10.11.12

LOS BÚHOS



LOS BÚHOS



Saciados
de noche
los búhos
cerraron
los ojos
queriendo
soñar.

No ver más
los astros,
estrellas
fugaces,
las luces
secretas,
la niebla
que nace
la luna
brillar.

No ver más
ratones
temblando.
Serpientes
que acechan:
ligeros
crujidos,
las ramas
se agitan.
La vida
del suelo
se va.

Millones
de ruidos
extraños
que turban.
Los llantos
de niños
insomnes.
Terrores
nocturnos,
los pasos
del crimen:
la muerte
llegar.

Y flotan
sonidos
sin forma:
los perros
que aúllan,
sirenas
lejanas
que avanzan
desastres,
susurros
sin dueño.
Enfermos
se rinden
al soplo
final.

Campanas
que tocan
a duelo.
Muchachas
que traman
suicidios.
Las tumbas
abiertas
las cubre
el rocío.
Los hombres
que cavan
descansan.
Ya basta
de muerte,
mañana
habrá más.

No habitar
las ruinas.
No solo
ver sombras.
Morirse
atrapados
en pozos
cegados.
La calma,
el reposo,
no llegan
jamás.

Esquivar
pedradas.
Huyendo
y huyendo.
Espejos
de espantos,
culpables
por siempre
de augurios
funestos.
Ser signos
del mal.

Los búhos
ansiaron
un mundo
distinto.
Colores,
texturas,
las luces
del día,
la tierra
tan nueva
y caliente,
las nubes
pasar.

Fascina
el milagro
diario:
los niños,
los juegos,
la gente
que late,
los tonos
del aire,
la vida
brotar.

Rendidos
de abrir
su enorme
pupila
exhausta
de noche,
los búhos
rogaron
que cese
el tormento
y cubrirla
sin más.

Cansados
de ser
los mudos
testigos
del miedo,
los búhos
cerraron
sus ojos
buscando
la paz.




7.7.12

El robo del Códice Calixtino. El robobo de la jojoya.


Un año después del robo, Serafín Castro, el “Poirot da Rúa de Petín”, Jefe de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta, cerró el expediente y suspiró. Había resuelto exitosamente uno de los casos más complejos de toda su carrera, e, incluso un hombre como él, acostumbrado a enfrentarse discretamente con criminales despiadados y escurridizos, lo había pasado mal en estos 363 días de angustia que hicieron temblar a la sociedad gallega.

Serafín Castro, curtido en investigaciones contra mafias violentas de delincuentes profesionales jamás podría haber supuesto que sería una banda integrada por un electricista, su mujer, su hijo y la novia de este la que le daría un vuelco a todo su modus operandi de investigación. Y esa mañana, ante los periodistas, se sentía bien, orgulloso de un trabajo bien hecho. Entonces, abandonó la discreción que le hacía estar siempre entre bambalinas, en su habitual desempeño profesional callado, sin reconocimiento, y por primera vez en su carrera, se explayó:

-Desconfiábamos de él desde el tercer día pero lo importante no era saber quién era si no que apareciese el libro. Cuando los compañeros policías se lo encontraban por la catedral le preguntaban: “Manolo, no habrás robado tú el códice” y él bajaba la cabeza y no decía ni que sí ni que no. Otro día le preguntamos, “A ver si alguien lo va a quemar, Manolo”, y él daba como un respingo y decía instintivamente. “No, no, no, quemado no está”. Aquí ya vimos que le había traicionado el subconsciente. Ya sospechamos más.

Podemos imaginar este año de espera, llevando la investigación de este modo tan gallego, educado, con sentidiño, sin molestar mucho. “Manolo, venga dinos donde está hombre”, con la paciencia cósmica que nos acompaña desde siglos, esperando que las cosas se arreglen por si solas, sin forzarlas, con respeto, mirando al perenne cielo lluvioso y diciendo: “a ver si escampa”. Más tarde todos se apuntaron al carro de ganador de “yo ya lo había imaginado”. El deán de la catedral dijo: “yo ya sospechaba de él porque como no le pagamos lo que le debíamos”. En las oficinas de toda Galicia se contaban historias raras: “Mi abuela estuvo en el hospital en Lugo a la semana del robo y una vieja en la cama de al lado no hacía más que decir: “ese foi o electricista, ese foi o electricista”. Sí, ahora todo el mundo era muy listo. Pero el primero en tender su red de astutas trampas e ingeniosas celadas, “Manolo, no serás tú el que lo robó, eh?”, fue Serafín Castro.

Y eso a pesar de que la relación que los investigadores entablaron con la jerarquía eclesiástica no fue todo lo productiva que cabía esperar. Recordaba un miembro del equipo que rescató el Códice: “Algunos mentían como cosacos, y otros se escabullían”, “por una cuestión o por otra, consideraban que tenían algo que esconder, que eran sospechosos de primera y se cerraban en banda”.

Antes, todos los expertos de los medios de comunicación locales aventuraron inteligentes teorías. Un medievalista llamado Bustamente mostró su sorpresa por el robo del Códice pues había otros libros que “son más de robar”. La Voz de Galicia habló de un secuestro del terrorismo islámico y lo razonaron de un modo irrefutable: “A fin de cuentas, el Apóstol es “Matamoros”. Solo Serafín sabía la verdad. Sabía que se enfrentaba a su némesis, a su archienemigo, a alguien que desafiaba toda la lógica criminal conocida, pero que él había calado hasta el tuétano. Y ante los periodistas no dudó en hacer un retrato robot de la mente de ese super villano y de paso, un fino análisis sociológico de la realidad gallega:

-«¿Qué quería hacer con el dinero?», se preguntó retóricamente Serafín Castro. «Lo típico de los gallegos, meterlo debajo del ladrillo y estar a la espera».

