30.9.08

Animales Artificiales

Estamos solos también viviendo la emoción. Y esta tarde, ante “Animales Artificiales” de Matarile Teatro, cada uno de los espectadores éramos islotes golpeados por distintos grados de oleaje. La luna ejerce su fuerza gravitatoria en las masas del mar más cercanas a su órbita, y al acercar éstas, hay otras, en el hemisferio contrario, que se alejan. El mar se mueve… porque no es tierra, porque no está anclado… porque es mar. En hemisferios sentimentales contrarios estábamos esta vez X. y yo, ella aburrida y yo fascinado, yo mirando el escenario y ella observando fascinada los efectos de mi mirada en mi rostro que bullía. Otras veces soy yo el que miro el reflejo de la emoción en el suyo que baila. Y parece que en todo este océano enorme, al rodearnos del agua del sentimiento, nos aislamos del contacto de las otras pieles, de los otros hombres. Sabíamos que estábamos solos en la angustia y el daño. Sabíamos que estábamos solos en el miedo a la muerte y en la culpa. Sabíamos que estábamos solos en el abandono y el dolor, pero no imaginábamos estar solos también en el goce, en el disfrute de lo hermoso, en la felicidad, en el placer.

Y abajo, en una de las escenas más sobrecogedoras que he visto nunca, dos actores se buscaban girando sobre si mismos hasta encontrarse y enroscarse, fundirse, siameses agitándose, acoplándose, bullendo también en dos individualidades que apenas coinciden durante unos instantes breves, para separarse de nuevo en el basto espacio rojo y negro. En el territorio donde otras dos actrices, parecían hundirse, deformarse, empequeñecerse, ser absorbidas por sus sillones, mientras miraban y no veían, y las paredes negras del teatro desnudo rompían todas sus fronteras esfumadas en el llanto cansado de la tuba. Mirar y no ver, mirar y no ver, y otra actriz intentó hablar y no pudo, y no sabemos por qué decimos las cosas, para qué hablamos, para qué escribimos, para entendernos, para que nos entiendan, para que nos oigan, para que alguien hable y otro escuche, una marea suba y otra baje, y aquí es de noche, pero para ella es de día al otro lado del planeta, alguien solo hablando, alguien solo escuchando al que habla solo.

Y al fin, lo que realmente perturba es la impresionante humanidad del teatro de Matarile, con esas personas que dudan, que temen, que se exponen, que reflexionan en voz alta sin saber muy bien a veces a donde les lleva el razonamiento ni para qué razonan, que se encuentran unos a otros a veces, en cortos episodios de comunicación impostada, espejismo de compañía, de compartir, pero donde uno explica y otro aprende, uno acaricia y otro recibe el calor de su mano, un plato de la balanza sube y otro baja. Seres humanos que vivimos solos, bailamos solos, cantamos solos, reflexionamos solos, e incluso a la hora de morir, como dice Ana Vallés, millones de nuestras células siguen todavía trabajando para un cuerpo que ya no necesita de su esfuerzo, sin saberlo, sin mirarse unas a otras, sin hablarse, batallando ciegas, mudas, para un organismo muerto.

23.9.08

Locos

Todas las noches, después de terminar su trabajo en la peluquería, C. barre el cabello del suelo, recoge los tintes, el papel de plata, pone a lavar los mandiles y desinfecta tijeras y peines. Ordena las revistas del corazón, apaga todas las luces, cruza a oscuras la sala de espera sin tropezar con la mesita, sola, todas se han ido ya, y antes de salir a la calle de su barrio de extrarradio, casi siempre desierta, mira quizá a un coche que pasa, salpicando en los charcos de la noche de invierno y C. se pregunta quien viaja en él, a donde va, si tiene familia, si huye de su casa, si es un aventurero, si es un capitán de barco, si es un intérprete de lenguas misteriosas.

C. toma el metro y vuelve a casa atravesando el subsuelo como una hormiguita más, y algunas de esas noches, C. se disfraza. Para sí misma, en su piso de alquiler, bajo la luz amarilla, frente a un espejo que la hace un poco gorda, C. se transforma en duquesa, en vampira, en prostituta, en mendiga, en enfermera de guerra, ensaya las poses, la forma de andar, se saca fotografías que luego pegará en un álbum, en otro álbum, tiene tantos..., enciende un cigarro, se mesa la peluca rubia, tiene el rimel corrido, el pintalabios le ha desfigurado los labios en una mueca de dolor infinito. Ha llorado mucho. Por ninguna razón especial, solo porque su personaje estaba triste esa noche, había muerto el boxeador de tercera al que amaba; starlette fracasada, no había conseguido el papel; bailarina de antro tenía un esguince, no podría trabajar, no podría mandar dinero a sus padres, enfermos, oh, el pobre timmy, minusválido….. C. llora un rato, aprieta con el puño cerrado el cubrecama de ganchillo herencia de la abuela y luego apaga el cigarro y llama a alguien porque le apetece conversar sin más, de nada en especial, de lo que surja cuando se encadenen las palabras.

