27.4.09

On the road again

Hoy llueve. La lluvia es una mierda. Cantan en Youtube Willie Nelson y Sheryl Crow, “Crazy”, esa maravilla de Patsy Cline. I´m crazy for feeling so lonely, I´m crazy for feeling so blue….. I´m crazy for trying?

¿Estamos locos por intentarlo? Quizá. Hay que estar un poco majara, sí. Y como lo estamos, el 26 de junio, acompañados por María Rodés que se atreve a girar con nosotros, volvemos al escenario, Larry, Josemi, yo y quien sabe si alguna otra sorpresa al lugar donde más se nos quiere, al Pub Gatos de Melide, a iniciar algo nuevo que por ahora no tiene ni nombre, pero que ya tiene sentimientos y canciones. Ahora es Willie Nelson en solitario el que dice: “A la carretera de nuevo, no podía esperar más, porque la vida que amo es hacer música junto a mis amigos, conociendo lugares que nunca hubiese conocido, viendo cosas que no hubiese podido ver, como una banda de gitanos descendiendo la autopista. Ya no podía esperar más, regreso a la carretera. Somos los mejores amigos. Insistimos en que el mundo gire a nuestro modo. Y nuestro modo, es estar de nuevo en la carretera. Porque la vida que amo es hacer música junto a mis amigos.”

¿Estamos locos por sentir? ¿Estamos locos por llorar? ¿Estamos locos por querer? ¿Estamos locos por intentarlo? Pues nos la pela.  

26.4.09

Reencarnación

Ella tenía una mirada que daba vida a las cosas, que infundía alma a lo existente. A las fachadas, los portales de las calles de las afueras, a los escorzos de los árboles ancianos, a los canalones y su morfología de armaduras medievales. A la invasión de la herrumbre en las bisagras, a los llamadores de los portones de madera con su acero forjado, sus tornillos enormes y sus tallas ajadas. A los desconchados de la cal y la pintura, los letreros desvaídos de oficios perdidos en los viejos barrios resistentes a la quiebra, toneleros, corcheros, talladores de santos, un sastre camisero. Todos los hitos del paisaje urbano que en mis ojos no eran más que una sucesión de objetos sin vida y ceniza del tiempo se llenaban de aliento, querían hablar cuando ella los interrogaba con sus ojos curiosos. Las piedras nos relataban historias inventadas, las gárgolas de los tejados crónicas de lejanos pobladores, las cosas, todas ellas, ansiaban por explicarse, por exhibirse, yo viví, yo respiré, yo existí parecían decir, y se agolpaban ante nosotros en nuestro paseo cogidos de la mano, queriendo contar su historia. El mundo todo se nos revelaba en su inmemorial fábula infinita y las hojas caídas que flotaban en el viento e invadían las aceras desde el parque eran antiguos legajos, depositarios de secretos ignotos, planeando su alfabeto ignorado en el otoño. Y así era cada día.

No había más que mirar sus ojos para entender por qué. Tras la pupila, tras las pequeñas venas que atravesaban su cornea, más profundo que su iris, bullía el universo entero, las estrellas como diapasones del espacio infinito, las nebulosas en su disolución de acuarela, las supernovas restallando, la vida naciente en otros planetas desperezándose, las primeras burbujas en los mares, los primeros nidos, los brotes de plantas microscópicas. El cosmos en su enormidad infinita aparecía y desaparecía en los instantes en que cerraba los párpados y cada cuerpo celeste, cada órbita, cada trayectoria, hasta el más pequeño aerolito helado, cada corpúsculo de las colas de los cometas, danzaba en la red acuosa de su cristalino, que tejía y destejía los tirantes invisibles de la gravedad y trazaba las líneas eternas de la partitura del firmamento.

Y supe entonces que mi amor sería como ella, infinito, demasiado formidable para extinguirse en una sola vida que juzgué un lapso ridículo, trivial, un recipiente mezquino para aquel estallido de sentimiento indomable y sin mesura. Le dije que estaría con ella a lo largo del tiempo perpetuo, que mirase y me buscase, porque en todas las eras y en cualquier forma, yo llegaría. Yo llegaría. Y preparé mis sucesivas reencarnaciones, para nunca perder la conciencia de mi amor.

Por si fuese pez, recluté millares de peces vagabundos que recorrían la ruta 66 de las corrientes submarinas a lo largo de todo el océano, viajando sobre la corriente de Humboldt a las de las Aleutianas, de la del Labrador a la del Trasser y Princess. Y en cada pausa, en los cafés del atolón y las estaciones de servicio olvidadas de los abismos, se paraban a contar historias en las hogueras a otros peces vagabundos, en los vagones de mercancías a las medusas, en las comisarías y en los moteles para peces solitarios del arrecife, y todas las historias terminaban siempre diciendo “no olvides amarla”. Cada golpe de péndulo de los sargazos decía “no olvides amarla” en la mímica acuática, y las mismas palabras envolví en las pompas del magma que surgen cada cien años desde las grietas de las placas continentales, como si fueran globos rojos de helio perdidos de la mano de un niño en la feria. Estallaban en los mares helados y la lava al volver lentamente al fondo reescribía las simas y las fosas y decía: “No olvides amarla”. “No olvides amarla” esculpieron las langostas en los corales de colores, y transmitía el sónar de los delfines y las ballenas. Y en cada una de los millones de burbujas de todos los mares escondí mi voz suspirando para que cuando se deshiciesen extenuadas en la frontera del aire y del mar, no musitasen "blub" si no, "no olvides amarla"

