18.4.09

Héroes

No se ama a los héroes, nos dan miedo. Quizá se les pueda envidiar a veces, pero es difícil amarles. El héroe es aquel que se mantiene entero cuando los demás se descomponen, es la personificación de la unidad en un mundo que está en constante escisión. El héroe es íntegro, y la palabra significa recto, pero también indiviso, completo. Cuando todo se desintegra, el héroe permanece intacto. En lo incierto es lo único incuestionable. Cuando se abre la sima de la catástrofe, del accidente -que no es más que un suceso que altera el orden normal y regular de las cosas- el héroe es el único nexo con lo inalterado, con la unidad en un mundo que se disgrega. Los seres humanos vivimos en la angustia, tenemos una tendencia innata a perdernos, al no ser. Cuanto mayor es nuestro umbral de conocimiento, cuanto mayor el espacio de referencia de nuestra razón, nuestra autoconciencia, nuestro espacio autoconstructivo, mayor es la profundidad del abismo, mayor el vértigo. Cuanto menor es el grado de nuestras simplificaciones, cuanto menor es el área que tenemos regulada (o sea, predefinida), mayor es la probabilidad de ahogo. Pero también mayor es nuestra libertad. Aumentar nuestro marco de posibilidades quizá sea ensanchar la visión de un mundo pavoroso pero también es ser nosotros, únicos, perfilados. Nos perdemos, para poder encontrarnos.
El miedo al extravío hace que el ser humano cerque el ámbito de su visión con leyes, escritas y no escritas, costumbres, modos de vida, religiones y mandatos variados. Nos dotamos de un conocimiento heterónomo, ajeno, que proviene de fuera de nosotros mismos, para reducir nuestro espacio de libertad/angustia. En nuestra ventana querríamos un paisaje conocido. En la dicotomía clásica del western “jardín-desierto”, preferimos acostumbrar la mirada a nuestro verde patio vallado por nuestro saber cotidiano de la vida, aprendido y nunca puesto en duda, que observar el desierto vasto y abierto de lo que debe ser construido a partir de la propia creación, de lo infinito en mutación constante, del conocimiento autónomo de las cosas, interno, propio. Saber esas cosas, sentirlas, vivirlas, no porque otros nos las hayan dicho, no porque las demos por hechas, si no porque de algún modo, ejerciendo nuestra libertad, entendida en su sentido más estricto y esencial, hayamos llegado a ellas. La búsqueda de esa conciencia autónoma es solitaria, atormentada e incomprendida y no es un camino que cualquiera desee transitar.
La moral despierta el héroe en mí, decía Kant, y yo, al menos, conozco a algunos héroes, a algunas heroínas. A algunas personas que han decidido, en su radical soledad, cual es el deber, cuales son sus principios, cómo ser íntegras. Y como les conozco, sé lo mal que se vive así, sé el odio que a veces despierta esa insobornabilidad de valores, sé como florece a su alrededor el deseo de verlos caídos, disgregados, desunidos de sí, sé como otros suspiran porque duden, porque se traicionen a si mismos, porque se corrompan, sé como los demás interpretan esa firmeza moral como una agresión, como una reconvención muda a su relativismo de conveniencia y sé que en muchos casos terminan viviendo su existencia diaria en la misma absoluta, radical y esencial soledad que necesitaron para construirse. Y aún a veces todavía se culpan por insociables, por sociópatas, sintiéndose incapaces de ser queridos -tengo algo que no gusta, hay algo en mí que me aleja de los demás, por qué no tengo más amigas, por qué no se me quiere-, cuando en realidad solo intentan limpiamente ser no comprables. Ni siquiera ante el castigo de la soledad se corrompen, ni siquiera en ese destierro de los otros se corrompen. Saben en la piel que los principios lo son precisamente por eso, porque están antes. Sin límites ni subordinaciones. Y no son un medio. Ni siquiera un medio para la felicidad. Los principios son porque sí, porque son. Desde aquí, si alguno o alguna me está leyendo, deciros que no está claro que el héroe alcance la victoria. El héroe es el que se sostiene, el que combate, pero no necesariamente el que vence. Y eso es porque no hace cualquier cosa por sobrevivir. El que lo hace todo, lo que sea, por sobrevivir, tiene otro nombre, y no es el de héroe. Repta. Sin embargo, aún despojado de victoria, solo el héroe pelea por la autocreación honrada de su identidad y es capaz de conservar, hasta el final, en el éxito o en el fracaso, la dignidad de la grandeza humana.