Y luego, haciendo uso de una figura literaria que no sé si calificar de pleonasmo o sinonimia, añadió: es un hombre de carácter cerrado, oscuro, gallego, con unas costumbres algo rarillas y una vida muy monótona”.

Nada que ver con los peligros hampones con los que Serafín se habría enfrentado hasta ahora. El electricista era un tipo correoso, no era fácil cazarle. “Le preguntábamos si lo había robado él y contestaba: “no sé, no me acuerdo”. No, no era un hueso fácil de roer. Una mente complicada, perversa. Un tipo, como dijo luego el Deán, gran analista de la psicología humana, “con dos personalidades, una normal, y otra que le llevaba a apropiarse de objetos.”. Y todo esto, sin dejar de acudir ni un solo día de su vida a la misa de siete y media a la catedral. Aunque de vez en cuando, el muy ladino entraba escondidamente. Serafín se dijo: “el ladrón siempre vuelve a la escena del crimen pero lo de este hombre ya se pasa”. No, no había sido fácil. Sin embargo, al fin la sutil trampa tendida durante un año entero se cerró inexorablemente sobre Manolo, el electricista.

Los indicios se acumulaban. No solo se le había escapado en un momento de debilidad aquella frase delatora: “no, no, no, quemado no está” que tanto hizo sospechar a Serafín. Hubo más cosas. La policía descubrió que estaba tratando de comprarse un segundo piso en Milladoiro. Esto era en sí mismo un signo evidente de maldad: una vez puede haber picado cualquiera, así a lo tonto fue como se hinchó la burbuja. Pero comprar un segundo piso en semejante sitio denota sin duda una personalidad delicuencial. El electricista además había ido creando un auténtico emporio inmobiliario en los últimos años, con un garaje en Negreira, un trastero en O Grove, y, la joya de la corona, un ático en la parroquia de A Revolta, en Noalla. Los indicios se amontonaban. La dueña de la Cafetería Casalote dijo que se le había estropeado el Citroën Xantia y que la reparación se le iba a ir a 2000 euros”. Y otros vecinos hicieron llegar otras informaciones anónimamente. Según estas, en ese modo tan nuestro de sí pero no, y no pero sí, aunque Manuel no tenía un estilo de vida ostentoso (“más bien al contrario” apuntillaron), dejaba propinas en los bares “de más de un euro”. Para la policía esto ya fue definitivo.

Esa mañana un amplio dispositivo de agentes, apenas 360 días después de acumular las primeras sospechas, forzó la puerta de uno de los tesoros inmobiliarios del electricista y que resultó ser su guarida criminal secreta: el garaje/trastero de O Milladoiro. Begoña Bravo, vecina del barrio, narró el registro para V Televisión. “Solo encontraron basura y porquería” dijo. “Unos libros viejos y unas bandejas de plata”. Un rato después, la policía se hartó de hurgar entre la chatarra. Serafín aún piensa horrorizado: “qué cerca estuvimos de fallar, qué cerca”. Manuel era un genio indiscutible del crimen. Un maestro de la disfraz y la falsificación. Entre sus aportaciones a la historia criminal del mundo estaba haberse hecho a si mismo en su casa un contrato de trabajo en el que pasaba de personal contratado a fijo en la catedral. Si lo hicieran los demás parados, otro gallo nos cantaría. Y su astuto enmascaramiento de los objetos robados en un mar de desechos e inmundicias casi estuvo a punto de despistar a la policía. Para cuando llegó el juez, los agentes ya se habían aburrido de andar revolviendo sin éxito entre la roña y estaban entregados a sus asuntos, charlar de sus cosas, pensar en las musarañas, echarse un pitillito, en fin la vida de los servidores de la ley. Alguno disimulaba moviendo alguna bolsa desganadamente con el pie, como con aburrimiento.
Este fue el paisaje de desolación y fracaso que encontró su señoría, dos horas después de iniciado el registro. Begoña Bravo lo recuerda ante las cámaras:


-“El juez le preguntó a un policía: “¿has mirado aquí?” y el policía le contestó: “no, ya he mirao”, así intentando escaquearse un poco, como esos niños que dicen que ya hicieron los deberes para salir al parque a jugar. Sin embargo el juez fue a mirar igualmente. Apartó unos ladrillos y unos bloques de cemento, abrió unas bolsas “llenas de polvo” y allí estaba. El juez, de la emoción, rompió a llorar.

Sí, allí estaba el Códice, ese faro de la cristiandad. En una bolsa de plástico dentro de una caja toda jodida de un cesto de pinzas de la ropa. Al lado de los azulejos que habían sobrado de la reforma del baño, de una caja de botellas de tintorro, un garrafón y un catálogo de cerveza Estrella Galicia. Rodeado de un cacho de bloque de hormigón, el taladro, una osamenta de ciervo y una jarra recuerdo de la Festa do Viño de Sarandóns. Y allí, junto al Libro, otros libros, también robados, otras joyas históricas de valor incalculable que ni dios se había dado cuenta de que faltaban.
En el registro se encontraron otras cosas. Los indudables hábitos gallegos del delincuente le habían hecho ir llevando unos libros donde metódicamente y cuidando muy bien la caligrafía iba anotando en un diario todo lo que robaba”. Tantos siglos jodiéndonos han generado una evolución adaptativa que hacen que llevemos la cuenta de todo. La Fiscalía encontró ventajas inherentes a la galleguidad: “gracias al diario podemos imputarle más delitos. Ahora tenemos que ver cuántos más tiene”.

