2.6.10

Sin timonel

Fido era mi mejor amigo. Cuando éramos niños nos sentábamos en los portales y hablábamos y hablábamos sin parar. Cuatro horas, seis, siete. Nunca nos aburríamos. Imaginábamos el futuro, soñábamos, analizábamos todo lo que veíamos. Cuando cumplió dieciocho años, su padre le dejó un viejo R4. Fue el coche que nos llevó de un sitio a otro. Fido era un chapuzas y el equipo de música del R4 eran altavoces de distintos tamaños y procedencias que él rescataba de radiocasetes desvencijados o porteros automáticos descerrajados. Los soldaba, pegaba con celo y colocaba en el coche por el simple procedimiento de adherirlos a la chapa con el imán del propio altavoz. Los cables cruzaban los asientos y el techo por cualquier sitio que mirases, pero tenía la ventaja de que podías ponerte el altavoz donde te apetecía. A veces daba un frenazo y se caían por todas partes pero casi nunca iba tan rápido como para dar frenazos. Además no frenaba muy bien.

En el R4 se ponía siempre la misma música, una y otra vez: “El fin de la década” de Burning, Leño, Los Suaves, Barricada, Siniestro Total, Los Deltonos y los Ilegales. Pero la cinta oficial era “El fin de la década”. La habíamos comprado en una gasolinera, ya no se vendían y era nuestro mayor tesoro. En ese coche entraba todo el mundo y un fin de semana cualquiera podía aparecer en cualquier parte de Galicia con quien sabe quien dentro. Pero normalmente lo ocupábamos Fido, Josemi, Javier Tutti y yo.

Javier era el heavy de A Estrada. Y es que no había más. Se movía como un muelle y era de constitución flacucha y fibrosa. A pesar de eso los quinquis le tenían un gran respeto. Le conocimos una tarde en que un grupo de punks querían pegar a mi hermano que estaba solo. Javier se acercó con la mano en el perenne cinto de remaches preguntó sonriendo: “¿pasa algo?” y luego añadió lacónico: “Largando”. Y todos se fueron. Se volvió a Josemi, al que no conocía de nada y le dijo:
-Te invito a un porro
-No fumo. Te invito yo a una birra.
-Tengo el hígado jodido.
-Pues nos tomamos unas cocas colas.

A partir de ahí se convirtió en una especie de hermano mayor para él y para todos. Y las aventuras que corrimos con Javier Tutti llenarían un libro. Durante un lapso breve de tiempo fue nuestro batería. Exactamente un único concierto. Seguía el ritmo malamente. Fuimos a tocar a Pontevedra, no recuerdo exactamente a donde, a una escuela, algo así. El estaba feliz pero no dio un palo con otro. A veces por algún tipo de extraño azar llevaba el ritmo durante unos instantes. Josemi se acercaba y le gritaba: “Sigue así, no hagas nada, no hagas nada”. Y esa era la señal para iniciar un tren-redoble-break infinito y completamente descabellado que destrozaba con saña la canción. Así en cada tema. Cuando terminamos, después de ofrecer un espectáculo lamentable él se enorgullecía de sus redobles. Era heavy y tocar la batería para él era hacer redobles constantemente. Ahí terminó su corta carrera.