C. respira en lo extraño, escucha música, ve películas, que nosotros desconocíamos. Nos sorprende averiguarlo, ella se guarda esas cosas para su mundo propio, sin exhibirlas. Hace de lo extravagante algo rutinario. La escuchamos hablar de oscuras manifestaciones culturales con la misma normalidad cotidiana con las que teoriza sobre la vida de las estrellas del pop. No cree estar navegando en un barco de locos, se asombra de que tú no lo conozcas y es generosa, te baña entonces en libros, en discos, en vídeos. Te hace recopilaciones de música, estudia el orden, piensa en tu personalidad, en qué sentirás. Te pregunta cosas raras. “¿a qué hora escucharás la recopilación?” Y tú contestas: “no sé, ¿qué importancia tiene?” Y ella te mira como si mirase a un pobre tontuelo y piensa: “claro que tiene importancia, si estás cansado, si hace frío, si amanece un día precioso, si va a anochecer, si has leído un libro antes, si tenías hambre, si has visto una flor, si volaba un pájaro…todo tiene importancia”. Y al fin te graba decenas de recopilaciones, con las mismas canciones, siguiendo distintos órdenes para adaptarse a ti, aunque tú no comprendas esa lógica, para crear el momento musical perfecto si viste o no esa flor, si volaba o no ese pájaro.

Y hace muchas más cosas como ésta cada día, sin apabullar, con una naturalidad casi infantil. Se acerca a hablar con desconocidos, te pregunta: “¿puedo llamar a tu madre por teléfono? Es que quiero preguntarle una cosa de cuando eras pequeño”. Baila, empieza siempre increíbles proyectos que nunca llegan a nacer, o a veces sí, o siempre, o no se sabe, se enardece en guerras e ideas insensatas, y parece que todo tiene como un aire de aventura a su lado, que los tonos del mundo adquieren otros colores. Algo puede suceder, hay una promesa de magia en el aire. Y cuando se queda un rato meditando en silencio, con la mirada perdida en algún punto, todos deseamos saber qué va a decir, en qué piensa, como el público expectante ante un telón cerrado. Y quizá solo dice: “huuum. No hace calor”. Y no sabemos por qué, esa frase banal nos parecerá divertida, única, y le diremos: “¿llevas diez minutos pensando en eso?”. Y nos mirará otra vez como si fuéramos tontos y dirá: “claro que no”. Y haga lo que haga, no nos sentiremos nunca decepcionados, la tensión permanecerá viva, quizá ahora no lo ha dicho, pero lo dirá luego, dirá algo nuevo, algo que no sabíamos, me hará reír, dios mío, con lo difícil que es que nos hagan reír, me hará perder la paciencia, se portará como una niña, imitará a actores por la calle y me sentiré ridículo, hablará a voces en el tren sobre cosas absolutamente desequilibradas y yo miraré con timidez a mi alrededor……Sí, el día será menos gris.

Hasta que un día descubro que C. se ha enamorado de mí apasionadamente, como siempre hace todo, y hacemos el amor, apasionadamente, como siempre hace todo. Y esa noche, apenas unas horas después, bajo su cubrecama de ganchillo, C. nota ya como la vida empieza a formarse en su vientre, como la recorre en oleadas. Todo cambia y sabe que será madre. Se disfraza de madre en la cama, se acaricia el ombligo. No ha amanecido y ya le han crecido los pechos, o no, “no estaban así ayer” se dice. Se mira al espejo, qué hermosos, qué espléndidos, que río maravilloso es la maternidad, siente nauseas, todos los síntomas se agolpan……y C. llama, sin esperar, a su familia, les habla de su niño, de mí, e inicia de nuevo la rueda de revelaciones, discusiones, decisiones, previsiones, todas basadas en castillos en el aire, en su fantasía desatada, que hace que la llame loca, loca, más que loca, con esto no se juega, loca.