El deán de la catedral identificó el libro nada más verlo, porque, como dijo Serafín Castro, "había reconocido las anotaciones que había hecho en él a lápiz. Es de suponer que pensó que si sus antecesores curas habían hecho tantos dibujitos y garabatos de colores en el libro, por qué iba a ser él menos. En el Programa de Ana Rosa, haciendo uno de los circunloquios gallegos que nosotros comprendemos tan bien y que, por el contrario, nos vuelven enigmáticos para los demás, manifestó que "estaba satisfecho institucionalmente, pero no personalmente" añadiendo que no creía que la venganza fuese el móvil y atribuyendo el robo "a una manera de comportarse del acusado". Un modo de ser ladronzuelo en el que no tenemos que meternos. En el pueblo de mi compañera de trabajo M. el cura se lió con una mujer casada y el marido de esta con la madre del cura. Dijo ella: "bueno, cada uno como pueda, en estas cosas no nos metemos", revelando uno de nuestros rasgos más ancestrales que es el de nuestro respeto por los rasgos de personalidad de todas las personas. Y así, da igual que sea sacerdote lascivo como pirómano, narcotraficante, cacique de aldea o corrupto ladroncete. Las actividades de todos son vistas como asuntos privados en los que uno no tiene por qué opinar. Cada uno es cada uno.

En la misma lógica paciente y resignada y de respeto a la personalidad manilarga, el canónigo Manuel Iglesias desveló por fin que desde 2004 iba sospechando que alguien sisaba dinero y que la contabilidad era un "calvario permanente" que nunca le daba lo "presupestado". Sus sospechas, metódicas, tranquilas, acumuladas durante ocho años, estallaron por fin con el aliento del caso de Manolo el electricista y han abierto otra línea paralela de investigación de sisas en los cepillos de la catedral en la que hay otros tres trabajadores implicados, “uno de ellos eclesiástico”. Al parecer aquello era la casa de tócame roque. Nada que ver, sin embargo, toda esta nueva mangancia de raterillos de tres al cuarto con la integridad del electricista que no dejó nunca de mantener su curioso sentido de la dignidad. Y cuando la policía se lo encontraba por ahí y le decía: "Manolo, mira que vas a ir a la cárcel" él contestaba: "Si voy al talego, con un misal y un rosario tengo bastante".

No habían pasado muchas horas de la recuperación del Códice cuando un policía calvo de mostacho con un chaleco verde fosforescente entregó solemnemente el libro al obispo, envuelto en un paño de cocina en la puerta principal de la catedral. Al rato se lo volvieron a llevar a escondidas por otra puerta porque, con las prisas, se les había olvidado ver si distinguían algún desperfecto distinto a los que ya causaba el deán encargado de su guarda, para poder sumarle al electricista un delito contra el patrimonio. Alguien consideró que el acto no tuvo la magnificencia requerida por lo que se volverá a entregar otra vez este domingo y vendrá nuestro presidente, gallego renegado, (pero por eso mismo más gallego que ninguno), para entregarlo como dios manda. Y si el acto aún no queda bien del todo tampoco pasa nada que bien lo puede entregar por tercera vez el rey el día del apóstol, porque es seguro que alguna monería tendrán que hacer ahí. Paula Prado, portavoz y concejala del PP en Santiago, que cuenta en rueda de prensa sus tweets graciosos por si alguien no la tiene añadida en tweeter, fue la que dio verdaderamente en el clavo y apuntilló: "Esto pode traer turistas. Debemos aproveitar esta desgracia para que Santiago estea no centro do mundo." El centro del mundo. El planeta entero nos observa. Nada más y nada menos.

10.4.12

EL ÚLTIMO POEMA


En 1999 renegué de la poesía hastiado de mi propia mediocridad y de lo que consideraba un paisaje humano plagado de falsarios deseosos de hacerse un hueco en la gestación de la poesía contemporánea de Galicia. Al lado de algunas personas honradas que aún perseveran en ese empeño de contar en verso emergió un ejército de vacuos poetastros con un indisimulado anhelo de convertirse en Generación. Los recitales causaban vergüenza ajena y el ambiente nocturno era pedante y falso. El lenguaje poético servía de coartada para la exaltación de la insignificancia. Soñaban con verse en antologías. El mezquino reparto de premios y jurados literarios me repugnó. Todo esto también contaminó el modo de ver mis propios poemas que consideré poco menos que una absoluta basura. En realidad, todo era un síntoma más de la enfermedad de la rabia. Este fue el último que escribí.


EL CARTÓGRAFO


Durante meses vagué por el océano buscando un paraíso.

Después de cruzar la última frontera
en la línea esmeralda del mar
encontré el continente oscuro
o tal vez el síntoma terminal
del febril delirio del mal del marino.

Apenas esbozado detrás de la kalima
semejaba flotar y alejarse o acercarse a su capricho
como una masa viva, cambiante e informe
que parecía latir sobre las olas
o acunarse entre las sábanas de espuma.