Pero para habitar en esa moral autónoma, edificada desde un si mismo incondicional, una moral que no recoge beneficios ni dividendos más allá de su propia existencia a veces hay que mirar al abismo. Y cuando miramos el abismo, a menudo el abismo nos devuelve su mirada.
En el abismo filosófico y moral que es “Watchmen”, la obra maestra de Alan Moore y Dave Gibbons, me siento empequeñecido ante las hondas ramificaciones de ese texto inmenso y me acerco a él con la clara conciencia de mi insignificancia intelectual, de la futilidad de mis palabras y de mi incapacidad para recorrer incluso insustancialmente alguno de los universos de reflexión que crea. Pero en uno de ellos, encontramos de nuevo al héroe trágico. A ese personaje tan extraordinario y conmovedor que es Rorschach, ese ser condenado a la autodestrucción precisamente por su propia incorruptibilidad. “A quien sufre lo extremo le conviene lo extremo” dice Hölderlin, y en Rorschach se hace evidente desde las primeras líneas el enorme grado de dolor que padece.
Según Joaquín A. F. en su fantástico estudio sobre Watchmen y los superhéroes al que luego enviaré un link, la máscara de Rorschach, es el abismo, indefinido, espantoso, al que se asoma su psiquiatra pagando el precio de la pérdida de su inocencia para siempre. Para mí, la máscara de Rorschach, lo que él llama su cara, es también otra cosa, la exhibición externa de su rigorismo ético, donde no hay tonos intermedios, ni grises, ni colores. Solo el blanco, y el negro, en un tejido especial en el que se mueven, varían de posición, pero jamás se mezclan ni se diluyen el uno y el otro. Cuando Walter Kovacs descubre las circunstancias del monstruoso asesinato de una niña y se convierte en Rorschach para siempre, adquiere la conciencia absoluta de que el crimen no es inhumano, si no, al contrario, tremendamente humano. Que el mal en la tierra lo causamos los hombres, ningún dios, ninguna fatalidad, ninguna fuerza externa. Que estamos en este mundo sin motivo. Pero mejor que hable él: “Vivimos nuestras vidas, puesto que no tenemos nada mejor que hacer. Más adelante ya les buscaremos un sentido. Venimos de la nada: tenemos hijos, que se encuentran atados a este infierno al igual que nosotros, y volvemos a la nada. No hay nada más. La existencia es algo fortuito. No hay ningún patrón salvo el que imaginamos cuando nos quedamos mirando fijamente durante mucho tiempo. No tiene ningún sentido, salvo el que elegimos imponer. Este mundo que va a la deriva no está moldeado por vagas fuerzas metafísicas. No es dios el que mata a los niños. Ni es el destino el que los despedaza, ni es la casualidad la que se los da de comer a los perros. Somos nosotros. Solo nosotros……Entonces renací libre de garabatear mi propio diseño sobre el lienzo blanco en cuestiones morales que es este mundo. Era Rorschach”. La tinta sobre el lienzo, negro sobre blanco. Ante la visión de un mundo así, Rorschach se acoge a un rigorismo extremo en el que hay no hay casuística ni condicionantes: “existe el bien, y existe el mal. Y el mal ha de ser castigado. Incluso ante el mismísimo Apocalipsis seguiré actuando igual”. Lo mundano no condiciona la moral. En el instante antes de la destrucción del planeta, la ley debe ser cumplida, el criminal debe ser sancionado.

La desintegración por excelencia es el dolor. El instante de disgregación máxima de nuestro propio ser aparece con el primer soplo del dolor. El dolor nos descompone, nos destroza, nos destruye, nos desbarata, decimos que estamos “rotos”, “desgarrados”, “hechos añicos”, “destrozados”,….son todos sinónimos de lo que en realidad hace: nos convierte en trozos, nos divide. En el mundo de Rorschach, no hay ningún ámbito que genere vínculos, adhesiones, fusión, unidad, solo el sufrimiento que brota de la nada dispersa y sin sentido. Cada uno de los superhéroes tiene un acercamiento distinto a esta realidad. “El Comediante”, que también ha mirado de frente al abismo opta por un hedonismo amoral radical, Ozymandias, cree en la utopía de la perfectibilidad humana, el Dr. Manhattan atisba la vida con una mirada geológica, como flujo energético en el que los accidentes individuales y temporales carecen de importancia, pero Rorschach, para justificar su existencia solo puede aferrarse a lo único cierto en ese caos, que es la ley, y todavía aún por encima de la ley y su implacable exigencia, a su verdadera ética, de blancos y negros, que como su cara, no tiene contornos fijos, es indefinida, se escribe al ejecutarse, negro sobre blanco, tinta nueva en papel. Por eso, la norma, cuando va contra él, puede ser de algún modo no respetada, y no por cinismo o hipocresía si no porque Rorschach no se hace ninguna ilusión de que esté enraizada en algún tipo de ideología acerca del bien, ni de que exista ley natural alguna, si no que sabe que se trata de disposiciones arbitrarias, alterables, que sirven únicamente para desde un modo hobbesiano, contener a la fiera salvaje que habita en nosotros. En ese rigorismo exacerbado de lo normativo como única frontera que nos separa de la barbarie generalizada, de la Bellum erga omnes (guerra contra todos), no hay atenuantes ni agravantes. La norma debe ser cumplida en su fría inhumanidad. Y así, el castigo rorschachiano desciende de un modo ciego sobre los infractores, incluso cuando se trata de animales, a los que se ejecuta de igual modo que a los hombres, porque lo que se pena no es la voluntad del mal, si no el mal en sí, en su concepción abstracta. Y lo que se busca tampoco es “la justicia”, búsqueda infructuosa pues no existe, si no el “deseo de justicia”. La ética es voluntad, aspiración. Desde ese punto de vista es el bien casi el que se construye en su contrario, siendo el bien, la ausencia de mal. “Lo bueno” no puede ser pensado, no tiene existencia, no es visible, salvo en un territorio mítico de su infancia, el padre al que no conoció, el presidente al que éste votaba y del que desconoce casi todo, apenas nombres...sin perfil, sin rostro. Pero fuera de esta banalización infantil, no tiene presencia en positivo: el bien es la ausencia de barbarie, es el deseo, imposible, de refrenar el mal.

