturnos como una acuarela desleída. Cuando llega de nuevo el sol, aún conservan pedazos como de gris mojado y da la impresión de que el invierno hubiese dejado heridas imposibles de sanar, que no importa el tiempo que transcurra desde la última lluvia, la humedad se queda ahí, para siempre, oscureciendo, enfriando, como una especie de lesión incurable que nos deja la señal de la enfermedad en el rostro.

Pero la lluvia trae también la temporada de setas. Hace algunos años, con mi hermano encontré un prado enorme, en una ligera cuesta abajo, donde crecían centenares de lepiotas y champiñones. La visión de aquel campo es inolvidable, y jamás volvimos a hallar nada ni remotamente parecido con aquella miríada de manchas blancas sobre el verde. Estupefactos, lo convertimos en nuestra mina secreta, pero en pocos años el número descendió hasta convertirse en un prado como tantos otros, donde algunos días crecían y otros no. Yo culpé a dos caballos que pastaban allí, a otros saqueadores misteriosos, al cansancio de la tierra, a la mala suerte, inventé múltiples y alocadas explicaciones con mi ciencia demente, pero en realidad lo que había ocurrido es que las primeras veces no sabíamos. No cortamos las setas por el inicio del tallo, las arrancamos de cuajo, y así destruimos el micelio, las redes subterráneas que las unían y dejaron de crecer. Cuando me di cuenta de lo que había sucedido, ya no fue posible rectificarlo y me sentí como si hubiese participado en la destrucción de una obra milenaria, como si hubiese cometido un genocidio a escala microscópica añadiendo una nueva culpita a mi granja de culpas, donde alimentaba el recuerdo de la destrucción de un hormiguero, de burlarme de niños más indefensos que yo, de no querer pasear con mi abuelo, y otras que no puedo contar.

Pero con el tiempo me di cuenta que no había destruido nada en realidad. Que yo no tenía tanta importancia en el mundo. El micelio puede crecer a un ritmo de un milímetro por hora, podríamos verlo desarrollarse con nuestros ojos si lo mirásemos, pero no lo miramos, solo buscamos golosamente la ganancia inmediata que a veces nos regala. Claro que hubiese sido mejor no destruir aquellos enlaces ya creados, pero bajo nuestros pies, la vida invisible siguió bullendo, tomando nuevas direcciones, reconstruyendo algunos nodos, creando otros, expandiéndose sin necesitar de nuestra mirada.

Ahora creo que el mundo está colonizado por esas redes invisibles. A. me dijo el otro día “todo está conectado” y cuando encontré el blog de Raquel me vino a la cabeza aquel poema, “Correspondances” de Baudelaire, que descubría esa relación mágica entre los olores, los sonidos, los colores….la naturaleza entera, ese “templo de vivos pilares que dejan escapar palabras confusas”. Pero las conexiones solo son evidentes cuando sabemos mirar. Cuando nos admiramos del mundo, éste nos ofrece su plenitud efervescente. Un entomólogo es alguien que dejó de mirar el horizonte y se asombró de la enorme magnitud del universo de lo diminuto. Un fotógrafo es alguien que puede apagar a voluntad esa luz amarilla difuminada en hormigón mojado que alumbra nuestra vida cotidiana para prestar durante unos instantes el foco luminoso de su vista a un recuadro, un fragmento en el aire, de todo lo que en esos momentos podrían abarcar sus ojos y construir en la foto un nuevo universo. Y la fotografía estaba ahí, pero solo él la vio porque solo él quiso mirarla.

Entonces, cuando las setas desaparecieron, pensamos que aquel prado había dejado de tener valor, que era uno más de otros que tampoco visitábamos y por qué iba a ser este especial. Cuando dejamos de recibir el premio inmediato, nos giramos y le dimos la espalda al paisaje. En realidad lo único que revelamos así fue la mezquina limitación de nuestros intereses, lo obtuso de nuestra mirada glotona. Otros prados que conocimos también desaparecieron, nuestras minas fueron cerrando y al final, salir de casa a recoger setas no ofrecía la gratificación que deseábamos, así que para qué mojarse, para qué caminar sin sentido entre la hierba, para qué a veces calarse hasta los huesos, perseguir a Lunita cuando ladra a las vacas y luego en el coche deja en la tapicería las huellas de sus patitas manchadas de barro, para qué perderse y preguntarle a algún paisano que nos mira como si fuéramos imbéciles: “¿en qué aldea estamos?”, para qué meter el coche en zanjas, cruzarse con un conejo, con un zorro, ver las ardillas saltar de copa en copa, pisar las agujas de los pinos, descubrir a veces un corro de hadas de senderuelas, o esas colonias que crecen cespitosas en los tocones de los robles. Fantasear con las amanitas, con extraer su veneno para hacer pociones diabólicas que usaríamos contra nuestros enemigos imaginarios, jugar a clavar la navaja en el suelo, saltar un riachuelo y hundirse en el fango de la otra orilla, oler los champiñones, que huelen a anís, moldear un barquito deforme con la corteza de los pinos grandes, mirar los níqueles y musgos, por ahí está el norte, Alina lo leyó en la enciclopedia de los jóvenes castores, tener de nuevo, otra vez más, esa conversación con Larry: ¿qué sabríamos inventar si fuésemos a la prehistoria en un viaje en el tiempo? ¿Sabríamos hacer un molino, un horno, sabríamos hacer fuego, sabríamos hacer una catapulta? …para qué, para qué ya, y se está mejor en casa, hace frío, se está mejor sentado mirando el hormigón y su triste gama de grises mojados, el reflejo amarillento de la farola de la esquina moteado por la lluvia. Quizá el fumador de la ventana de enfrente salga de nuevo a fumar y mire hacia mi ventana para saber que hago, porque se aburre mirando el hormigón que tiene también frente a él. Y yo estaré en penumbra, ante la pantalla del ordenador que se estremece en su blanco mudo. Llueve, nadie habla hoy, las conexiones están ahí pero no las vemos. Hemos decidido no mirar. Hemos decidido que sean otros los que busquen, otros los que encuentren, otros los que se maravillen de los efectos mágicos del azar, otros los que se emocionen, entomólogos haciendo taxonomía de nuevos insectos, el universo se expande sobre y bajo nosotros, la vida estalla en lo grande y en lo diminuto. Tiembla la llama de la estufa y no sé que leer hoy, pero este sábado creo que iré a buscar setas ¿alguien se apunta?. Y entre tanto, al menos Obama ha ganado en Carson City.

President Carson City
John McCain (R) 43% 6,291 votos
Barack Obama (D) 52% 8,796 votos