“No olvides amarla” decían las líneas de las isobaras, por si fuese pájaro, “no olvides amarla” conformaban las nubes, “no olvides amarla” se expandían las letras de su nombre en el código del micelio y las raíces del mundo subterráneo. “No olvides amarla” pinté en cuevas, en las madrigueras de los pequeños roedores, en las planicies del ártico. Escribí nuevas melodías a los pájaros cantores y cada trino entonaba “No olvides amarla”. “No olvides amarla” enseñé a decir a las libélulas en su vuelo Morse, a las abejas que tallaron estatuas de cera con su efigie en las colmenas. A las hormigas, que cambiaron sus senderos para mostrar su rostro a las aves. Las termitas tallaron cada árbol, cada madera, cada puerta, en lenguaje Braille para que incluso si renaciese ciego, más ciego aún que hoy, pudiese leer con mis manos desnudas: “No olvides amarla”. E inoculé la frase en el mapa genético de las bacterias procariotas, la dibujé en las montañas, la tallé en los hielos, y las flechas de los ánades que se cruzaban en las migraciones se saludaban graznando: “no olvides amarla”.

Reordené las estrellas para que iluminasen su nombre, las constelaciones mudaron para rehacerse en su imagen, enseñé al sol a proyectar en sus llamaradas “No olvides amarla”. En los cráteres de la luna, en el polvo espacial, en el manto negro de la noche astral, reprogramé los eclipses para la fecha de su nacimiento. En la oscuridad absoluta del cosmos una sola estrella blanca emitía: “No olvides amarla”.

Regué cada una de las plantas de la tierra con una de mis lágrimas al perderla, las flores me escucharon, los tallos se combaron evocándola, el reino vegetal realizó la fotosíntesis al imaginarla y las moléculas de oxígeno que lanzaban a la atmósfera tenían una nueva configuración química con la letra de su nombre. La savia que surcaba los vasos y los nervios de las hojas llevaba la memoria líquida del roce de su labio en el mío y el viento que ondulaba los prados verdes en invierno, le susurraba a cada brote con su voz incansable: “No olvides amarla”.

Y por si regresase como hombre, me obligué a crear libros y melodías inmortales, obras como ningún otro hubiese soñado, escribí cuentos para niños, poemas y canciones, deseé ser capaz de poder concebir palabras, objetos, emociones que conmoviesen durante siglos a otros hombres, a otros niños, en todas las épocas, en todos los lugares, mientras la humanidad siguiese respirando y latiendo. Pero que allá donde estuviese, inmóvil al tiempo, en cualquier idioma, cuando naciese una y otra vez, en las vidas infinitas de mi amor infinito, que para mí solo dijeran, sólo me recordaran: “no olvides amarla, no olvides amarla, no olvides amarla”.

23.4.09

Soldaditos

Creo que les debía este homenaje a mis soldaditos.