Javi repetía la misma frase una y otra vez: “Yo nunca me he quedado colgado en la carretera”. En los días que no había R4 viajábamos a los conciertos a dedo. Con el aspecto que tenía, parecía increíble que alguien le parase pero más o menos, así era. Sin embargo, lo que yo creo ahora no es que nunca se quedase colgado en la carretera sino que no le importaba quedarse colgado en la carretera. Sonreía constantemente, por entonces parecía vivir en paz y nunca tenía prisa por llegar a ningún sitio. En uno de estos recorridos dementes, un día mi hermano y él pararon a mitad de camino de ninguna parte en una taberna desastrada. Les atendió una anciana entrada en kilos que les sirvió los botes de cerveza trayéndolos desde la nevera apoyados en sus enormes pechos. Les dijo: “ahora se me han enfriado las tetas” y seguidamente les ofreció modos para que volvieran a su temperatura correcta. Amablemente ambos declinaron la oferta. Cuando se iban Javi se acerco a ella para despedirse, dudó al verle el sudor que se emplastaba con la base de maquillaje corrido, pero la cogió igualmente de los hombros y le dio un beso en la frente. Luego salió diciendo: “se lo ha ganado”. Durante mucho tiempo nos recordó el contacto grasiento de sus labios con aquella frente. Pero aún así siempre volvía a decir: “Se lo había ganado”.

Un día Fido volvía de Santiago al amanecer con su coche. Se quedó dormido y amerizó en un embalse hundiéndolo hasta el techo. El se despertó al sentir el agua en las piernas. Me llamó apesadumbrado y yo le pregunté alarmado: “dios mío, ¿y se salvó la cinta de los Burning?”

A pesar de la desgracia el coche siguió funcionando. Hubo que cambiarle algunas partes con deshechos de chatarrerías y así tenía una aleta de cada color, el capó de otro y un abollón en el techo que lo abombaba. Íbamos mucho a Cuntis al Bar de Moncho. En su jardín cantábamos todas esas canciones. Estábamos allí con un chico al que llamaban “el troita” y apareció Fido con su vehículo multicolor. Causó sensación. El tal troita subió dentro y al ver todos los cables, los celos, la cinta de embalar, los altavoces colgando en posturas inverosímiles dijo: “pero esto…..esto no es coche…esto como mínimo es ……” se quedó pensando un largo rato y dijo: ¡¡un megáptero!!. Y a partir de entonces al coche se le llamó “El Megáptero”.

El Megáptero sirvió para dar algunos golpes que no soy tan imprudente como para relatarlos por escrito por si todavía no han prescrito los delitos. También me sacó de más de un lío. Fido era un amigo maravilloso, paciente, discreto, generoso, no hubo locura que le propusiese a la que dijese que no. También me salvaba de las que yo hacía en solitario. Él estaba en casa de Manuel jugando al ordenador, sonaba el teléfono y se escuchaba esta conversación:
-Oye, es Jorge que pregunta si estás aquí.
Me imagino a Fido suspirando pacientemente y meneando la cabeza:
-Pregúntale que dónde está
-Dice que en Soutelo de Montes, que ha ido en bici.
-Joder, pero si son las doce de la noche. Dile que ya voy.

Y allí aparecía con el Megáptero sin jamás reconvenirme nada.

La música era lo más importante siempre. Con Javier había eternas discusiones sobre quien era mejor guitarista: Hendrik Röver o Jorge Martínez. Se habían necesitado meses de disquisiciones sin fin para ir descartando al resto. Javier discutía consigo mismo. Decía: “Jorge Martínez es mejor”. Y se quedaba callado o cambiaba de tema. Horas más tarde, él mismo retomaba el hilo de sus pensamientos y continuaba: “pero el caso es que Hendrik….”. Y este proceso no terminaba nunca.

