Habrá a quien le guste acertar. A mí no. Hay como una derrota en darse a uno mismo la razón. Es como el reconocimiento de una incapacidad de ir más lejos. Uno se crea una opinión con cuatro banalidades a las que tiene acceso tras meditar diez minutos en el sillón de su casa y cuando posteriormente se acerca, incluso físicamente, a la realidad que había imaginado, ésta es incapaz de ofrecerle otros ámbitos de referencia que aquellos que ya uno se había dado a si mismo. ¿Era esa realidad tan pobre? ¿Tenía yo una visión tan clarividente? Siendo honestos, lo único que aquí hay es la miseria del juicio paupérrimo, la insignificancia del modo de mirar y una incompetencia categórica para distinguir, para intuir siquiera al otro. Así, tener razón, confirmar la opinión preestablecida, no es más que, uno más, otro más, un fracaso incuestionable. Una nueva y concluyente evidencia del alcance de la inopia. Sí, acertar es una capitulación. Mantener una opinión es sospechoso. ¿Se convirtió la opinión en “saber” al rodearla de fundamentos objetivos? ¿Se robusteció la débil rama de esa primera aproximación con el ejercicio de la crítica? Que va. Todo está al mismo nivel de superficialidad de siempre.
¿Y acaso podía ser de otro modo? ¿Alguna vez fue diferente? ¿Qué viste en la India, Jorge? Y la respuesta es: “nada”. Tuve la sensación constante, cada día, cada minuto, de estar ante una especie de modesta puesta en escena en la que todos los papeles estaban repartidos y se representaban de forma incluso cansina. Una compañía venida a menos con los actores actuando como con desgana.


Todo mentira. Los golpes de pecho nuestros: parte de la comedia. De vez en cuando, entre compra y compra, alguien dice: “se me parte el corazón verlos así” y otro contesta: “ay, si” y se arroja con ardor sobre unos collares de azurita. Y a fin de cuentas, eran buenas personas, sensibles, ni se me ocurre a mí ejercer de moralista que fui bastante peor, me importó bastante menos, no repartí ni una triste limosna y ni me molestaba en mirar la escena comportándome como hago en otras obras de teatro a las que voy y me parecen pésimas (vivo en Galicia, es el pan de cada día): sacándome un libro y poniéndome a leer (excepto en el caso de que sea literatura galega, un oxymoron, que solo hago que leo).
Una pantomima. Y los golpes de pecho en realidad aparecen solo los últimos días, como si tras el Taj Mahal, los monos por la calle, el Himalaya y las compras, quedase lo último: el sentir lástima. Oigan que yo he pagado por esto. Y realmente hay que impostarlo pero no por culpa nuestra si no porque la realidad, en realidad, no da pena. Los niños no se lo trabajan, y tampoco hay tantos. Uno esperaría legiones de menesterosos, pero no. Posiblemente la compañía debe de estar reduciendo el plantel porque ahora ya solo ponen un leproso. Por lo menos en el pase que me hicieron para mí. Cuando lo vi venir agitando dramáticamente las manos sin dedos pensé: “hombre, el que faltaba pal duro”. Tullidos, los justos, para salir del paso. Cadáveres por las calles y eso, nada de nada, ni uno. Lo cierto es que no, no se lo curran nada. Si hasta las chabolas parecen de mentira. Además, están todos los demás mirones que le quitan credibilidad a la función. Si al lado del niño harapiento que se lleva las manos a la boca hay decenas de comerciantes enfrascados con sus cosas, ofreciendo pashminas o comiendo la sopa boba, viandantes que pasan, gente que sube y baja a sus cosas, pues..al niño es que te lo crees menos. Si hay millones a los que parece no escandalizarse que otros millones sufran, no puede ser cierto. ¿O es lo que hacemos nosotros todos los días? Pero al cabo, cualquiera puede justamente preguntarse: “si a ellos parece importarles una mierda, ¿por qué me iba a importar a mí?” Pues porque pagamos por eso. No es cuestión de ética, es cuestión de que eso se contrataba en el folleto de la agencia.