Tras el primer desastre no se concebía el dolor. Me inventé un ejército aniquilado, perdido en la nieve, exánime. Un ejército que vagaba como una función de espectros en una árida tierra arrasada. Los recordaba antes. Tenían nombres y apellidos, familias. Habían cruzado triunfantes las estepas, habían hollado con las cadenas de sus máquinas los maizales infinitos bajo el sol del verano. Avanzaron sin freno, brillaban, para convertirse al fin en un despojo. Y en ese silencio inhumano, nos planteamos la justicia del dolor, la justicia de la derrota, e imaginamos en el pasado a otros que lloraron, a otros que rogaron, quizá con más merecimientos que nosotros, a otros que rezaron a ese Dios sordo que nos abandonó a todos. Buscábamos señales en la tierra y en el cielo, leíamos esperanzas en lo que creíamos un universo lleno de signos que debíamos desentrañar. Mis soldaditos derrotados de un modo absoluto, brutal, miraron hacia arriba, buscaron alguna certidumbre en ese campo devastado donde habitábamos ahora. Sin consuelos, sin alientos, sin más horizonte que las lágrimas, tan cotidianas, tan constantes, y quizá solo con una certeza: que no había justicia, que no había Dios, que estábamos solos. Destruidos, nos imaginamos un ejército cercado por enemigos innumerables, por el desamor y la soledad, por la angustia, por la ruina, por la enfermedad, que en su recordatorio persistente era el heraldo de un sin fin de catástrofes futuras. Rodeados, con las esperanzas muriendo a millares cada día, solo pudimos permanecer así, durante meses, intentando no perder ningún hombre más, intentando que no hubiese más muertos, no estar aún más desamparados. Pasamos el invierno, la primavera, el principio del otoño solos, los soldaditos y yo, y cada día que transcurrió sin extinguirnos era un día más, y cada día que le robamos a la muerte fue un día más, y cada día que lo soportamos, que nos abrazamos los unos a los otros, cada día que nos escuchamos llorar en las noches heladas, fue un día más.
En guerra cada día, cada hora, todos los días, todas las horas. Sin apenas instantes de evasión de uno mismo. Nos aniquilaban y recuperábamos nuestras posiciones. Había que soñar, había que creer. Nos derrotaban y nos levantábamos. Volvíamos a llorar, cada día, cada hora, todos los días, todas las horas, pero nos rearmábamos de nuevo. Cuando era niño tenía en la playa un juego favorito. Me arrodillaba allí donde rompen las olas en la orilla, extendía las manos y llevaba el pecho al frente para que estallasen encima sin moverme ni un milímetro. Y cuando me arrastraba la ola en su torbellino, me levantaba medio mareado, borracho de espuma, riendo, riendo, riendo y volvía de nuevo a mi posición. Llegaban los refuerzos. Yo llamaba a mis soldaditos, y los veía venir levantando el polvo al marchar en la línea del horizonte. Eran nuevos reclutas, no viejos veteranos desgastados, podridos en su desconfianza y deseando solo salvar el pellejo. Dios mío, ¡estos llegaban cantando!. Les oía cantar y temblaba al escuchar la música en aquella hecatombe. Cómo es posible. Pero sí, cantaban y también reían. Estos se abrazarían cuando hiciera frío, estos se apoyarían en el desconsuelo, estos creerían en la victoria, como niños, con una ingenuidad nueva. Me desesperaban, había que repetirles las órdenes cien veces. Perdone señor, me entretuve oyendo el canto de un pájaro. Perdone señor, me abstraje escuchando el rumor del arroyo. Ah, que ganas tenían de ilusionarse y vivir, de abrazar el mundo como yo abrazaba esa ola cuando llegaba. ¿Qué podía hacer con ellos? ¿Devolverlos a sus casas? ¿Decirles que ya no quedaba nada por qué luchar? ¿Qué todo había terminado? Me miraban, a veces tenían también miedo y yo estaba tan herido...... Pero sabía lo que tenía que decirles, que no hemos venido aquí a sobrevivir sino a vivir. Que no hemos venido a reproducir, si no a inventar. Que la vida es para soñarla, para conquistarla, no para recoger las migajas que nos ofrece la realidad para sobornarnos. Que no pasaremos a engrosar las filas de esos hombrecillos soñolientos que deambulan sobre líneas marcadas en el suelo, en la factoría de los rostros grises. Alguno se empieza a emocionar, ah, mis soldaditos, cuanto les amo. Soy su padre, su héroe, soy su Coronel. Que hemos venido a fundar imperios, a bautizar constelaciones, a construir máquinas imposibles. Que no estamos aquí para decir amén a lo real si no para ensanchar la facultad de lo posible.
Pasábamos los días sufriendo bajas espantosas. Cualquier otro ejército se habría disuelto, retirado. Mis soldaditos no. Cuanto les debo. Mis soldaditos seguían. Los pocos que aún respiraban, los que aún no estaban destrozados en pedazos creían que podíamos ganar, creían que es hermoso creer, creían que la guerra era su razón de existir, la guerra por el infinito, la guerra por hacer posible lo imposible.
Dejaba tras de mí cúmulos de cadáveres, gusanos blancos, el lodo insaciable y entraba en la enfermería de campaña a ver a mis soldaditos enfermos. Allí estaban, mutilados, con heridas monstruosas, delirando. Los soldaditos que me hacían soñar, que resistían por mí, que me alimentaban, que coloreaban mis ojos. Me veo entonces y les seco el sudor de su agonía, les cojo su mano helada en lo que será su último contacto humano. Les digo, no se preocupe muchacho, todo saldrá bien, todo saldrá bien. Y algunos me hablan entre estertores, musitando, desgranando cada palabra rugosa con enorme esfuerzo como si tuvieran que pulirla antes en la lengua: “ganaremos, señor”, “siga soñando por nosotros, señor, siga viviendo por nosotros, señor, siga inventando, siga queriendo, siga creyendo en el amor, señor”. Cómo traicionarles. A ellos que habían dejado su vida defendiendo algo hermoso, limpio, lleno de bondad y fantasía. Cómo iba a traicionarles. Me decía: No hay rendición. La derrota es aceptar el chantaje del dolor. Me susurraba maliciosamente, me tentaba: “si tú cedes, yo cedo, duérmete en mi manto sombrío, prueba de mi bálsamo, solo tienes que dejar de pedir y todo será suave y sosegado”. Y entretanto, yo seguía siendo pequeño, y ahí viene otra ola. Abrimos las manos, cerramos los ojos, hincamos las rodillas en el hueco de la arena. La espuma nos barrerá la cara, qué delicia. Nos ha hecho daño, nos hemos arañado el rostro con las pequeñas partículas de coral, de conchas, de roca pulida. Bueno, la próxima nos refrescará, saciará la sed de azul de nuestra piel insaciable. No me moveré. Me da igual que me arrastre. Volveré a mi posición. No, no hay rendición. “Señor, cuando esto acabe, invente un acertijo por mí, forje un instrumento inútil, de usos misteriosos, hágalo por mí”. Me miraban y yo les gritaba desde aquella colina de deshechos y cenizas: No cambiamos un sueño por nada. Estamos dispuestos a cambiarlo por otro que llegue como esa ola y lo barra, por otro mayor e incontenible, por otro más hermoso, pero ¿por nada? No somos unos cobardes. Pero en realidad, no tenía que arengar a mis soldaditos. Cantaban por la noche. A veces se producían breves silencios de tristeza de plomo en los que reaparecían los recuerdos de sus compañeros muertos, pero alguien volvía a entonar una nueva canción. Quizá sonaba un acordeón, en la noche fría, tan oscura, o quizá una armónica. Bromeaban en el rancho, escribían preciosas cartas de melancolía a sus familias y me las daban para que les corrigiese las faltas de ortografía. Decían: “mamá, estoy bien, querida esposa, estoy bien, esto aquí por ti, para crear un mundo mejor para ti, para que nuestros niños puedan jugar con juguetes que surjan de las manos solo con soñarlos, para que los lingüistas investiguen el alfabeto de los besos, la gramática de la posición de los labios en los suspiros, para que los geómetras estudien la morfología de las manos enlazadas. Por eso estoy aquí, mi amor, por vosotros, para que no nos devore la nada, para que no nos engulla la resignación. Estoy aquí para defender a los seres imaginarios de los mundos imaginarios, estoy aquí para creer, estoy aquí para creer, estoy aquí para creer.”
Me enternezco cada vez que recuerdo a mis soldaditos. Valían y valen mucho más que yo. Me encerraba en aquella tienda, con mis mapas, donde tantas lágrimas había vertido y quizá me hundía en el dolor sin fin durante unos instantes. Pero les oía llamarme, me añoraban. Preguntaban por su Coronel. Por mí. Lo darían todo por mí. Salía de nuevo a aquel campo de batalla eterno, a aquella guerra que luchábamos aún para perder y nos daba igual y sabía que no hay rendición. Jamás. No hay rendición. Jamás. No hay rendición. Jamás. No hay rendición.