Y la loca vive su maternidad durante unos días, quien sabe qué vastedad imagina, la he dejado sola, será madre soltera, no importa, una heroína, se enfrentará al mundo con su bebé, ella le educará, ya piensa en los viajes que harán, qué cuentos le leerá, que ropa le comprará. Hasta que la realidad aborta de nuevo su sueño, no había nada dentro, deseándolo no ha conseguido crearlo, aunque yo llegué a pensar que sí podría, que su sueño germinaría solo con su voluntad. Y vuelve a llorar, a corrérsele el rimel, sola, sobre el cubrecama, con su pintalabios arrastrado por la cara, con su mueca de dolor, porque ha perdido a su niño, a su bebé. Y ya no quiero saber nada de la loca que me coloreaba el mundo. Ha ido demasiado lejos. Esto no es bailar por la calle. Quiero una locura normal, controlada.

Entonces huyo, y vuelvo con las personas no locas, y claro que me río, y claro que me divierto, y claro que aprendo cosas nuevas….pero falta algo, falta esa amenaza de que en algún momento se abran las puertas de la fantasía y la fábula, de que algo me remueva el corazón como nunca me lo removieron. Me regalan cosas, pero no eran los regalos que me hacía la loca. Oh, si, son muy bonitos estos, pero donde están las previsiones de pájaros, de hambre, de si has visto una flor. Dónde esta aquel momento que construyó para mí, solo para mí, que era único, pensado hasta el ínfimo detalle solo para mí, yo, único, este yo, para nadie más en el mundo, por el que si hubiese amado a aquella loca, si hubiese estado a su altura, le hubiese dicho con lágrimas en los ojos: “solo por momentos como este, por muy mal que vayan las cosas en un futuro, lo recordaré, y jamás podré dejar de amarte”. Y quizá la habría mentido, como me mintieron a mí cuando me lo dijeron. Donde están esos instantes que me daba con tanta generosidad, ¿cuánto reía entonces y cuánto río ahora?

Y al fin, yo me quedo con la impresión de que esos locos no son más que los fedatarios de nuestra invalidez, el espejo invertido donde nosotros, los seres domesticados, nos vemos tal cual seríamos si no hubiésemos convertido nuestro corazón en un reformatorio donde enmudecemos a nuestros monstruos, a nuestros delirios, sueños y deseos, mientras que ellos liberan los suyos y vagan por la noche salvaje, aullando a los satélites. Y tantas veces les hacen daño, les hacemos daño, y tantas veces sufren, pobres locos, con esa vida que no está nunca a la altura de su imaginación desbordada, de la aventura, del desorden, del caos en el amor, del caos en la piel. Quién me amará como la loca, quién llorará por mí como la loca, por qué he dejado que el miedo ennegrezca mi vida, por qué se ha abierto el telón para siempre y en el escenario no había nada, o ya había visto la obra, o ya puedo prever el final. Y ahora los coches pasan y no me pregunto quién viaja dentro, y solo puedo ya imaginarme en la distancia a la loca, de qué se ha disfrazado hoy, a qué juega esta noche, de quién se ha enamorado, qué cosas ha descubierto en su búsqueda incesante de lo fantástico, porque ella continuará viviendo, viviendo, viviendo cada instante con pasión, y yo ya no. Y a quién hará reír. No a mí. No a mí. Ya nunca más. Ahora son otras risas. Son distintas, más aburridas, más pesadas. Dios mío, cómo era su risa de loca, como la música, lo llenaba todo. Y qué pensará esta noche cuando esté sola, barriendo el cabello, ordenando las revistas del corazón, cuando cierre la peluquería y mire al cielo, qué verá en las estrellas, qué le dice el firmamento al oído en el lenguaje de las estrellas que solo entienden los locos, que yo no escucho, pobre de mí, pobre de mí que fui tan necio que le llamaba pobre loca.

18.9.08

Científicos

En el grupo, el que más y el que menos es algo científico. Mi hermano, por ejemplo, se autodefine trotskista y dice que desde Marx, todo se explica desde la materia científica. Creo que confunde los conceptos, pero bueno, él mismo. Él y Larry también están bastante interesados en la química. Y como el que mucho abarca poco aprieta, se han especializado en la del etanol. Del resto, ni zorra. No es que ninguno pueda decir qué es la función OH o qué es un monol, diol o poliol, y la fórmula de su composición química (CH3CH2OH) solo les evoca cierta forma de hablar a partir de cierta hora en las ce haches sustituyen a las eses, “¿quieres otra birra?” y el otro contesta: “Chi”. Pero sin embargo, saben que el etanol es el antídoto para los envenenamientos por etilenglicol, posibilidad ésta que aunque otros juzgamos remota, a ellos debe aterrarles pues la previenen constantemente, y son capaces también de establecer postulados teóricos de gran alcance tal como el que le escuché ayer a Larry: “si tomo birra, doblo. Pero en cambio si tomo cubatas…….yo creo que será la cafeína”.