Quise hacer real el continente oscuro
pero todos los instrumentos se descompusieron
la brújula parecía el reloj enloquecido de un suicida
y el catalejo un caleidoscopio de verdeselvas oscuras
inútil el sextante que trazaba todo el arco celeste
y ni sobre el mar servía el altímetro de ebullición
según el cual
yo debía estar en el cielo
y tal vez
tal vez lo estaba

A veinte nudos a treinta difícil de saber
una milla o cien
Cada día con todo el trapo al viento
no parábamos de acercarnos sin hacerlo a ese dibujo cambiante
bajo un cielo diferente y nunca visto
un cielo primigenio
con un astrolabio recogiendo una cosecha de nuevas estrellas
con constelaciones de dibujos misteriosos e inquietantes
que pensábamos perdidas en la noche de los tiempos
donde no brillaban la Estrella del Norte
ni la Cruz del Sur

Los hombres eran supersticiosos y comenzaron a murmurar
no era un continente sino un monstruo mitológico
y yo era un Ahab cegado por una obsesión enferma
Pero había días en que la kalima se difuminaba
y los contornos parecían tan cercanos amigables
que todos enloquecían por llegar a aquel lugar de maravilla
Incluso un atardecer creímos ver una bandada de aves marinas
y nos llegó el sonido del arroyo en la montaña en el olor a agua dulce


No sé el tiempo que pasó
Dejamos de mirar el calendario
y el día y la noche se fundieron en la misma línea difusa que el resto de los signos del cielo y de la tierra
sólo avanzando
sofocando motines y avanzando
ejecutando castigando y avanzando
con la mirada fija en esa promesa incumplida

Un día al fin
tracé la posición del continente
que jamás se había movido de su sitio
4º 23´78´´ latitud S
55º 09´ 52´´ longitud E
Y esa noche oscura y estrellada
en lo alto del cielo apareció con fuerza Casiopea, los Gemelos y la Osa Mayor
Se difuminó la kalima, el aura del continente oscuro
y me sentí como si hubiese acertado el enigma de la esfinge
como si hubiese recibido el permiso de Caronte

Así llegué a finales de octubre a la costa del continente oscuro
Circunnavegándolo en dirección sur-sudeste
Desde un paraje que parecía una selva impenetrable



Diario de a bordo J.Armesto Cartógrafo



El 29 dejamos la intrincada selva
y ante nosotros apareció una cueva marina horadada por la ola
que se perdía estrechándose en volutas acaracoladas
sin llegar a verse el fin

Sobre el acantilado avanzamos suavemente por pequeños prados de heliconias
colinas boscosas y campos aptos para el labradío
hasta llegar a lo que parecían ser dos oasis gemelos
cercados de negras palmeras datileras
En la arena un ciego oraba con el rostro hacia el agua
brillante y oscura
y en el centro del pequeño lago
flotaban colonias de plantas de loto azulado
Eran el iris del que nacían hacia la orilla
como las barcas de una noria hacia el círculo del cielo
como caminos dorados hacia el centro de Oz
los reflejos del sol que navegaba el lago al atardecer
Probé las plantas queriendo olvidar
pero no pude.


Día 30
Después de una larga calma chicha
volví a navegar hacia el sudeste
dejando a babor suaves acantilados rectilíneos
que se perdieron en cinco fiordos redondeados
coronados cada uno por un pequeño glaciar
Seguí rumbo sur
cruzando paralelos cada vez más calurosos
sin dejar de perder la línea de la costa
que se me antojaba fértil y llena de vida


31
Desembarqué en una ancha ensenada
dejando al norte dos volcanes paralelos que cerraban un valle verde y luminoso
donde encontré las primeras manadas
bosques de acacias y caña de azúcar
jacanandas y helechos aéreos
palmas y bananos
tamarindos sicomoros
y vi gráciles saltar por la sabana
cebras y gacelas
garzas impalas jirafas y antílopes Grant
y llegué al Ngorongoro de tu ombligo
y más al sur pisé Tierra de fuego
para entonces bautizaba cada metro de tu continente oscuro
como un demiurgo agradecido a un dios de grado superior
Ante mis ojos se alzaba todo el espectáculo de la vida sin mácula
las grandes migraciones de mamíferos
cruzando a lo largo de ti
desde la estación seca a la estación de las lluvias
los cantos de las tribus
los tambores
los niños cuidando el ganado
el aire azul pálido de las Tierras Altas
el susurro de los saltos de agua y el rojo sanguíneo del flamenco
y nuevos lagos encerrados en papiros
y nuevas selvas cubriendo templos y efigies de dioses extintos
Todo el continente floreció para mí
Y por primera vez imaginé mi mar como un vasto cementerio
la metáfora inútil del paso del tiempo

Ahora vago de nuevo por el océano circunnavegando tu continente oscuro
no hay cartas marinas que dibujar
ni nuevos rumbos que seguir
cada milímetro de ti está trazado en miles de mapas idénticos que no puedo renunciar a corregir
y mis instrumentos se niegan a guiarme a otro lugar que no seas tú
ya no espero hallar otras tierras
solo navego
respirando el aire salobre de tu costa
alrededor de ti

Al fondo de mi catalejo
me acostumbré a mirar en círculo
Todo mi mundo eres tú

5.4.12

SE LO ADVERTÍ


En el corcho de la entrada de la residencia se solapan fotografías pinchadas con chinchetas de colores. En algunas de ellas los ancianos reciben la comunión del obispo. Aguardan el cáliz y la hostia en sus sillas de ruedas. Algunos dormidos, otros emocionados y la mayoría con su permanente cara de alucinación de habitantes de otro mundo. Las fotos muestran otros momentos de la liturgia celebrada en el comedor de la planta baja. Monaguillos sonrientes, las asistentes vestidas de blanco en los laterales, un cura con aire satisfecho. Los ventanales están decorados con figuras navideñas de nieve simulada y al fondo parece verse un belén recortado en cartulina y papel albal. En una de las fotografías el obispo eleva el copón sagrado con las dos manos hacia el techo pero la mayoría de los ancianos tiene la mirada clavada en el suelo y no parecen ser conscientes del milagro de la transubstanciación. En el apoyabrazos de las sillas de ruedas cuelga algún capirote de cartón de colores. Al lado del corcho, horario de misas del centro, manualidades de alambre y los precios de la residencia: Validos 925 €. Validos I: 1044 €. Asistidos: 1445 €. Asistidos I: 1760 €.