18.4.09

Héroes

No se ama a los héroes, nos dan miedo. Quizá se les pueda envidiar a veces, pero es difícil amarles. El héroe es aquel que se mantiene entero cuando los demás se descomponen, es la personificación de la unidad en un mundo que está en constante escisión. El héroe es íntegro, y la palabra significa recto, pero también indiviso, completo. Cuando todo se desintegra, el héroe permanece intacto. En lo incierto es lo único incuestionable. Cuando se abre la sima de la catástrofe, del accidente -que no es más que un suceso que altera el orden normal y regular de las cosas- el héroe es el único nexo con lo inalterado, con la unidad en un mundo que se disgrega. Los seres humanos vivimos en la angustia, tenemos una tendencia innata a perdernos, al no ser. Cuanto mayor es nuestro umbral de conocimiento, cuanto mayor el espacio de referencia de nuestra razón, nuestra autoconciencia, nuestro espacio autoconstructivo, mayor es la profundidad del abismo, mayor el vértigo. Cuanto menor es el grado de nuestras simplificaciones, cuanto menor es el área que tenemos regulada (o sea, predefinida), mayor es la probabilidad de ahogo. Pero también mayor es nuestra libertad. Aumentar nuestro marco de posibilidades quizá sea ensanchar la visión de un mundo pavoroso pero también es ser nosotros, únicos, perfilados. Nos perdemos, para poder encontrarnos.
El miedo al extravío hace que el ser humano cerque el ámbito de su visión con leyes, escritas y no escritas, costumbres, modos de vida, religiones y mandatos variados. Nos dotamos de un conocimiento heterónomo, ajeno, que proviene de fuera de nosotros mismos, para reducir nuestro espacio de libertad/angustia. En nuestra ventana querríamos un paisaje conocido. En la dicotomía clásica del western “jardín-desierto”, preferimos acostumbrar la mirada a nuestro verde patio vallado por nuestro saber cotidiano de la vida, aprendido y nunca puesto en duda, que observar el desierto vasto y abierto de lo que debe ser construido a partir de la propia creación, de lo infinito en mutación constante, del conocimiento autónomo de las cosas, interno, propio. Saber esas cosas, sentirlas, vivirlas, no porque otros nos las hayan dicho, no porque las demos por hechas, si no porque de algún modo, ejerciendo nuestra libertad, entendida en su sentido más estricto y esencial, hayamos llegado a ellas. La búsqueda de esa conciencia autónoma es solitaria, atormentada e incomprendida y no es un camino que cualquiera desee transitar.
La moral despierta el héroe en mí, decía Kant, y yo, al menos, conozco a algunos héroes, a algunas heroínas. A algunas personas que han decidido, en su radical soledad, cual es el deber, cuales son sus principios, cómo ser íntegras. Y como les conozco, sé lo mal que se vive así, sé el odio que a veces despierta esa insobornabilidad de valores, sé como florece a su alrededor el deseo de verlos caídos, disgregados, desunidos de sí, sé como otros suspiran porque duden, porque se traicionen a si mismos, porque se corrompan, sé como los demás interpretan esa firmeza moral como una agresión, como una reconvención muda a su relativismo de conveniencia y sé que en muchos casos terminan viviendo su existencia diaria en la misma absoluta, radical y esencial soledad que necesitaron para construirse. Y aún a veces todavía se culpan por insociables, por sociópatas, sintiéndose incapaces de ser queridos -tengo algo que no gusta, hay algo en mí que me aleja de los demás, por qué no tengo más amigas, por qué no se me quiere-, cuando en realidad solo intentan limpiamente ser no comprables. Ni siquiera ante el castigo de la soledad se corrompen, ni siquiera en ese destierro de los otros se corrompen. Saben en la piel que los principios lo son precisamente por eso, porque están antes. Sin límites ni subordinaciones. Y no son un medio. Ni siquiera un medio para la felicidad. Los principios son porque sí, porque son. Desde aquí, si alguno o alguna me está leyendo, deciros que no está claro que el héroe alcance la victoria. El héroe es el que se sostiene, el que combate, pero no necesariamente el que vence. Y eso es porque no hace cualquier cosa por sobrevivir. El que lo hace todo, lo que sea, por sobrevivir, tiene otro nombre, y no es el de héroe. Repta. Sin embargo, aún despojado de victoria, solo el héroe pelea por la autocreación honrada de su identidad y es capaz de conservar, hasta el final, en el éxito o en el fracaso, la dignidad de la grandeza humana.

