26.4.09

Reencarnación

Ella tenía una mirada que daba vida a las cosas, que infundía alma a lo existente. A las fachadas, los portales de las calles de las afueras, a los escorzos de los árboles ancianos, a los canalones y su morfología de armaduras medievales. A la invasión de la herrumbre en las bisagras, a los llamadores de los portones de madera con su acero forjado, sus tornillos enormes y sus tallas ajadas. A los desconchados de la cal y la pintura, los letreros desvaídos de oficios perdidos en los viejos barrios resistentes a la quiebra, toneleros, corcheros, talladores de santos, un sastre camisero. Todos los hitos del paisaje urbano que en mis ojos no eran más que una sucesión de objetos sin vida y ceniza del tiempo se llenaban de aliento, querían hablar cuando ella los interrogaba con sus ojos curiosos. Las piedras nos relataban historias inventadas, las gárgolas de los tejados crónicas de lejanos pobladores, las cosas, todas ellas, ansiaban por explicarse, por exhibirse, yo viví, yo respiré, yo existí parecían decir, y se agolpaban ante nosotros en nuestro paseo cogidos de la mano, queriendo contar su historia. El mundo todo se nos revelaba en su inmemorial fábula infinita y las hojas caídas que flotaban en el viento e invadían las aceras desde el parque eran antiguos legajos, depositarios de secretos ignotos, planeando su alfabeto ignorado en el otoño. Y así era cada día.

No había más que mirar sus ojos para entender por qué. Tras la pupila, tras las pequeñas venas que atravesaban su cornea, más profundo que su iris, bullía el universo entero, las estrellas como diapasones del espacio infinito, las nebulosas en su disolución de acuarela, las supernovas restallando, la vida naciente en otros planetas desperezándose, las primeras burbujas en los mares, los primeros nidos, los brotes de plantas microscópicas. El cosmos en su enormidad infinita aparecía y desaparecía en los instantes en que cerraba los párpados y cada cuerpo celeste, cada órbita, cada trayectoria, hasta el más pequeño aerolito helado, cada corpúsculo de las colas de los cometas, danzaba en la red acuosa de su cristalino, que tejía y destejía los tirantes invisibles de la gravedad y trazaba las líneas eternas de la partitura del firmamento.

Y supe entonces que mi amor sería como ella, infinito, demasiado formidable para extinguirse en una sola vida que juzgué un lapso ridículo, trivial, un recipiente mezquino para aquel estallido de sentimiento indomable y sin mesura. Le dije que estaría con ella a lo largo del tiempo perpetuo, que mirase y me buscase, porque en todas las eras y en cualquier forma, yo llegaría. Yo llegaría. Y preparé mis sucesivas reencarnaciones, para nunca perder la conciencia de mi amor.

Por si fuese pez, recluté millares de peces vagabundos que recorrían la ruta 66 de las corrientes submarinas a lo largo de todo el océano, viajando sobre la corriente de Humboldt a las de las Aleutianas, de la del Labrador a la del Trasser y Princess. Y en cada pausa, en los cafés del atolón y las estaciones de servicio olvidadas de los abismos, se paraban a contar historias en las hogueras a otros peces vagabundos, en los vagones de mercancías a las medusas, en las comisarías y en los moteles para peces solitarios del arrecife, y todas las historias terminaban siempre diciendo “no olvides amarla”. Cada golpe de péndulo de los sargazos decía “no olvides amarla” en la mímica acuática, y las mismas palabras envolví en las pompas del magma que surgen cada cien años desde las grietas de las placas continentales, como si fueran globos rojos de helio perdidos de la mano de un niño en la feria. Estallaban en los mares helados y la lava al volver lentamente al fondo reescribía las simas y las fosas y decía: “No olvides amarla”. “No olvides amarla” esculpieron las langostas en los corales de colores, y transmitía el sónar de los delfines y las ballenas. Y en cada una de los millones de burbujas de todos los mares escondí mi voz suspirando para que cuando se deshiciesen extenuadas en la frontera del aire y del mar, no musitasen "blub" si no, "no olvides amarla"

“No olvides amarla” decían las líneas de las isobaras, por si fuese pájaro, “no olvides amarla” conformaban las nubes, “no olvides amarla” se expandían las letras de su nombre en el código del micelio y las raíces del mundo subterráneo. “No olvides amarla” pinté en cuevas, en las madrigueras de los pequeños roedores, en las planicies del ártico. Escribí nuevas melodías a los pájaros cantores y cada trino entonaba “No olvides amarla”. “No olvides amarla” enseñé a decir a las libélulas en su vuelo Morse, a las abejas que tallaron estatuas de cera con su efigie en las colmenas. A las hormigas, que cambiaron sus senderos para mostrar su rostro a las aves. Las termitas tallaron cada árbol, cada madera, cada puerta, en lenguaje Braille para que incluso si renaciese ciego, más ciego aún que hoy, pudiese leer con mis manos desnudas: “No olvides amarla”. E inoculé la frase en el mapa genético de las bacterias procariotas, la dibujé en las montañas, la tallé en los hielos, y las flechas de los ánades que se cruzaban en las migraciones se saludaban graznando: “no olvides amarla”.

Reordené las estrellas para que iluminasen su nombre, las constelaciones mudaron para rehacerse en su imagen, enseñé al sol a proyectar en sus llamaradas “No olvides amarla”. En los cráteres de la luna, en el polvo espacial, en el manto negro de la noche astral, reprogramé los eclipses para la fecha de su nacimiento. En la oscuridad absoluta del cosmos una sola estrella blanca emitía: “No olvides amarla”.

Regué cada una de las plantas de la tierra con una de mis lágrimas al perderla, las flores me escucharon, los tallos se combaron evocándola, el reino vegetal realizó la fotosíntesis al imaginarla y las moléculas de oxígeno que lanzaban a la atmósfera tenían una nueva configuración química con la letra de su nombre. La savia que surcaba los vasos y los nervios de las hojas llevaba la memoria líquida del roce de su labio en el mío y el viento que ondulaba los prados verdes en invierno, le susurraba a cada brote con su voz incansable: “No olvides amarla”.

Y por si regresase como hombre, me obligué a crear libros y melodías inmortales, obras como ningún otro hubiese soñado, escribí cuentos para niños, poemas y canciones, deseé ser capaz de poder concebir palabras, objetos, emociones que conmoviesen durante siglos a otros hombres, a otros niños, en todas las épocas, en todos los lugares, mientras la humanidad siguiese respirando y latiendo. Pero que allá donde estuviese, inmóvil al tiempo, en cualquier idioma, cuando naciese una y otra vez, en las vidas infinitas de mi amor infinito, que para mí solo dijeran, sólo me recordaran: “no olvides amarla, no olvides amarla, no olvides amarla”.

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