El día que murió, el rumor de su muerte se expandió como una mancha informe por los bares de A Estrada. Mi hermano le adoraba. Yo les dije a todos: “que nadie le diga nada a Josemi hasta que no lo sepamos seguro”. Fui a la Santa Sede, el centro del hampa, y solo tuve que mirar a la cara a Pedro, su dueño, para saber que era verdad. Movió la cabeza asintiendo hacia abajo con una tristeza infinita sin que yo le preguntase nada, desde la puerta. Había muerto de sobredosis en Pontevedra. Luego todos supimos que en realidad había sido un asesinato. Javier en los últimos tiempos se había compinchado con un tipejo que a todos nos repelía, de aspecto líquido, servil, envuelto en un aire de mentira y sin rostro, impreciso, aún ahora no puedo recordarlo. Siempre se dijo que fue él quien lo mató. Peruco era amigo de Javier desde la infancia. Habló durante semanas de coger una escopeta y matar al yonqui asesino aunque tuviese que pudrirse en la cárcel. Todos pensábamos que lo haría pero no era más que rabia y dolor que le asaltaba en las noches de bares. En los últimos meses nos habíamos alejado un poco de Javier. Vimos su adicción a la heroína como una traición. Toda su generación había tenido problemas con la droga excepto él. Decía: “ya nunca caeré”. Pero cayó. Tuvo algo que ver con la enfermedad de su madre. O quizás no, mi hermano no lo recuerda así. La heroína era algo serio, nos quedaba grande, no supimos estar con él. Se hundió en el submundo del tráfico, los yonquis y ya dejamos de cantar y divertirnos. Nos cruzábamos a veces por la zona de los vinos y apenas intercambiábamos cuatro frases. Se había roto algo. Apenas fueron unos meses, pasaron veloces y luego murió. Aquel fin de semana mis padres no estaban y fuimos varios a dormir juntos a casa, para estar unos con los otros, en los sofás, en la alfombra, etc. Estábamos rotos. Hubo lágrimas. Bajamos juntos al cementerio, silenciosos. Al volver, yo dije como un deseo en voz alta: “a mí el cuerpo ahora me pediría que nos diésemos la mano”. Nos dio vergüenza y no lo hicimos, pero todos nos sentimos muy cerca, muy unidos, y no hizo falta.

En esos días yo descubría el mundo. Cada viernes nos encontrábamos a la misma hora en la misma mesa del Bar La Navegación que solo dejábamos cuando cerraba y contaba emocionado mis nuevas adquisiciones de la semana. Estaba extasiado, me adentraba en el terreno de la literatura maldita saltando de una referencia a la siguiente como encontrando pistas en conexión. Por eso ahora entiendo tan bien cuando otras personas, con esa misma ansia irrefrenable en su interior, descubren esa ruta oscura. Por eso sé que no es el conocimiento libresco lo que buscan sino otra cosa: remover el alma, sentir, abrirse heridas, entender el dolor de los demás. Por eso, todos los que bucean en ese lago negro son mis hermanos y hermanas. Codician ser sobrecogidos. Y yo amo a los que codician ser sobrecogidos. Así, en mi excitación yo hablaba sobre la muralla de birras, de Apollinaire, Baudelaire, André Breton, Huysmans, Verlaine, Elouard, Péret, Picabia, Antonin Artaud, el Conde de Lautreamont, Alfred Jarry, Genet……y de Rimbaud. Uno de esos días, alguien me escuchó, se dio la vuelta en la barra y se sentó con nosotros. Era Jesús Muras, el pintor, que amaba a Rimbaud.

Muras me tuvo siempre un afecto enorme, citaba los poemas de Rimbaud de memoria, pero también los míos, que se los sabía mejor que yo. Le encantaba: "Los niños sospechan la verdad". Ambos teníamos siempre los bolsillos llenos de papeluchos con notas incomprensibles incluso para nosotros mismos. Entonces yo creía en el poder revolucionario de la poesía, en el poeta como vidente. Luego renegué durante años, pero quizá ahora vuelva a creer. Una vez me pidió cambiarme todos mis poemas por un cuadro suyo. Era un negocio ruinoso para él y le dije que no. Un auténtico abuso. Pero al fin, lo convenimos añadiendo al lote un montón de discos rayados de los Beatles que le habíamos robado a un tal Joe, en castigo por haberle vendido rota a Josemi su primera guitarra eléctrica. Aquel cuadro se llamaba “Los gritos de los pájaros en verano y las bestias” y aunque con los años le compré otros, me regaló otros…ese es al que le tengo más cariño. Suso bajaba algún viernes a A Estrada y entonces se producía una reacción química áltamente volátil y explosiva. Luego, después de 60 o 70 horas de total demencia, retornaba a su estudio en Meabía, donde podía encerrarse largas temporadas hasta el desencadenamiento de la siguiente tormenta. Allí íbamos a veces con el Megáptero. Era un lugar mágico. El podía pasar horas enseñándome catálogos de los que admiraba: Bacon, Kandinsky, Toulouse Lautrec y tantos otros. En aquel estudio tenía un cuadro de Rimbaud de 3 por 3 metros callejeando por París. Yo anhelaba aquel cuadro sobre todas las cosas. No era bueno, pero era Rimbaud.