Pero para habitar en esa moral autónoma, edificada desde un si mismo incondicional, una moral que no recoge beneficios ni dividendos más allá de su propia existencia a veces hay que mirar al abismo. Y cuando miramos el abismo, a menudo el abismo nos devuelve su mirada.
En el abismo filosófico y moral que es “Watchmen”, la obra maestra de Alan Moore y Dave Gibbons, me siento empequeñecido ante las hondas ramificaciones de ese texto inmenso y me acerco a él con la clara conciencia de mi insignificancia intelectual, de la futilidad de mis palabras y de mi incapacidad para recorrer incluso insustancialmente alguno de los universos de reflexión que crea. Pero en uno de ellos, encontramos de nuevo al héroe trágico. A ese personaje tan extraordinario y conmovedor que es Rorschach, ese ser condenado a la autodestrucción precisamente por su propia incorruptibilidad. “A quien sufre lo extremo le conviene lo extremo” dice Hölderlin, y en Rorschach se hace evidente desde las primeras líneas el enorme grado de dolor que padece.
Según Joaquín A. F. en su fantástico estudio sobre Watchmen y los superhéroes al que luego enviaré un link, la máscara de Rorschach, es el abismo, indefinido, espantoso, al que se asoma su psiquiatra pagando el precio de la pérdida de su inocencia para siempre. Para mí, la máscara de Rorschach, lo que él llama su cara, es también otra cosa, la exhibición externa de su rigorismo ético, donde no hay tonos intermedios, ni grises, ni colores. Solo el blanco, y el negro, en un tejido especial en el que se mueven, varían de posición, pero jamás se mezclan ni se diluyen el uno y el otro. Cuando Walter Kovacs descubre las circunstancias del monstruoso asesinato de una niña y se convierte en Rorschach para siempre, adquiere la conciencia absoluta de que el crimen no es inhumano, si no, al contrario, tremendamente humano. Que el mal en la tierra lo causamos los hombres, ningún dios, ninguna fatalidad, ninguna fuerza externa. Que estamos en este mundo sin motivo. Pero mejor que hable él: “Vivimos nuestras vidas, puesto que no tenemos nada mejor que hacer. Más adelante ya les buscaremos un sentido. Venimos de la nada: tenemos hijos, que se encuentran atados a este infierno al igual que nosotros, y volvemos a la nada. No hay nada más. La existencia es algo fortuito. No hay ningún patrón salvo el que imaginamos cuando nos quedamos mirando fijamente durante mucho tiempo. No tiene ningún sentido, salvo el que elegimos imponer. Este mundo que va a la deriva no está moldeado por vagas fuerzas metafísicas. No es dios el que mata a los niños. Ni es el destino el que los despedaza, ni es la casualidad la que se los da de comer a los perros. Somos nosotros. Solo nosotros……Entonces renací libre de garabatear mi propio diseño sobre el lienzo blanco en cuestiones morales que es este mundo. Era Rorschach”. La tinta sobre el lienzo, negro sobre blanco. Ante la visión de un mundo así, Rorschach se acoge a un rigorismo extremo en el que hay no hay casuística ni condicionantes: “existe el bien, y existe el mal. Y el mal ha de ser castigado. Incluso ante el mismísimo Apocalipsis seguiré actuando igual”. Lo mundano no condiciona la moral. En el instante antes de la destrucción del planeta, la ley debe ser cumplida, el criminal debe ser sancionado.