Esa especie de maniqueísmo totalitario, lleva en sí su imposibilidad de existencia. La enternecedora transformación del ser humano Kovacs, en Rorschach conduce a su propia extinción. Citando el análisis de Argullol sobre Keats: “Es un superhombre que proclama, en si mismo, la imposibilidad de los superhombres”. Las mismas ropas de Rorschach muestran externamente su transformación interna en lo externo, volviéndose cada vez más descuidado, más austero, sucio, más frugalmente alejado de lo humano, apenas comiendo latas que ni se molesta en calentar, con una ropa cada vez más maloliente, “vestido pobremente, orgulloso de sus arrolladores poderes” (W. Stevens) y solo permitiéndose un único antojo, que desvela de algún modo el niño herido que late en su interior: devorar terrones de azúcar. Al fin, cuando la ética de Rorschach se enfrenta con un dilema moral cuya complejidad sobrehumana muestra la insuficiencia de su visión dicotómica, Rorschach es incapaz de traicionarse, dejar de ser él, “Incluso ante el mismísimo Apocalipsis seguiré actuando igual”, pero el hombre, Walter Kóvacs, el escindido, el resquebrajado, el fraccionado en su tormento, en su herida abierta, en su desolación aterradora, decide que ya es hora de volver al Uno, de superar el dolor inagotado, y precisamente, en la última descomposición, transformarse de algún modo, fusionarse cósmicamente en ese mundo que no supo ver con los ojos que merecía. En ese mundo que también ofrecía el amor, la única fuerza hacia la unidad, que compone, que restaura, que reúne, y que él en su triste experiencia vital solo concibió como un fenómeno falsificado y sucio y que cuando muestra su belleza limitadamente humana, cuando lleva a la verdadera victoria a los dos únicos superhéroes que realmente triufan, le resulta incognoscible y asiste a él como espectador distante, mirando algo que se expresa en un lenguaje extraño. Que ni puede ni nunca podrá comprender.
Rorschach, el héroe trágico equivocado, recupera al fin su rostro, el rostro, que según Levinas es “esa extraña autoridad desarmada” que en su “pobreza esencial”, en su “desnudez decente”, es quien nos hace apiadarnos del desvalimiento del ser humano y protegerle. “El No matarás es la primera palabra del rostro”. Yo si amo a los héroes. Creo que incluso sólo podría amar a los héroes, iluminándonos como faros desvalidos, quizá ya sin farero, huérfanos y envejecidos por los asaltos del agua y las gaviotas, olvidados de los mapas en sus farallones abruptos, inmóviles ante el viento salvaje y “aún en el Apocalipsis”, aún en el Finis Terrae, haciendo girar una y otra vez su haz insobornable para que yo, siempre navío perdido, sepa donde está la tierra y el mundo, el hogar y el fin del abismo. Amo sobre todo a los héroes con rostro, aquellos que encontraron el único camino posible para la recomposición de la fractura, para la superación de la escisión, de la rotura, del desgarro, que es el camino del amor. Le dice Hyperion a Diotima: “Ya te lo he dicho una vez: ya no necesito ni a los dioses ni a los hombres. Sé que el cielo, despoblado, y la tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, se ha vuelto casi como un hormiguero. Pero aún hay un lugar donde el antiguo cielo y la tierra antigua me sonríen: en ti olvido a todos los dioses del cielo y a todos los hombres divinos de la tierra”. O como dice la poetisa infrarrealista Mara Larrosa: “Todas las mañanas podíamos besarnos y por eso empezar a tener fe en la tierra…. Él era como los hombres que parten a las junglas en busca de la Rafflesia, que no mueren hasta oler su pestilencia y creer en sus inmensos pétalos escarlata. Entonces nacía mi amor a la vida y el misterio de sentir mis ojos de mujer y reconocerlos semejantes a TODOS los ojos de las mujeres y los hombres”.




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