En fin, el propio Larry demuestra también curiosidad hacia el estudio de la física, y ayer mismo pudimos debatir durante varias horas algunos de los aspectos más complejos y enjundiosos de “Los cazadores de mitos” que emiten en Discovery, como por ejemplo, el “Especial MacGyver” o el programa que analizó si es factible construirse un equipo de gadgets como el de Batman, un tema que nos trae de cabeza últimamente.

Pero a riesgo de parecer pedante, el más científico suelo ser yo. Y así, cuando empezó el pogo en el concierto de los Sex Pistols, ellos se largaron a la seguridad de la hierbecilla y me quedé solo, genio incomprendido, con mis cavilaciones.

Quizá peque de ingenuo, pero yo era de los que suponía que los punkis eran unos seres, un poco como los Oscar Wilde contemporáneos, magíster elegantiae, conocedores de las últimas tendencias, distinguidos sin caer en la cursilería, gentiles, chics….. charmants llenos de glamour, en suma. Bien, el que me tocó al lado, desde luego no se correspondía con el arquetipo. Media metro y medio y la única tendencia que se apreciaba en su estética era la tendencia al lodo. A la primera ostia que me dio, intenté responder de algún modo, pero luego empecé a darme cuenta de un curioso fenómeno. Más o menos cada 37 segundos lo tenía otra vez dándome un ostiazo en el hombro y me percaté que el chaval estaba trazando una órbita casi perfecta, que empezaba en mi hombro, salía rebotada al pobre desgraciado de las gafas que estaba delante, trazaba un arco hiperbólico hacia otro trompa que gritaba constante y misteriosamente “¡los payasos a casa! ¡wichita! ¡los payasos a casa!” y luego adoptaba una trayectoria cónica separando a la pareja de tortolitos y cayendo de nuevo sobre mi hombro. El tío era las leyes de Kepler todas en una. Al rato el pobre tipo de las gafas, se acabó largando, lo que demostró la variable de Stern y Levinson sobre la capacidad de un cuerpo celeste para limpiar su órbita de cuerpos menores. El chavalillo era a todas luces un cuerpo menor, no tenía presencia para el universo pogo-punk, y esto era tan así que su ausencia apenas modificó la órbita del punki, que pasó a tropezar con el siguiente tipo de la fila antes de volver a Wichita y seguir su marcha.

La tercera ley de Newton según la cual cada acción genera una reacción igual en sentido contrario se demostró cuando la tía a la que yo, empujado por el minipunki, le caía encima, tocándole el culo una de cada cinco veces (yo llevaba una órbita discontinua), me soltó otra ostia cayéndome de nuevo encima del tipo de gafas, que se creía ingenuamente en una zona a salvo de colisiones, e iniciando una nueva cadena de encuentros de astros en el baile cósmico. Pero en general, todos acabábamos de nuevo volviendo a nuestras posiciones iniciales en el orden planetario. Me empecé a preguntar sobre qué cuerpo orbitaba el punki pequeño. Era sin duda necesario otro de una masa muy superior que ejerciese la gravedad suficiente para que el pequeño no acabase como un descontrolado cometa beodo. Y sí, allí estaba su estrella de referencia, un punki enorme, gordo, como el Java de la guerra de las galaxias, algo digno de ver que, además, me fijé, era el que le daba las birras al pequeño. Eso explicaba el movimiento constante de este. Efectivamente, la birra era la variable que hacía que el principio de conservación de la energía no se viese afectado por la fricción con otros objetos. El chaval estaba en marcha y nada podía detenerlo. Las leyes de Newton se demostraron desgraciadamente veraces. Si el punki enano se hubiese movido en ámbitos subatómicos, le afectaría la física cuántica, con lo que su trayectoria sería impredecible (y no me caería siempre a mí encima), como la de otra pandilla de punkis que estaba a la derecha, bastante cuánticos, que se tiraban encima de la peña, un poco así al tun tun cuántico. Pero no, el mío era cabezonamente newtoniano, el muy mamón. Hasta cierto punto me era fiel. Cada 37 segundos ahí estaba de nuevo.

Desafortunadamente un cerebro científico como el mío nunca descansa, y horrorizado, empecé a comprobar otras leyes físicas. Concretamente, la de la viscosidad de los fluidos.