La desintegración por excelencia es el dolor. El instante de disgregación máxima de nuestro propio ser aparece con el primer soplo del dolor. El dolor nos descompone, nos destroza, nos destruye, nos desbarata, decimos que estamos “rotos”, “desgarrados”, “hechos añicos”, “destrozados”,….son todos sinónimos de lo que en realidad hace: nos convierte en trozos, nos divide. En el mundo de Rorschach, no hay ningún ámbito que genere vínculos, adhesiones, fusión, unidad, solo el sufrimiento que brota de la nada dispersa y sin sentido. Cada uno de los superhéroes tiene un acercamiento distinto a esta realidad. “El Comediante”, que también ha mirado de frente al abismo opta por un hedonismo amoral radical, Ozymandias, cree en la utopía de la perfectibilidad humana, el Dr. Manhattan atisba la vida con una mirada geológica, como flujo energético en el que los accidentes individuales y temporales carecen de importancia, pero Rorschach, para justificar su existencia solo puede aferrarse a lo único cierto en ese caos, que es la ley, y todavía aún por encima de la ley y su implacable exigencia, a su verdadera ética, de blancos y negros, que como su cara, no tiene contornos fijos, es indefinida, se escribe al ejecutarse, negro sobre blanco, tinta nueva en papel. Por eso, la norma, cuando va contra él, puede ser de algún modo no respetada, y no por cinismo o hipocresía si no porque Rorschach no se hace ninguna ilusión de que esté enraizada en algún tipo de ideología acerca del bien, ni de que exista ley natural alguna, si no que sabe que se trata de disposiciones arbitrarias, alterables, que sirven únicamente para desde un modo hobbesiano, contener a la fiera salvaje que habita en nosotros. En ese rigorismo exacerbado de lo normativo como única frontera que nos separa de la barbarie generalizada, de la Bellum erga omnes (guerra contra todos), no hay atenuantes ni agravantes. La norma debe ser cumplida en su fría inhumanidad. Y así, el castigo rorschachiano desciende de un modo ciego sobre los infractores, incluso cuando se trata de animales, a los que se ejecuta de igual modo que a los hombres, porque lo que se pena no es la voluntad del mal, si no el mal en sí, en su concepción abstracta. Y lo que se busca tampoco es “la justicia”, búsqueda infructuosa pues no existe, si no el “deseo de justicia”. La ética es voluntad, aspiración. Desde ese punto de vista es el bien casi el que se construye en su contrario, siendo el bien, la ausencia de mal. “Lo bueno” no puede ser pensado, no tiene existencia, no es visible, salvo en un territorio mítico de su infancia, el padre al que no conoció, el presidente al que éste votaba y del que desconoce casi todo, apenas nombres...sin perfil, sin rostro. Pero fuera de esta banalización infantil, no tiene presencia en positivo: el bien es la ausencia de barbarie, es el deseo, imposible, de refrenar el mal.

Esa especie de maniqueísmo totalitario, lleva en sí su imposibilidad de existencia. La enternecedora transformación del ser humano Kovacs, en Rorschach conduce a su propia extinción. Citando el análisis de Argullol sobre Keats: “Es un superhombre que proclama, en si mismo, la imposibilidad de los superhombres”. Las mismas ropas de Rorschach muestran externamente su transformación interna en lo externo, volviéndose cada vez más descuidado, más austero, sucio, más frugalmente alejado de lo humano, apenas comiendo latas que ni se molesta en calentar, con una ropa cada vez más maloliente, “vestido pobremente, orgulloso de sus arrolladores poderes” (W. Stevens) y solo permitiéndose un único antojo, que desvela de algún modo el niño herido que late en su interior: devorar terrones de azúcar. Al fin, cuando la ética de Rorschach se enfrenta con un dilema moral cuya complejidad sobrehumana muestra la insuficiencia de su visión dicotómica, Rorschach es incapaz de traicionarse, dejar de ser él, “Incluso ante el mismísimo Apocalipsis seguiré actuando igual”, pero el hombre, Walter Kóvacs, el escindido, el resquebrajado, el fraccionado en su tormento, en su herida abierta, en su desolación aterradora, decide que ya es hora de volver al Uno, de superar el dolor inagotado, y precisamente, en la última descomposición, transformarse de algún modo, fusionarse cósmicamente en ese mundo que no supo ver con los ojos que merecía. En ese mundo que también ofrecía el amor, la única fuerza hacia la unidad, que compone, que restaura, que reúne, y que él en su triste experiencia vital solo concibió como un fenómeno falsificado y sucio y que cuando muestra su belleza limitadamente humana, cuando lleva a la verdadera victoria a los dos únicos superhéroes que realmente triufan, le resulta incognoscible y asiste a él como espectador distante, mirando algo que se expresa en un lenguaje extraño. Que ni puede ni nunca podrá comprender.
Rorschach, el héroe trágico equivocado, recupera al fin su rostro, el rostro, que según Levinas es “esa extraña autoridad desarmada” que en su “pobreza esencial”, en su “desnudez decente”, es quien nos hace apiadarnos del desvalimiento del ser humano y protegerle. “El No matarás es la primera palabra del rostro”. Yo si amo a los héroes. Creo que incluso sólo podría amar a los héroes, iluminándonos como faros desvalidos, quizá ya sin farero, huérfanos y envejecidos por los asaltos del agua y las gaviotas, olvidados de los mapas en sus farallones abruptos, inmóviles ante el viento salvaje y “aún en el Apocalipsis”, aún en el Finis Terrae, haciendo girar una y otra vez su haz insobornable para que yo, siempre navío perdido, sepa donde está la tierra y el mundo, el hogar y el fin del abismo. Amo sobre todo a los héroes con rostro, aquellos que encontraron el único camino posible para la recomposición de la fractura, para la superación de la escisión, de la rotura, del desgarro, que es el camino del amor. Le dice Hyperion a Diotima: “Ya te lo he dicho una vez: ya no necesito ni a los dioses ni a los hombres. Sé que el cielo, despoblado, y la tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, se ha vuelto casi como un hormiguero. Pero aún hay un lugar donde el antiguo cielo y la tierra antigua me sonríen: en ti olvido a todos los dioses del cielo y a todos los hombres divinos de la tierra”. O como dice la poetisa infrarrealista Mara Larrosa: “Todas las mañanas podíamos besarnos y por eso empezar a tener fe en la tierra…. Él era como los hombres que parten a las junglas en busca de la Rafflesia, que no mueren hasta oler su pestilencia y creer en sus inmensos pétalos escarlata. Entonces nacía mi amor a la vida y el misterio de sentir mis ojos de mujer y reconocerlos semejantes a TODOS los ojos de las mujeres y los hombres”.