Durante las celebraciones religiosas mi abuela permanece arriba, sola, en una sala de estar con aire de invernadero. La planta superior es el territorio de los que aún pueden valerse y los asistidos nunca llegan hasta aquí. Hace tanto calor y el aire está tan enrarecido que las enredaderas crecen exuberantes aferrándose a las columnas, al techo y a los muebles. Todas las plantas tienen tamaños enormes como si fueran del trópico. Le pregunto señalándole las fotos del obispo: “¿qué hacía este payaso aquí?”. Ella calla unos segundos y responde: “Este sitio, es lo contrario de lo que yo soy”.

Nos muestra un oso de lana que hizo en clase de manualidades y salimos lentamente a la terraza a recibir los rayos del sol de la tarde. Frente a la residencia, la planicie gris, la tierra reseca tras el largo invierno de sequía. Los troncos arrugados de las viñas bajas y un poco más allá el cementerio. Dos cigüeñas han tomado como posadero la cruz de la entrada y los excrementos blancos de las aves trazan arroyuelos inacabados sobre el mármol. Están ampliando el espacio de los nichos y hay carretillas y morteros tirados en el suelo. Aquí y allá pequeños cráteres de agua en montañas de cemento en polvo. En la puerta, los contenedores rebosan con hojas de plástico y flores marchitas, con bloques de esponja y tiestos rotos, bandas de no te olvidaremos y los armazones de las coronas peladas. 

-¿Qué ha sido de Luisi?-Le preguntamos
-Enloqueció- contesta
-Qué pena. Era una señora tan alegre.
-Se lo advertí. Aquí no se puede hacer lo que hizo ella.

Una de las cigüeñas alza el vuelo, planea unos instantes sobre el cementerio y vuelve a su lugar en la cruz.

-Aquí no se puede pedir ayuda más de dos veces. A ella le gustaba estar aquí, con nosotros, más tranquila, pero a veces también quería bajar abajo al lío, al cotilleo. Se lo advertí, le dije que no pidiera ayuda para bajar, que se esforzase. Qué prisa tenía. Yo bajo muy despacio pero siempre por mi propio pie. La ayudaron a bajar un día. Luego otro día. Y ya no volvió a subir nunca más. Se fue dejando, se fue dejando. No pasaron ni tres meses y ya no puede ni comer sola. Aquí no están para ayudarnos.

Una nube empieza a acercarse al sol. La abuela dice: vamos adentro antes de que venga el frío. La nube sin lluvia lo cubre y se rodea de un aura dorada. Las iglesias se recortan al fondo en el atardecer.

-¿Qué tal el esqueje? ¿Prendió?
-Sí, está preciosa. Crece muy rápido. Le he puesto una guía para suba a las estanterías.
-No la riegues demasiado. Igual que aquí, un día a la semana.
-Sí.

Asciende de la planta baja el ruido de platos de la cena. Las visitas que se van, las despedidas. Recogen a los asistidos de su primer turno. Levantan sus brazos exangües, sus codos huecos, la piel  de pellejo dilatado que solo envuelve aire. Parecen flotar como esos cuadros de cristos desclavados. Los enlazan con un arnés a la grúa y los llevan colgando hacia las habitaciones moviéndose los ancianos como un suave péndulo al rodar de la grúa por el pasillo.

-Llevo aquí seis años y sé de lo que hablo. Hay que procurar no pedir, no reclamar, no quejarse. Permanecer callada sin causarles problemas. Si algo no me gusta, me callo y lo aguanto, o no participo. No están para resolver nuestros problemas ni para ayudarnos. Si no puedes pasear, te quedas sin pasear. Pero cómo nos iban a sacar a pasear a todos cada día. A veces mueven a los asistidos. Tienen diez minutos para cada uno. Levantarle con la grúa a la silla lleva tres minutos, volver a colocarlo otros tres o cuarto. Le quedan otros tres de paseo. Una vuelta al pasillo. Y bastante que hacen eso. Si estuvieran para ayudarnos tendrían que ser más y nosotros tendríamos que pagar más. Y de donde íbamos a sacar el dinero. La pensión no llega. Esto es una empresa. Hay cuatro socios que tienen que ganar dinero.

-Pero reciben subvenciones públicas. Tienen que tratar a las personas de un modo humano, preocuparse por ellas.

-Que ingenuo eres. Vi todas las residencias públicas de la zona antes de venir a esta. Todas están peor. Aquí están para otras cosas, no para eso. Tienes que valerte por ti misma. Si pides ayuda estás perdida. Cuando se acerca la hora de bajar yo paseo unos metros por el pasillo para que el cuerpo se vaya haciendo al caminar. Para que se acostumbre. Cuando suena la campana ya estoy preparada. Siempre llego la última pero no me importa porque no estoy en ninguna carrera. Y mientras lo haga yo sola nadie puede decirme nada. Tienen que callar y aguantarme. Nadie puede ni chistarme. Pero ¡Ay del día que tenga que pedir ayuda! Ese día se acabó. Se terminó todo. Ya no volveré a subir. Me quedaré abajo con esos pobres que están pero que en realidad no están y se pasan el día mirando la pared como alelados. Me llevarán a las misas como a ellos, y me dejarán ahí sentada sin saber ni lo que escucho. Me darán la comida en la boca igual que a Luisi. La vida se habrá terminado ya aunque todavía dure un poco más. Todos podemos equivocarnos, las personas cometemos errores. Pero en este caso se lo advertí. Se lo dije, lo hablamos, se lo expliqué muy bien. Que intentase hacer las cosas por si misma. Que se esforzase. Que nunca pidiese ayuda. Que fuese independiente. Se lo advertí. Se lo advertí.