Por muy perfectas que fueran las órbitas del punki, el principio de acción y reacción antes descrito hacía que en las colisiones conmigo y con wichita, parte de la birra se le cayese por encima, iniciándose sin duda curiosas reacciones químicas con el lodo, la roña, la mugre, el “tatuaje” pintado a boli Bic, y unas nada apetitosas heridas y postillas negruzcas en el hombro. Lamenté que no estuviesen a mi lado Josemi y Larry, los dos expertos en la química del etanol. Me podrían haber aleccionado. Pero no era así y como la ignorancia es la hermana del miedo empecé a temer que se me adhiriese de algún modo. ¿Y si todo aquel fluido mugriento iniciase una reacción y se pegase a mí? Sí, mierda, maldita sea, llevaba la chupa vaquera, era mucho más porosa que si hubiese vestido la de cuero que imita a la Gestapo. Y ni pensar en quitarse la chupa porque los rockeros NO NOS QUITAMOS LA CHUPA. Imaginé sus polímeros bazofientos buscando anclajes en mis poros, me imaginé unido al punki de por vida, hermanos siameses inseparables. Iría con él a otros pogos, iniciaría la peregrinación punki por las fiestas estivales, comería con él del suelo el bacalao al ajoarriero que tiran desde la plaza de toros a la calle en los san fermines, tocaría patéticamente la flauta, me lo llevaría a la Sala Alfil a ver a Yllana. Dios, lo que se reiría el chaval con 666. ¿Se enternecería también conmigo en el Hamelin de Animalario, con la versión teatral de 2666? ¿Pagaríamos dos entradas o una? ¿Ocuparíamos un sitio, o dos en el avión? ¿Nos dejarían entrar o nos considerarían arma de destrucción masiva? Pero de repente tuve un pensamiento aterrador, ¿y si me colonizaba? ¿Y si gradualmente mis moléculas y las suyas se fusionaban en un solo mugroso cuerpo punki? Recordé esa ilustración de André Masson al poema de Lautreamont: “soy sucio, los piojos me roen, los cerdos vomitan al mirarme…”. El punki enano y yo nos fusionaríamos, nos saldrían raíces, telas de araña, las ratas corretearían entre nuestros cuellos, iniciaríamos una metamorfosis con los detritus callejeros, un nuevo feto, un nuevo renacer mierdoso.

Afortunadamente para ambos, no parecía que esto se produjese. Estaba de mi lado la energía cinética y la dinámica del movimiento circular uniforme que impedían cualquier fusión. La aceleración producida por la Heineken imposibilitaba cualquier estado de reposo. Y mientras respiraba aliviado, otro científico anónimo,
un alma gemela, quiso comprobar la lucha entre la fuerza centrípeta y la velocidad, aplicada a la trayectoria parabólica de los proyectiles. ¿Como lo hizo? Tirándole un teléfono móvil a la cabeza a Johnny Rotten con un cálculo tan eficaz que le dio en plena ceja. Joder para el científico. Menuda máquina. Si hubiese aprendido yo algo de ese notas, no hubiese hecho el ridículo el otro día, tal cual Mr. Bean o Ben Stiller en “Algo pasa con Mary” intentando sujetar un móvil que se me caía delante de la preciosa monitora rubia en una lamentable y fracasada exhibición de malabares.

El caso es que el estudio de trayectorias parabólicas, terminó con la música e ipso facto, todo se paralizó. El movimiento que parecía perenne del semipunki, yo tocándole el culo a la tía de al lado, la pareja de tortolitos desesperada, el super gordo punki trasegando sin parar..….la danza cósmica entró en un impasse. ¿Todo? Bueno, casi todo. El tío que gritaba “¡Wichita! “Misis Wilians guitar! ¡los payasos a casa!” seguía incansable aún cuando su expresión anunciaba un pronto coma etílico. Mientras, con la banda en silencio, Johnny Rotten llamaba pajillero, y unos diez mil insultos más, al científico. Yo no considero que ser pajillero sea algo de lo que avergonzarse, por supuesto. Lo tengo muy a gala, pero allí incomprensiblemente se usaba la palabra como algo intrínsecamente malo. ¡Ah! Desde Galileo nos han perseguido. Quemaron en la hoguera a Servet. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? Otro mártir silencioso de la ciencia aquel chaval anónimo. Pero lo peor es que todas las teorías de la física se me estaban yendo al puto carajo. ¿Cómo se había parado todo aquello? Joder, ¿dónde estaba el pogo? Al fin, después de un buen rato, sonó el primer acorde, y volví a sentir la cálida presencia en mi hombro de mi punki. Sí, ya había confianza, lo podía considerar mío. Le caí encima otra vez a la tipa, se cayó al suelo el notas de gafas, el gordo volvió a trasegar, la pareja de tortolitos volvió a estar hasta los putos cojones. Se reinició el movimiento de los cuerpos celestes. Fue la ostia. ¿Y todavía hay lerdos que se preguntan cual es el origen del universo? ¿El primer motor? Yo lo tengo claro. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo decía Arquímedes. Que va, basta, con un micro punki bien mamado.