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13.4.09

Viva la república (14 de abril)

No pude encontrar una bandera para colgarla de mi ventana a la calle, así que la cuelgo en esta, mi otra ventana. Me sigue pareciendo insufrible pensar como tantísima gente un día como hoy todavía habla de "los dos bandos", manteniendo una especie de equidistancia moral supuestamente construida en valores, con frases como “los dos bandos cometieron excesos” que tanto me encabrona.
Evidentemente, una vez que un levantamiento militar armado de corte fascista, que instauró un gobierno autócrata y dictatorial con aires feudales, ferozmente opresivo y violento, fanático y cerril, lo colocamos en el mismo plano ético que un gobierno democrático (no fue elegido por sufragio universal, pero permitiría cinco meses después que se aprobase por fin el voto femenino) todo está permitido. Cabe cualquier comparación. Incluso en positivo, por qué no. “Con el franquismo ganamos más títulos de la copa de europa”, “con el franquismo se construyeron más viviendas sociales”, “con el franquismo no se vivía tan mal”.
A veces, hasta el discurso tiene un tono ridículamente progresista, de posicionamiento moralizante: “yo no puedo estar de acuerdo con lo que hicieron mal ni unos ni otros”, como si hubiese dos bandos, como si no fuesen ofensores y ofendidos, verdugos y víctimas. Como si mañana alguien se defendiese de una violación arañando y otro dijese moviendo la cabeza como un catequista que nos reprende: “yo no puedo estar de acuerdo con ninguna agresión física sea de quien sea”. Oh, qué paz moral, qué justicia tan elevada.
Que todavía haya que decir en voz alta estas verdades de Perogrullo da a veces un poco de miedo: hace sospechar que quizá los cimientos ideológicos de nuestra sociedad democrática no son los sólidos que desearíamos. Y no hace falta ser ningún talento sobrenatural en argumentación lógica para comprender que quien así razona, “los otros también hicieron de las suyas”, parte en su conciencia de una igualdad radical de base entre ambas formas de gobierno. Ante sus ojos de juez intachable se ponen en pie demócratas y golpistas, y a ambos reconviene suavemente: “aquí no estuviste bien”, “esto pudo ser mejor”, “para la próxima vez, no mates tanto”. Los escrupulosos guardianes de la rectitud, los cabales y ecuánimes historiadores, qué honradez, qué equidad, se afanan por hacer visibles los “crímenes” de la democracia. Hay casi una secreta complacencia en encontrarlos, una búsqueda impulsiva. Cada homicidio fuera de la ley, cada corrupción, cada fracaso es mostrado, desde la atalaya del bien, con una estudiada puesta en escena en la que se mezcla un fingido desánimo con un aún más impostado deseo de justicia.
Conozco desgraciadamente a varios tipejos que constantemente repiten frases del tipo “son todos unos corruptos, ¿voy a ser yo el único imbécil que no chupe?”, etc, etc, en un discurso insistente y perseverante que trata de extender la sombra y la sospecha del mal en todo lo vivo precisamente para justificar su deshonestidad como vivos. A los pérfidos les interesa habitar en la perfidia. No, amigo, eres tú el corrupto, eres tú el ladrón, eres tú el miserable, eres tú el ruín. Ninguna ley moral te ampara, ningún “espíritu de los tiempos” te absuelve.
Yo, desde luego, no creo en el relativismo moral. No creo que haya “que juzgar igual a unos y a otros”. Porque eso supone al cabo establecer una igualdad filosófica de base entre el bien y el mal, entre el deseo de justicia y la codicia, entre los que defienden valores y los que carecen de escrúpulos. Entre los asesinos y sus víctimas.

Tal día como hoy, rendimos tributo a aquellos hombres y mujeres que se dejaron la vida, con sus errores, con sus faltas, pero también con su honesto deseo de verdad y justicia para que todos fuésemos mejores, pudiésemos vivir mejor, comprender más, mirar más lejos, ser más humanos. Como seres humanos, inestables, imperfectos, limitados, seres libres con anhelo de infinito.



