23.4.09

Soldaditos

Creo que les debía este homenaje a mis soldaditos.





Tras el primer desastre no se concebía el dolor. Me inventé un ejército aniquilado, perdido en la nieve, exánime. Un ejército que vagaba como una función de espectros en una árida tierra arrasada. Los recordaba antes. Tenían nombres y apellidos, familias. Habían cruzado triunfantes las estepas, habían hollado con las cadenas de sus máquinas los maizales infinitos bajo el sol del verano. Avanzaron sin freno, brillaban, para convertirse al fin en un despojo. Y en ese silencio inhumano, nos planteamos la justicia del dolor, la justicia de la derrota, e imaginamos en el pasado a otros que lloraron, a otros que rogaron, quizá con más merecimientos que nosotros, a otros que rezaron a ese Dios sordo que nos abandonó a todos. Buscábamos señales en la tierra y en el cielo, leíamos esperanzas en lo que creíamos un universo lleno de signos que debíamos desentrañar. Mis soldaditos derrotados de un modo absoluto, brutal, miraron hacia arriba, buscaron alguna certidumbre en ese campo devastado donde habitábamos ahora. Sin consuelos, sin alientos, sin más horizonte que las lágrimas, tan cotidianas, tan constantes, y quizá solo con una certeza: que no había justicia, que no había Dios, que estábamos solos. Destruidos, nos imaginamos un ejército cercado por enemigos innumerables, por el desamor y la soledad, por la angustia, por la ruina, por la enfermedad, que en su recordatorio persistente era el heraldo de un sin fin de catástrofes futuras. Rodeados, con las esperanzas muriendo a millares cada día, solo pudimos permanecer así, durante meses, intentando no perder ningún hombre más, intentando que no hubiese más muertos, no estar aún más desamparados. Pasamos el invierno, la primavera, el principio del otoño solos, los soldaditos y yo, y cada día que transcurrió sin extinguirnos era un día más, y cada día que le robamos a la muerte fue un día más, y cada día que lo soportamos, que nos abrazamos los unos a los otros, cada día que nos escuchamos llorar en las noches heladas, fue un día más.
En guerra cada día, cada hora, todos los días, todas las horas. Sin apenas instantes de evasión de uno mismo. Nos aniquilaban y recuperábamos nuestras posiciones. Había que soñar, había que creer. Nos derrotaban y nos levantábamos. Volvíamos a llorar, cada día, cada hora, todos los días, todas las horas, pero nos rearmábamos de nuevo. Cuando era niño tenía en la playa un juego favorito. Me arrodillaba allí donde rompen las olas en la orilla, extendía las manos y llevaba el pecho al frente para que estallasen encima sin moverme ni un milímetro. Y cuando me arrastraba la ola en su torbellino, me levantaba medio mareado, borracho de espuma, riendo, riendo, riendo y volvía de nuevo a mi posición. Llegaban los refuerzos. Yo llamaba a mis soldaditos, y los veía venir levantando el polvo al marchar en la línea del horizonte. Eran nuevos reclutas, no viejos veteranos desgastados, podridos en su desconfianza y deseando solo salvar el pellejo. Dios mío, ¡estos llegaban cantando!. Les oía cantar y temblaba al escuchar la música en aquella hecatombe. Cómo es posible. Pero sí, cantaban y también reían. Estos se abrazarían cuando hiciera frío, estos se apoyarían en el desconsuelo, estos creerían en la victoria, como niños, con una ingenuidad nueva. Me desesperaban, había que repetirles las órdenes cien veces. Perdone señor, me entretuve oyendo el canto de un pájaro. Perdone señor, me abstraje escuchando el rumor del arroyo. Ah, que ganas tenían de ilusionarse y vivir, de abrazar el mundo como yo abrazaba esa ola cuando llegaba. ¿Qué podía hacer con ellos? ¿Devolverlos a sus casas? ¿Decirles que ya no quedaba nada por qué luchar? ¿Qué todo había terminado? Me miraban, a veces tenían también miedo y yo estaba tan herido...... Pero sabía lo que tenía que decirles, que no hemos venido aquí a sobrevivir sino a vivir. Que no hemos venido a reproducir, si no a inventar. Que la vida es para soñarla, para conquistarla, no para recoger las migajas que nos ofrece la realidad para sobornarnos. Que no pasaremos a engrosar las filas de esos hombrecillos soñolientos que deambulan sobre líneas marcadas en el suelo, en la factoría de los rostros grises. Alguno se empieza a emocionar, ah, mis soldaditos, cuanto les amo. Soy su padre, su héroe, soy su Coronel. Que hemos venido a fundar imperios, a bautizar constelaciones, a construir máquinas imposibles. Que no estamos aquí para decir amén a lo real si no para ensanchar la facultad de lo posible.