2.3.12

La Estrella, El Hada, Achero Mañas y La Chica del Trivial

1) LA PARTE DE LA ESTRELLA Y EL HADA


"......El aire había adquirido ya esa densidad pegajosa que dilata los parpadeos y vuelve pesados los movimientos. Ese estado de viscosidad que dificulta el tránsito de las palabras y las obliga a transportarse de otro modo fatigoso. Se las podía ver saliendo de nuestras bocas y convertirse en organismos sin forma definida. Se deslizaban sinuosamente entre los vasos y los ceniceros, sorteaban las trampas de los licores vertidos sobre las mesas. Algunas se quedaban atrapadas y se ahogaban, otras se hundían engullidas por los pantanos movedizos de la pared enmoquetada dejando en el aire rumores de gritos de auxilio. Al fin, las supervivientes de aquel éxodo llegaban de vuelta a nuestros oídos, deslavazadas, informando de su significado amputado y además, de las noticias luctuosas de las otras que terminaron perdidas en la travesía. La conversación discurría por caminos tan tortuosos, necesitaba de tanto esfuerzo, que durante  muchos minutos solo transmitíamos en un destello discontinuo, con el código Morse de la noche que emitían las brasas de nuestros cigarrillos............"


".......Condujimos hacia mi casa. Durante el trayecto apenas hablamos. Nos dimos la mano y ella acompañaba la mía sobre la palanca de cambios. A veces yo reducía innecesariamente de marcha en la entrada de alguna curva solo para ver como su codo se doblaba suavemente al unísono con el mío, ejercitando los dos brazos los primeros movimientos de una danza gemela. Solo para sentir, en cada una de esas pequeñas deceleraciones que eran poco más que una suave oscilación, la levísima presión de las yemas de sus dedos en mis nudillos....."


Si quieres descargarte el cuento completo, pulsa en este link:
Descarga aquí el texto completo

1.2.12

LA SENDA ROCKER (Johnny Sánchez)

(En obras. Está fatalmente escrito)


A Pedro Sanjuán y Carlos Rguez. Duque



Faltan pocos años para que termine la década, es viernes y la tarde ha transcurrido de ese modo perdido hasta que se ha puesto el sol. Ese sol que, aunque nunca se llega a observar directamente, se sabe que ha desaparecido porque ya no están algunos de esos indicios que hablan de su existencia y que nos llegan a través de la inescrutable cadena de ángulos, tangentes, diagonales, líneas de refracción y reflexión de sus rayos. Que golpean los cristales de las ventanas polvorientas, rebotan lanzando su fogonazo blanco hacia los conductos de aire de las azoteas, los devuelven a las galerías, éstas los proyectan en leves iridiscencias doradas a las terrazas de aluminio, las antenas y las cañerías y a veces se queda enganchado en la esquina de alguna fachada algún jirón desgarrado de su luz amarilla. A la hora en que empieza a haber trasiego en las cocinas, en que el ruido de la televisión se vierte a los patios de luces y la voz del canal único asciende de nuevo y regresa amplificada por los tendales y los baldosines. Como un eco grave que sirve de fondo equilibrado a todo ese otro barullo de cubiertos y platos, portazos y los gritos de los niños, que a esa hora ya están descontrolados.

Y es entonces, en ese preciso instante del crepúsculo, el momento en el que suenan a la vez todos los teléfonos de las viviendas obreras de los extrarradios. Y es entonces cuando miles de chavales, como un ejército de fantasmas que surge de sus cuartos cerrados,  cogen el auricular de color crema y le susurran, cada uno de ellos al espacio dieléctrico, las claves de la geografía y del tiempo, su propia coordenada personal que se suma a las otras miles de coordenadas personales. Algunas que coinciden, otras que no, pero todas recorren en ondas las espirales del cable cremoso, descienden hacia las grapas de los zócalos, atraviesan pasillos, se esconden tras el papel de la pared para terminar filtrándose en las cajas de empalme y de ahí sumergiéndose en su red de madrigueras escondidas. Y luego surcan los postes, se reúnen unos milisegundos a conspirar en los bucles locales y las centralitas, y regresan por el mismo camino a cerrar el plan, a devolver la contestación de las contraseñas, a completar el código secreto y trazar entre todas el mapa de las citas en las esquinas y las tapias. En los caminos de los descampados, en los bancos sobre la tierra y las cáscara de pipas de los parques, en las bocas de metro, en los portales, en los locales de ensayo y en los bares. Y a ver si no te tiras una hora hablando, escucha cada uno de ellos, pero esta vez no es necesaria una hora. Es viernes, ha anochecido, y solo son precisos unos segundos para pronunciar las consignas breves y misteriosas de cada viernes: misma hora, mismo sitio, terminando de dibujarse por fin esa topografía de la oscuridad. Y a la vez, en todas las casas del bloque y en todos los bloques del suburbio y en todos los suburbios, miles de chavales, tras susurrar un punto en el plano de la ciudad secreta, cuelgan al mismo tiempo el auricular y durante un segundo el mundo entero solo hace clic.