16.9.08

Clave de sol

Solo deberíamos juzgar los actos por su belleza. Imposible prever a priori el alcance de nuestras acciones. Solo podemos plantarlas, las buenas y las malas, y ellas adquieren su vida propia, crecen y se extienden, trazan trayectorias imposibles, afectan a personas en las que jamás pensamos, o se agostan y desaparecen en el olvido, borradas incluso de nuestra memoria, diluyéndose en otras, renovadas cada día, que las entierran en la ola de sucesos. Podemos desear, pero no hay forma de saber qué podemos lograr con el deseo. Yo creo que todo, lo infinito, lo imposible, pero quizá no. Sin embargo, lo que sí podemos valorar es la hermosura, la generosidad. La idea que se lanza al aire movida por las alas de la nobleza y el amor, del compromiso con el ser humano. Y quizá no llegue muy lejos, quizá no se eleve lo que soñamos, quizá se pierda de vista en el horizonte, pero qué espléndida era cuando desplegó sus alas en la cumbre.

Nuestra amiga Susana ha puesto una idea a volar, generosa, fantástica, llena de bondad y cariño, aunque ella la cree modesta, humilde. Con su trabajo y su mimo, inventa princesas, caracoles, fresas, enfermeras y molinillos de viento, para que otros puedan vivir mejor, puedan sacar sus brazos al sol, puedan comer, ser curados y extender sus alas a la brisa. En los broches que Susana construye para los que más lo necesitan, también hay una clave de sol. En la música no hay notas pequeñas. No hay sonidos modestos, y los que la amamos sabemos que son las composiciones más sencillas las más difíciles, y que lo único que le pedimos a una canción es que esté hecha con el corazón y dirigida al corazón.

Que suenen en el aire las notas de Susana, silbad su melodía.

http://www.regalosolidario.blogspot.com

12.9.08

Honor a los brigadistas


Murió el 14 de enero, pero yo todavía me enteré ayer. Me sentí un poco avergonzado. Soy socio de la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales y también de la ALBA (Abraham Lincoln Brigade Archives) pero tardé 9 meses en enterarme del fallecimiento de Milton Wolff, el último comandante del Lincoln-Washington Battalion. ¿Qué era eso tan importante que hacía entonces que no vi, que no leí, que no supe?
También este año nos dejó otro de los grandes, Abe Osheroff. Pero nadie tenía el componente mítico de Milton, con su enorme estatura, física y moral. Estoy realmente lleno de tristeza. No solo se trata de los años en que estos hombres, llevaron su generoso compromiso a una guerra, la nuestra, a miles de kilómetros.
Se trata de toda una vida entregada a la justicia, a las denuncias incansables en Estados Unidos contra el franquismo, contra la guerra de Vietnam, contra el bloqueo de Cuba, por los derechos civiles de la población negra, llevando ambulancias a Nicaragua, siendo durísimamente perseguidos y maltratados por el macarthismo y ejerciendo igualmente sin cesar, nunca amedrentados, sin descanso, sin rendición, su magisterio ético para todos. Aún ahora, ancianos de 92 años, participando en las protestas contra la guerra de Irak, siendo de nuevo detenidos, encarcelados... El mundo es un poco más inhóspito cuando hombres así desaparecen y lo único que podemos es hacer es añorarlos, no olvidarlos y recordar siempre que hay que luchar por lo que se ama y por lo que es justo, sin esperar más recompensa que la propia lucha. Decía Abe: “Si necesitas la victoria, no eres un luchador, eres un oportunista”. Y así es…pero que honda tristeza, que presión en los lacrimales, que profunda soledad al recordarlos.

Necrológicas:

http://www.alba-valb.org/

http://www.brigadasinternacionales.org/

http://www.elpais.com/articulo/Necrologicas/Milton/Wolff/ultimo/comandante/Brigada/Lincoln/elpepinec/20080118elpepinec_1/Tes

http://www.elpais.com/articulo/Necrologicas/Abe/Osheroff/brigadista/lucho/Guerra/Civil/espanola/elpepinec/20080416elpepinec_2/Tes