Nota: Fotografía del monumento a las Brigadas Internacionales en Morata de Tajuña

6.4.09

La chica del peaje

Como la vida sigue, mi hermano ha compuesto una melodía de guitarra realmente preciosa, y yo quiero escribir una canción que se llame La chica del peaje. Era una idea antigua y recuerdo exactamente el día en que se me ocurrió, hace unos tres años. Ayer un comentario de B. me hizo recordarla y he tomado estas notas. Es como el germen de la letra, para la gente que pregunta "¿cómo haces una canción?". Pues así, más o menos. Igual es un experimento divertido ver qué acaba saliendo. Cuando la termine, también la cuelgo y podemos comparar y ver el proceso mental, a qué le das más importancia y a qué menos, qué has tenido que sacrificar, qué no has podido, qué otras ideas han nacido....siempre sorprende eso un poco.


La chica del peaje


Me gustaría tanto que ella supiese cómo me siento, cuando conduzco entre las balas del trigo cortado en la meseta ocre. Cuando observo los enormes brazos rodantes de los sistemas de regadío, los oteros pardos en el mar amarillo. Me gustaría tanto que ella supiese cómo me siento, algunos días de invierno, en los que temo que se cierre el puerto, cuando veo como derraman la sal y voy al paso de los quitanieves que arrojan a la cuneta la nieve y el barro. Cómo me siento cuando paro en la estación de servicio y saludo a otros compañeros que también toman café caliente, hojean la prensa deportiva, miran la presión de las ruedas, o piden el plato del día. Me gustaría que ella supiese cómo me siento cuando veo accidentes en la carretera, los muertos, los cuerpos tapados con el aluminio de naranja brillante, las luces, los rostros curiosos, alguien que llora, zapatos en el asfalto. Me gustaría que ella supiese, que me imaginase cuando conduzco de noche, me pican los ojos, estoy cansado, y a lo lejos, en el horizonte se adivinan las luces de un pueblo pequeño. Y está todo cerrado, quizá un perro ladra, las máquinas de labranza inmóviles en el páramo, y me pregunto el por qué de su nombre, Solanilla de la Sobarriba, Luelmo de Sayago, Vegaquemada, Arcos de Jalón.

Me gustaría tener otro coche que ella pudiese admirar y no mi furgoneta de reparto. A veces la encero, y quizá yo crea que tiene como un brillo distinto, que la hace única, las ruedas nuevas, la matrícula sin mosquitos, pero no dejo de saber que para ella será otra furgoneta, como miles de furgonetas. Y llevar otra carga, para poder abrir los portones como quien abre la caja de un mago y sacar ramos de flores de papel de terciopelo, globos de elefantes o peceras con peces tropicales. Incluso fruta, y un día poder ofrecerle un único melocotón, dorado y suave, en su momento exacto de madurez, y poder decirle: “toma, tengo muchos”, como si fuesen míos, como si fuera el rey de los melocotoneros y los frutales se perdiesen en un territorio enorme, mi reino, donde yo veo anochecer el sol rojo, y amanecer el sol rojo, y elijo para ella, únicamente para ella, el mejor melocotón de los millones que me pertenecen, el único, el más sabroso, le seco las gotas de rocío y lo guardo en un paño... y ella creyese esa ficción y no me contestase “no, lo has robado del remolque, no te pertenece” y yo me quedase mudo y estúpido con mi melocotón en la mano, pero nunca ocurriría así, si no que lo cogería con timidez y diría, “gracias” aunque luego lo escudriñase y quizá lo tirara a la papelera desconfiada. Y nada más. Con eso me conformaría pero no sucederá porque solo suelo transportar tablas de contrachapado o muebles baratos de montar uno mismo, que tantas veces se astillan, que se rompen solos, inútiles, efímeros, que cuando descargo dejan la furgoneta vacía llena de astillas, virutas y gusanitos de poliestireno.

Me gustaría que ella supiese cómo me siento, cuando regreso a casa, solo, tras todas las horas y los kilómetros que he dejado atrás, imaginando que será su turno y no está ella, si no otra persona y llego al barrio, aparco la furgoneta y preparo algo de cenar en el microondas. Me gustaría que supiese cómo me siento cuando la distingo en los días de lluvia, cuando el limpiaparabrisas apenas puede expulsar el agua del vidrio y la veo en los espacios intermedios en que permanece seco, y su cara rítmicamente es clara o borrosa. Me gustaría tanto que supiese cómo me siento, cuando me fijo en como parece cansada, es de noche, sus labios están desvaídos, casi no se maquilla, y ni siquiera aparta la mirada de la televisión cuando me devuelve el cambio. Cómo me siento cuando otros días me dice buen viaje, cuando rozo un instante su muñeca con mi dedo índice.

Me gustaría tanto, tanto, tanto, que ella supiese cómo me siento, cuando abre la barrera, yo remoloneo un poco en la furgoneta, no querría arrancar, alguien detrás se impacienta, y salgo despacio, de nuevo hacia el asfalto, hacia otro día, hacia otra noche, buscándola por el retrovisor, deseando que algún día asome su cabeza, y me alejo despacio, muy despacio, todo lo despacio que puedo.