Solo ante el espejo, Johnny Sánchez se peina. Hay Johnnys por todos los barrios: hay Johnnys en Ventas y en Carabanchel, hay al menos tres en Vicálvaro, pero solo hay un Johnny en Prospe y ese Johnny es Johnny Sánchez. Sobre su cama, desordenadas, se enmarañan en un tumulto de camisetas las efigies de Jimmy Hendrix, de Leño y los Stones. Johnny Sánchez se acomoda la chupa ante el espejo. Se sube las solapas y se pincha las chapas. Mete una de sus manos en el bolsillo trasero del pantalón y con la otra se lleva un cigarro a la boca. Pero no lo encenderá hasta que deje atrás el portal de la casa de sus padres. Y mientras tanto el tocadiscos escupe la música a toda hostia. Quizá esté sonando Jim Dinamita, o El Tren, o Street Fighting Man, o más probable es que a esa hora, a punto de irse,  suene Madrid, o Clash City Rockers.  Su madre le grita baja eso y ven a cenar. Hoy no ceno en casa dice y ensaya ante el espejo muecas y ademanes que no necesitan ser ensayados, que se repiten en cada noche de viernes, cuando todos sienten que el mundo entero les observa, interpretando la danza macarra de poses y miradas que queman. Tiene aspecto de niño pero él no lo sabe: en su rostro ve al Hombre Solitario, al Detective Bajo La Lluvia, al Chico Malo. Está excitado. El clic activó un resorte oculto y todo su ser le obliga ahora a ponerse en movimiento. Está nervioso, ansioso porque llegue la hora pactada en su coordenada personal. Nota como si su cuerpo estuviese cargado de electricidad. Llegará el día en que Johnny haya transformado esa apetito por el de otras sustancias, el día en el que la abstinencia sea lo único que le produzca ese simulacro enfermo de inquietud. Llegará el día en que el deambular de Johnny por el centro sea un tambaleo oscuro y hosco, en el que los viejos lugares estén cerrados, demolidos o reconvertidos en otros, en el que el mapa de la ciudad nocturna ya solo sea un mapa de recuerdos: en esta esquina estaba, en aquel bajo estaba, aquí fui donde conocí… y muchos de los personajes ya hayan muerto. Pero hoy, hoy no es ese día. Hoy es el día en que Johnny Sánchez, el único Johnny del barrio de Prospe, siente la agitación de los primeros descubridores y participa en la creación de esa geografía cambiante y misteriosa que aún está naciendo. El día en el que se comunica con los demás chavales que posan con sus chupas ante el espejo por medio de esos reflejos de la inescrutable cadena de tangentes y ángulos de la noche. Y si hay algo seguro es que aunque el deseo de salir ya es enorme, ninguno, ni uno solo de ellos, se marchará hasta que termine de sonar el corte del LP que chisporrotea. Hasta que al fin se desvanece la música y en todas las casas de los suburbios al mismo tiempo permanece solo el rumor de la cola del acorde de unas canciones u otras, pero todas las mismas. Y cuando ya solo se queda ese crujido de madera rota del vinilo en el surco silencioso, miles de chavales de todas las viviendas obreras de todos los extrarradios en su mímica universal, llevan con extremada delicadeza su dedo a la aguja, la levantan y guardan el disco en su funda de papel con  cuidado exquisito. Y todas las madres gritan a coro: pero cena en casa, hombre, a ver a qué a hora vuelves mientras se golpean al unísono todas las puertas y las calles se empiezan a poblar de los cartógrafos de la ciudad que no se ve. La que se construye en las ondas reflectantes. Así que también Johnny Sánchez se guarda el manojo de llaves con un gesto ligero, oye las advertencias de su madre y al cerrar, sin querer, se le escapa un portazo de la turbación que siente y la energía que le domina. Desciende la escalera en saltos de cuatro y cinco escalones y sale a la calle. Respira el aire nocturno, mira las luces amarillas de las farolas que empiezan a encenderse, los pilotos rojos de los frenos de los coches, los cubos de basura rebosando, aquí y allá otros chavales como él adentrándose en las calles... y sabe que está en su sitio. Se lleva las manos a alguna cremallera de su chupa, saca un mechero, ahueca las palmas y busca refugio del viento en la esquina del portal. Enciende un cigarro y da esa primera aspiración profunda, honda, que hace que sus mejillas se hundan y se peguen al hueso mientras Johnny mira la brasa del tabaco ardiendo. Aplasta las manos en los bolsillos de sus vaqueros apretados, baja los hombros y con ese andar reconocible, el mismo de miles de chavales que deambulan el viernes noche pero que es único en cada uno de ellos, comienza a caminar mientras en su cabeza suena la banda sonora de la ciudad. 
La ciudad que define sus líneas por sus vacíos, la de los rayos de sol clandestinos, el sonido de los platos al poner la mesa y los televisores sonando en los ecos de la ropa tendida. La ciudad que empieza en sus descampados, en los bares de barrio, en las viejas colonias en ruinas, en los cines y billares que boquean. En los lugares que componen una cartografía de caminos misteriosos que sobrevuela a la otra ciudad visible como esas líneas sin sentido sobre un papel transparente que solo muestran su verdadero significado oculto al superponerse al plano. Así que Johnny Sánchez mira a un lado y a otro de refilón y aunque  no le teme a nada hace como si vigilase algo, algo oculto que solo sus ojos pueden escrutar. Dobla la esquina y al final de la calle está la entrada a la línea 4 del metro. Compartirá el recorrido con otros viajeros que acuden a otros destinos, y serán los mismos lugares en distintas dimensiones. Johnny tira el cigarro y enciende otro. Aún se puede fumar en los vagones y las estaciones. Expulsa el humo al aire de la noche que recibe al mismo tiempo tantos otros humos en tantas otras estaciones y se adentra en uno de los comienzos imaginarios de la senda rocker.  