Había momentos en que todo transcurría con placidez. Noches en la Santa Sede con Fido y yo sentados ante un tablero de ajedrez, bebiendo cervezas y estudiando esta o aquella apertura, y, al tiempo, escuchando el monólogo de arte de Muras, sosegado e inteligente. El encontraba líneas de conexión misteriosas entre artistas absolutamente distantes. A ratos, decía: “ah, pero voy a recitaros un poema de Jordi”. Porque a mí me llamaba cariñosamente Jordi. También recitaba a Carlos Oroza. Conocía a todos los outsiders como él. Otros días aparecía envuelto en una nube de peligro y desvarío. Se hacía acompañar por extraños tipos borders line que le seguían como si fuera un Mesías. No sabíamos donde los reclutaba y algunos de ellos parecían salidos de la película Un mundo perdido y dudábamos siquiera que supiesen articular algún fonema.

Luego se puso enfermo, y desapareció. Supimos pronto de su gravedad. Era el momento en que estábamos grabando el disco. Josemi tenía una preciosa melodía en la que yo no recuerdo qué cantaba. Cualquier otra cosa. Ese viernes aparecí con una hoja garabateada y le dije: “vamos a hacerle una canción al Muras”. La canción se llamaba:

La noche underground

Desde nidos vacíos pájaros nocturnos esbozan la noche
Pendidas de un hilo bosquejan sus manos puentes de infinito
Y vuela al atardecer, estalla al caer el sol
Fluyen sus ojos, hechos de aguafuerte, mapas de aventura en la noche underground.
Sin timonel…..
Como niños perdidos sus palabras trazan susurros de humo
Sus sueños no vencidos alumbran el paso a las mesas del fondo
Y talla rayos de luna, un sfumato en la luz
Flotan sus labios de arcilla y de lienzo, vanguardias que laten, profeta underground
Sin timonel…
Sin timonel en la noche underground

Mientras se la enseñaba a Josemi y a Larry, y muchos meses después de su última aparición, entró en La Navegación, exactamente en ese instante, con la hoja aún en mi mano, el Muras. A todos se nos iluminó el corazón, fue una alegría maravillosa. Se la canté. Le pareció preciosa. Me la hizo cantar muchas más veces esa noche. Le regalé aquella hoja. Se la enseñaba a todo el mundo. E iniciamos otra de nuestras juergas monumentales que terminaban al amanecer en el bar de la gasolinera. La música, y Rimbaud, el arte y la música, todo giraba sobre eso. No había más temas. En aquel disco, una canción se preguntaba "¿Qué os debo? ¿A quien le debo lo que soy?" Y citaba de forma velada a Baudelaire, a Steinbeck, Dostoiewsky, Stevenson, Kerouac, Burning, Peckimpah y hasta a los Sex Pistols. Ese sábado grabábamos la canción de Suso para el disco. Fuimos a casa de Larry, colgamos unos micros C-1000 del techo y lo cantamos en acústico en directo todos con una resaca monumental. Dejamos al Muras en el bar de la gasolinera y nunca más le volvimos a ver vivo. En la grabación alguien le dio un golpe a un quinto de cerveza y los micros lo recogieron. Hizo clinck. Nos gustó, y lo dejamos.