10.9.08

Extraños en un tren

Conocí a Juan, de 19 años, en un tren a Vitoria. Huía, sin dormir y con los ojos aún enrojecidos de la tensión y el alcohol, dejando en su casa a su chica, que le doblaba en edad, amiga de su madre ("pero está mucho más buena"), con problemas de drogas y anorexia, a la que temió hacer daño cuando llegó de madrugada, no la encontró y la imaginó en brazos de su camello. Juan llegó a tener un cuchillo en la mano mientras gritaba y empezó a ver todo negro. Como la vez que prendió fuego a una vivienda de niño con sus ocupantes dentro, como la vez que le rompió los huesos de la cara a otro chico que le amenazó, como tantas otras veces en que no podía dominarse, le asaltaba la rabia infinita y tenía que pegar, destruir, gritar, hacer añicos el mundo. Esa madrugada, Juan, con el cuchillo en la mano tuvo pánico de si mismo, lo dejó sobre la mesa y podrido por los nervios, metió desordenadamente lo primero que encontró en dos maletas, y se fue a la estación. Me llevé la consola y olvidé los juegos, me dijo. Y sí, claro, era un niño.

Juan iba hacia los brazos de su madre, a la que no veía desde hacía meses, la que le había llevado a un prostíbulo para que perdiese la virginidad, la que cuando era "un poco ingenuo" y sus amigos hacían botellón y él no, le dijo: "¿que pasa? ¿que tú eres tonto?". La misma madre que le llamaba cada poco para ver como estaba, que le tranquilizaba, que le había buscado dos amigas brasileñas para agasajarle con un trío esa misma noche, y a la que adoraba, a la que contaba todo.

Cada poco sonaba el teléfono. Sonó muchísimas veces a lo largo del día, decenas. Escuchaba yo llorar a su chica que le decía por el móvil: "Te quiero" y él le hablaba con dulzura y le decía que tenía que ir al hospital, tratarse, desintoxicarse y que volvería entonces. Juan me hablaba al principio muy, muy bajito. Mezclaba las cosas, saltaba de un recuerdo a otro. Accidentes de tráfico, palizas paternas de su padre expresidiario, sus planes para trabajar en Argelia, para ser culturista, una antigua novia de 14 años, que se acostaba también con su mejor amigo (“nos unió más que nunca”) y embarazada quiso que se pusieran de acuerdo para ver quien se hacía cargo del niño buscando al final a un tercer ingenuo de urgencia. Otra chica, buena, maravillosa, que le amaba hasta la total anulación, la extinción de si misma, de la que hablaba con reverencia, un ángel, y a la que dejó para no herirla una y otra vez con su vida de locura e infidelidad….y yo le dije: "a veces lo mejor que podemos hacer por alguien a quien queremos es alejarnos y desaparecer". Y asintió.


Hablaba cada vez más alto. Necesitaba contar. Más cosas. Iba a un psicólogo desde hacía muy poquito. Pareció avergonzarse. No tenía por qué, tenía que estar orgulloso. No hay más prueba de inteligencia en una persona que la que reconoce que tiene un problema y pone los medios para solucionarlo. Me miró agradecido y dijo: ¿Verdad que si?. Sí, contesté, eso demuestra que eres muy inteligente. No había leído jamás un libro, no sabía mandar un email, solo conocía Internet por el porno. ¿Leer es bueno, verdad? Y yo le hablé de lo hermoso de leer, de los viajes, de lo que nos enseña, de lo que nos hace sentir. Y él asintió de nuevo. Era un paraíso lejano, y supe que él sabía que no lo vería nunca. Su chica llamaba y yo la oía decirle, mientras él intentaba calmarla: “no te olvidarás de mí, ¿verdad? Te quiero, te quiero, te quiero”. Horas más tarde ya tenía cita para ser ingresada en un centro, llegaba del hospital. Él me dijo que volvería para ayudarla. Le contesté que era una persona noble y buena y que todo lo estaba haciendo muy bien.

Cada vez se le entendía mejor. Me confesó que nunca había podido dialogar así con nadie. No paraba. A veces yo quería hundirme un poco en mis propios problemas, ponerle letra a canciones que nacían en mi cabeza, observar la carrera de las gotas en el cristal, pero él quería contar, quería explicar, quería enseñar. Me preguntaba todo, como si yo, que horas antes mezclaba mis lágrimas con la lluvia del temporal nocturno y viajaba solo hacia el este, tan perdido, tan sin rumbo, supiese de algo, pudiese consolar a alguien, tuviese algo que enseñar. Pero él estaba disfrutando, tienes que tener algo especial me dijo, por lo que dices, por como escuchas, para que yo te hable así. Es bonito hablar así con alguien, nunca me había pasado, estoy tranquilo, calmado, otro día hubiese estado gritando de pie en el pasillo, llamándole puta, golpeando los asientos...si, añadió, así me comporto yo normalmente, pero ahora no sé ni como explicarlo, hasta me encuentro bien, me siento a gusto ¿me entiendes?. Y yo sonreí. Sonreí, pero qué tristeza, que mundo de mierda si el único que te ha escuchado en tu larga vida de 19 años de golpes, de trabajo duro, correr, correr, de querer probarlo todo, de traiciones, de descubrimientos, de amor, de pérdida, es un extraño lloroso, en un tren que se arrastra lentamente por la lluvia.