Y esta es la verdadera historia de la Senda Rocker:


17.11.11

PORQUÉ NUNCA PODRÉ SER UN ESCRITOR


Jamás. Jamás podré llegar a ser un escritor. Ya no digo bueno, ni siquiera malo. Porque para mí, escribir es casi siempre la crónica de un allanamiento. Hay algo que se quiebra dentro y que abre una grieta por la que empiezan a adentrarse esas visiones que acechaban ocultas, contenidas por el acontecer rutinario. Visiones de lo animado y lo inanimado, respuestas a preguntas que de ningún modo me había formulado, revelaciones de secretos, descubrimientos de los hilos invisibles que relacionaban de una forma nunca soñada objetos con otros objetos, personas con personas. Todo conforma un nuevo cosmos que penetra en mí, dirigido con sus leyes misteriosas que yo conozco entonces de manera intuitiva e inmediata. Y ese mundo increado, que se me presenta como una aparición, como un rostro que se desvela, no es mío, sino que me ha invadido aprovechándose de la hendidura provocada por la otra realidad, la que miraba con los ojos de diario. Y lo que causa la fractura pertenece a un mundo, y lo que lo penetra, a otro. Distintos, lejanos, gobernados por fuerzas y deseos diferentes, del mismo modo en que son diferentes la hoja afilada que hiende la piel y la miríada de microorganismos que provocan la infección. Del mismo modo que son diferentes los arrecifes que tronchan el casco del navío y el océano que lo inunda. No se conocen, no conspiran, y nos hieren de modos distintos: una nos lacera y otros nos corrompen. Uno nos golpea y otro nos ahoga.

Imagino a esos seres extraños como los bárbaros a las puertas de un imperio que se resquebraja: Hannibal ad portas. Con sus idiomas que nos resultan hostiles, que suenan en nuestros oídos como gritos, como insultos, como aullidos, como una amenaza. Con sus canciones feroces, sus bailes frenéticos, sus hogueras, sus ropajes chocantes, sus pieles y sus bestias. Eran esa otra cosa incomprensible que estaba ahí afuera, a lo lejos, que llegaba de los territorios lejanos, inexplorados, fuera de los mapas, impenetrables.

Y entonces las murallas ofrecen ese ámbito para la herida. Y cuánto más profunda, hiriente y dolorosa es, más espacio deja para la llegada del mundo imaginario, que me puebla, me domina, me enseña su idioma y sus costumbres, y que yo, pobre de mí, transcribo como mejor sé, como esos primeros historiadores de la antigüedad dibujando con mis dedos manchados de arcilla en la piedra.

Tarde o temprano, termino cerrando la puerta, cubriendo la yaga, sanándome. Y el flujo de suministros que alimentaba a ese ejército de fantasmas cesa. Desde la fortaleza ya no veo los brillos del fuego en la oscuridad ni me asaltan aquellos sonidos terribles. Se abre de nuevo el espacio conocido, el jardín domado, el erial infinito. Mis ojos descansan. Los relatos, los poemas, las canciones que se terminaron en los momentos de posesión ahí se quedan, como mudos testimonios de la enfermedad. Un historial clínico. Como esas radiografías de roturas de huesos infantiles que mi padre guarda en un cajón. Y ese es su único valor: la narración del resquebrajamiento.

Y aquellos otros que se quedaron a medias…jamás se terminarán. Desaparecido el impulso que llegaba de aquellas formas misteriosas, se paralizan y se fosilizan como mosquitos en ámbar. Pueblan mi espíritu de historias inconclusas, personajes inacabados, capítulos nunca continuados, embarullándose unos con otros, despojos de las sucesivas invasiones, de diferentes vidas, de diferentes sueños, de diferentes narraciones, secuelas de tantos desgarros. A muchos de estos espectros les tomo afecto. Los recuerdo a menudo y me duele verles, deshechos inútiles, incompletos, truncados en un permanente estado de aplazamiento. Mañana vivirás, les digo, pero mañana nunca llega. Me gustaría seguir insuflándoles vida, que avanzasen hasta completar su ciclo, nacer, amar, morir, pero no puedo. Y siento, casi siempre, que curarme, cerrar la herida, conlleva una traición.  

Por eso, porque estoy vivo, porque las heridas cicatrizan y las nuevas traen otros mundos y otras fantasías, porque todas las fuerzas de mi ser adoran la vida y combaten el dolor, jamás terminaré nada, jamás dejaré una obra digna de este nombre. Seré solo un iniciador de cuentos, un creador de personajes a los que luego abandono sin destino en ese limbo inmóvil del tiempo detenido. Seré un narrador de leyendas que solo tienen principio, el trovero que repite “Érase una vez” de mil maneras distintas..una y otra vez.


Quizá algún día que no deseo que llegue, sufra una herida que no se pueda cerrar, que extienda tanto en el tiempo su exposición a la vida imaginaria como para que esta me penetre para siempre. Imagino la crónica de esa última invasión como el hundimiento del barco que embistió el arrecife. Los hombres exhaustos, impotentes ante la fuerza del océano, bajan los brazos y se conforman con su destino. El aire desaparece poco a poco, el barco desciende suavemente hacia el abismo y su último recuerdo es una burbuja que dura un instante, un pequeño remolino. En el fondo, acostado sobre el suave limo abisal, mecido por las corrientes, los jirones del velamen ondean acompañando a los sargazos en el mismo baile de muertos. Entonces, silencioso, mudo, inmóvil para siempre, me poblarán medusas y peces de colores y cerraré los ojos para que crezca en ellos el coral. Dejaré de ser lo que antes fui, una lóbrega bodega, un esqueleto de madera quejumbrosa, para convertirme en parte del hogar de los que habitan el mundo submarino. Para convertirme para siempre, en el fondo del mar, en un acuario.