Pasábamos los días sufriendo bajas espantosas. Cualquier otro ejército se habría disuelto, retirado. Mis soldaditos no. Cuanto les debo. Mis soldaditos seguían. Los pocos que aún respiraban, los que aún no estaban destrozados en pedazos creían que podíamos ganar, creían que es hermoso creer, creían que la guerra era su razón de existir, la guerra por el infinito, la guerra por hacer posible lo imposible.
Dejaba tras de mí cúmulos de cadáveres, gusanos blancos, el lodo insaciable y entraba en la enfermería de campaña a ver a mis soldaditos enfermos. Allí estaban, mutilados, con heridas monstruosas, delirando. Los soldaditos que me hacían soñar, que resistían por mí, que me alimentaban, que coloreaban mis ojos. Me veo entonces y les seco el sudor de su agonía, les cojo su mano helada en lo que será su último contacto humano. Les digo, no se preocupe muchacho, todo saldrá bien, todo saldrá bien. Y algunos me hablan entre estertores, musitando, desgranando cada palabra rugosa con enorme esfuerzo como si tuvieran que pulirla antes en la lengua: “ganaremos, señor”, “siga soñando por nosotros, señor, siga viviendo por nosotros, señor, siga inventando, siga queriendo, siga creyendo en el amor, señor”. Cómo traicionarles. A ellos que habían dejado su vida defendiendo algo hermoso, limpio, lleno de bondad y fantasía. Cómo iba a traicionarles. Me decía: No hay rendición. La derrota es aceptar el chantaje del dolor. Me susurraba maliciosamente, me tentaba: “si tú cedes, yo cedo, duérmete en mi manto sombrío, prueba de mi bálsamo, solo tienes que dejar de pedir y todo será suave y sosegado”. Y entretanto, yo seguía siendo pequeño, y ahí viene otra ola. Abrimos las manos, cerramos los ojos, hincamos las rodillas en el hueco de la arena. La espuma nos barrerá la cara, qué delicia. Nos ha hecho daño, nos hemos arañado el rostro con las pequeñas partículas de coral, de conchas, de roca pulida. Bueno, la próxima nos refrescará, saciará la sed de azul de nuestra piel insaciable. No me moveré. Me da igual que me arrastre. Volveré a mi posición. No, no hay rendición. “Señor, cuando esto acabe, invente un acertijo por mí, forje un instrumento inútil, de usos misteriosos, hágalo por mí”. Me miraban y yo les gritaba desde aquella colina de deshechos y cenizas: No cambiamos un sueño por nada. Estamos dispuestos a cambiarlo por otro que llegue como esa ola y lo barra, por otro mayor e incontenible, por otro más hermoso, pero ¿por nada? No somos unos cobardes. Pero en realidad, no tenía que arengar a mis soldaditos. Cantaban por la noche. A veces se producían breves silencios de tristeza de plomo en los que reaparecían los recuerdos de sus compañeros muertos, pero alguien volvía a entonar una nueva canción. Quizá sonaba un acordeón, en la noche fría, tan oscura, o quizá una armónica. Bromeaban en el rancho, escribían preciosas cartas de melancolía a sus familias y me las daban para que les corrigiese las faltas de ortografía. Decían: “mamá, estoy bien, querida esposa, estoy bien, esto aquí por ti, para crear un mundo mejor para ti, para que nuestros niños puedan jugar con juguetes que surjan de las manos solo con soñarlos, para que los lingüistas investiguen el alfabeto de los besos, la gramática de la posición de los labios en los suspiros, para que los geómetras estudien la morfología de las manos enlazadas. Por eso estoy aquí, mi amor, por vosotros, para que no nos devore la nada, para que no nos engulla la resignación. Estoy aquí para defender a los seres imaginarios de los mundos imaginarios, estoy aquí para creer, estoy aquí para creer, estoy aquí para creer.”
Me enternezco cada vez que recuerdo a mis soldaditos. Valían y valen mucho más que yo. Me encerraba en aquella tienda, con mis mapas, donde tantas lágrimas había vertido y quizá me hundía en el dolor sin fin durante unos instantes. Pero les oía llamarme, me añoraban. Preguntaban por su Coronel. Por mí. Lo darían todo por mí. Salía de nuevo a aquel campo de batalla eterno, a aquella guerra que luchábamos aún para perder y nos daba igual y sabía que no hay rendición. Jamás. No hay rendición. Jamás. No hay rendición. Jamás. No hay rendición.

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