8.9.08

He vuelto


Compadecemos a los que no aman la música, a los que no sienten en su interior su poder, a los que no les despierta sensaciones desconocidas, violentas, a los que no abren los ojos en ese estado de estupefacción, sorpresa, pasión, con la ola del subwoofer recorriendo nuestra piel en su tsunami devastador, excitando nuestras placas tectónicas. Compadecemos a los que no pueden curarse las heridas más espantosas en el sanatorio de la música.

Y en ese hospital rítmico de almas hambrientas, cada uno de nosotros cerró su herida y abrió su fantasía, su optimismo exacerbado, conquistó durante unos instantes el mundo con medicinas diferentes. Cada uno tendió sus propios puentes hacia el escenario y no hubo modo de de consensuar un tratamiento universal. Cada demencia exigía su propio electroshock y ahora no podemos dar los mismos nombres. Los estallidos no fueron simultáneos. Nunca lo son. Estamos solos en nuestro dolor. Estamos solos en nuestra comunión con las fuerzas armónicas del cosmos. Y así, no hay medallero. Solo agradecimientos a los que nos curaron, a los que nos quitaron el barro de los ojos.

A Sex Museum, que hicieron un concierto pavoroso, sobrecogedor, y nos reclutaron para su culto negro. Sex Museum, que yo hubiese querido que se escuchase en el aire al terminar:”Ahí queda eso”. A Jon Spencer, único en su honestidad despojada de artificios, en su lenguaje descarnado, sin estribillos, sin leitmotiv, sin repeticiones. Esto quería decir y esto he dicho. Nada más. Nada menos. Hablando con las fuerzas de ultratumba, exhalando sus aullidos provenientes directamente del territorio salvaje de la terra incognita, con un pie en el mundo eléctrico que descompone cada uno de sus movimientos en su danza espasmódica de enfermo epiléptico. Lanzando a quien quiera agarrarlos, cuidado, queman, rayos con la energía del compromiso crudo con el lenguaje. A Jayhawks, que nos regalaron lo contrario, el puente al amor, al optimismo, a su territorio luminoso donde incluso el dolor y la pena es hermosa, y la tristeza se canta en polifonías de tonos superpuestos, una belleza sobre otra. A The Gutter Twins, que abrieron la otra vía, la de la emoción profunda en los terrenos inhóspitos donde uno imagina cowboys fantasmas, chirridos de carteles de motel, plantas trepadoras barridas por el viento, seres solitarios caminando en la lluvia. A Ray Davies, gracias por habernos regalado tanto, todo ese tesoro de tus canciones. Sí, queremos vivir esta vida pleasantly, luxury; A Hayxeed Dixie, que nos enseñan a transformar la realidad en lo lúdico, en lo fresco, en lo nuevo; a los Sex Pistols por habernos dado unos himnos para cuando vamos a la guerra; a The Quireboys, a Los Lobos, a The Sonics, gracias por resistir amigos, gracias por estar ahí. Seguís vivos y nos hacéis vivir a todos. Quizá sí haya future. Salimos salvados del sanatorio de la música tras meses de agonía en la trinchera. Y uno mira al frente y dice: He vuelto. Gracias Azkena. Sí, desde luego yo miro al frente y digo: He vuelto.

El lugar de poder

D. Juan le dice a Castaneda que busque su lugar en una habitación. El lugar donde recibe las fuerzas positivas del planeta, donde está protegido, donde se siente en armonía con el cosmos. Castaneda, incrédulo, lo busca incesantemente, y al final, agotado, se queda dormido como un niño, en paz, tranquilo. El brujo le dice al día siguiente: "era ese".

Nosotros no tenemos que buscarlo. Sabemos cual es el lugar donde uno recibe en oleadas que penetran las vísceras la energía positiva, donde nos atraviesan las radiaciones de la pasión y el colegueo, donde se transita con una eterna sonrisa de satisfacción.

Y cada año volvemos a sentir esa misma emoción de saberse en el lugar en el que hay que estar, cuando pasamos el control de pulseras, el cacheo de la bebida, cruzamos la apestosa avenida de los urinarios y llegamos a la explanada del Azkena Rock Festival.

Sí, el lugar y el sitio donde hay que estar. No hay ningún otro posible.