Antes, me había regalado acuarelas para la edición del libro de poemas. Con aquellos que más le gustaban. Yo llevaba dos años discutiendo con el editor sobre aspectos estéticos de la portada, etc. A él no le gustaban ni mi curioso sentido del humor ni mis veleidades punkis. Mi biografía y las citas literarias era una pura burla. El lo sabía, yo lo sabía pero nadie lo pronunciaba en voz alta para que no pareciese censura. Como influencias artísticas y morales, hablaba de Papillón, de un cartel de una cafetería de Caldas de Reis, de la canción Jim Dinamita de Burning y, peor aún, el dramático partido de 1983, Deportivo-Rayo Vallecano. En lugar de citar a algún santón de la literatura galega, yo citaba a Miguel Costas de Aerolíneas Federales, a Sven Hassel, un escritor de novela bélica barata o a Elvis Presley. La verdadera razón es que me había hastiado del mundo de los poetas y poetisas, de sus recitales egóticos, sus premios literarios amañados, su vacuidad pedante y le había cogido odio a mis propios poemas que me parecían mediocres. Me daba igual mi libro. Cuando Muras enfermó retomé el tema. Estaba dispuesto a aceptar cualquier condición siempre que se incluyesen sus dibujos. El editor ya estaba harto de mis gilipolleces y lo aceptó todo. Se inició una carrera contra el reloj para editar ese libro. Ni corregí las pruebas. Hay faltas de ortografía y la traducción (los originales siempre fueron en castellano, ni me molesté en ocultarlo) era penosa. A mí me daba igual. Ni lo leí. Solo quería publicarlo por Muras, por el trabajo de Alina en la portada, por la dedicatoria a mi familia y mi infancia, los dibujos de Paco Oti y el prólogo de Eduardo Bonachera. El resto, o sea, los poemas, me traía sin cuidado. Los libros llegaron a tiempo para hacérselos a llegar a Suso en su lecho de muerte. Nunca salió del hospital.

El día de su entierro, volvimos a sentirnos unidos, como supervivientes de un ejército en desbandada. Por entonces, Burning siempre dedicaba “Una noche sin ti” a los muertos del rock, a lo que Risi llamaba “la banda del cielo”. Fue de nuevo Pedro, de la Santa Sede, quien nos dijo una noche: “Ha muerto Pepe Risi”. Le conocíamos, nos tenía mucho cariño. Josemi habló con él por primera vez en una de esas noches de ir a cualquier sitio en auto stop….con Javier, que nunca se quedaba colgado en la carretera. Pepe le dijo a mi hermano: “cualquier día, el día que tu quieras, subes al escenario y tocas conmigo”. En cada concierto que vimos de Burning mientras estuvo vivo todos íbamos pensando si tocaría Josemi ese día con él. Pero al final aquello fue como la escopeta de Peruco, algo que repetíamos por las noches, una esperanza que se fue con su muerte.

Hicimos otra canción para todos ellos. Se llamaba “Mil noches sin ti”. En los conciertos, se la dedicábamos a Javier Tutti, "nuestro batería”, aunque solo lo hubiese sido un rato, como forma de honrarle. También pudimos haber dicho "nuestro amigo", "nuestro hermano", pero no se nos ocurrió. Por entonces, ya no quedaba nadie que supiese quien había sido Javier Tutti. Fido volvió a quedarse dormido otro amanecer y el Megáptero se destrozó definitivamente. Volvió a la chatarrería que casi le había creado. Cada uno se fue comprando su propio coche. Veo muy poco a Fido. Tiene ideas insensatas sobre negocios imposibles que intento quitarle de la cabeza. Pero se enteró hace algunos años que una temporada estaba mal de dinero y me encontró un trabajo como profesor sustituto de ajedrez. Seguimos vagando todos unos años más, un poco más huérfanos, por la noche underground. Era el fin de la década. Con el tiempo olvidamos las viejas canciones y aprendimos otras. Sobrevivimos. Sin timonel.