Así que esto fue lo que vi. Nada. Nada que pudiese ser verdad. La verdad debía habitar en algún otro sitio, pero yo no sé donde. Y de repente, la mirada se retorció y me di cuenta que el juicio no podía ejercerse sobre el viaje, si no sobre el viajero. ¿Había visto antes, en las otras ocasiones alguna otra cosa? Y el pasado se apareció con su verdadero brillo: el brillo de la bisutería, de lo falso. Siempre había sido igual, comerciantes ofreciendo sus cosas, otros indigentes, otros niños mendigando ante la indiferencia de todos a su alrededor, momentos tramposos de “auténtica” inmersión cultural, bebiendo un te, en una noche “especial” protagonizados por esos actores que tienen en el tercer mundo y que se han especializado en darle charleta profunda e íntima a los viajeros que llevan pañuelos palestinos y visten pantalones desmontables. En fin, una representación previsible, rácana.
Y todavía peor, porque entonces apareció la verdadera motivación de viajar. Y se hizo nítido que no era aprender, evidentemente, pues no se aprende nada, si no, muy al contrario, de lo que se trata, es de enseñar. De mostrar al mundo, a nuestros compañeros de curro, a los que leen nuestros blogs, que deseamos cultivarnos, que somos curiosos, que tenemos afán por saber. Que somos valientes y arrojados, que arrostramos las dificultades con nuestra ropa avejentada de fondo de armario estilo “casual” para la ocasión y nuestros gadgets comprados en otros viajes (“este pañuelo lo compré en el sahara, es utilísimo”). Y en nuestra casa colocamos el mapa del mundo con las banderitas rojas sobre los países que visitamos para el pasmo y la envidia de nuestras amistades (¿Para qué si no? ¿Para recordárnoslo a nosotros mismos?). Y resulta que todas las vivencias profundas que hemos almacenado no van más allá de la admiración por algún paisaje, alguna diarrea (yo no, que felizmente puedo comer como un cerdo cualquier despojo putrefacto que le arranque a una cabra de la boca), alguna charla en una hoguera con un tipo del que se nos olvidó el nombre porque era muy raro, pero que fue muy bonita y muy íntima; alguna indisposición, otra molestia, un mínimo peligro de aventurerillo de tres al cuarto, aterrizajes de emergencia, perderse en ciudades “hostiles”, algún hurto…en fin. Eso es todo amigos. Al fin, acaba siendo un almacenaje de vicioso coleccionista de banderitas en el mapa, únicamente de banderitas, y viajamos a los países más miserables para ahorrar más pasta y poder ir a más a lo largo del año, haya lo que haya, pongan lo que pongan, como cuando nosotros en la Expo de Sevilla que solo íbamos a los pabellones que no tenían cola (extraordinarios tesoros los que exhibían los recintos de El Chad, Bután, Samoa u Honduras), entrábamos y salíamos a toda ostia para que nos cuñaran el sello en el Pasaporte de la Expo y tener muchos. Pues esto igual. Y si un viaje pasa por 4 países, aunque solo sea un ratito en alguno, ya hacemos la inversión de nuestra vida, cuatro banderitas más, cuatro hitos más para soltar en nuestra charla underground a la salida del teatro o en la tetería que tiene revistas de cine en lugar de el Marca. Pura fachada presuntuosa, pura exhibición patética que todavía incluso nos proporciona una pátina moral, como si fuésemos mejores personas por viajar, por “querer saber”. Y tanto mejor si se viaja incómodo, aventureril, incluso aunque nos sobre la pasta, creyéndonos realmente la ilusión de que vemos otra realidad con nuestros ojos que no ven nuestros padres en sus “excursiones” (lo nuestro son “viajes” y porque no tenemos aún huevos de decir “expediciones”) solamente porque en su baño hay champús y zapatillas con la marca del hotel y en el nuestro no, porque ellos viajan en buses con aire acondicionado y nosotros no.

Pues ahora pienso que lo único que realmente me merece respeto es precisamente ese, o esa que se va a Malta a tomar el sol y a “desconectar de todo”. Ese, o esa, que atiende disciplinadamente las explicaciones de su guía ante una ruina griega en el intermedio del crucero. Cuando pensamos que el hecho de viajar, de volar, supone una agresión al ecosistema, que solo el avión genera un kilo de CO2 por pasajero cada 10.000 km. colaborando en la cadena de acontecimientos que luego, por ejemplo, provocan las inundaciones de Bangla Desh, con decenas de miles de muertos (“uff, que suerte, fíjate, yo volé allí solo unas semanas antes” y todos miramos al amigo viajero admirados…”oooh, aaah” y alguno pregunta “¿y no sospechaste nada?” como si estuviesen ahí los signos de la catástrofe para que nuestro amigo el clarividente los adivinase), cuando pensamos esto, ¿no resulta casi hasta repugnante creer que nuestra mera presencia como testigos de algún modo nos dignifica, que hacemos algo por los otros al traer su testimonio? ¿No resulta de una pedantería insufrible? Entono mi mea culpa. Yo también fui de esos. Yo también compré libros de viajes y viajeros. Tengo más en mi casa de los que se pueden encontrar en muchas buenas librerías de ciudad pequeña. Yo también me vi a mi mismo como un espía infiltrado molesto que traía a este nuestro mundo acomodado y ciego las noticias de la otra realidad, la de los otros, ejerciendo mi labor heroica de informador insobornable del país de los oprimidos. También coloqué mis banderitas en el mapamundi por los bares de ligoteo y colgué mis fotos en las redes sociales, también tenía mi frase, que aparentaba humildad y modestia, preparada para cuando alguien me decía “tú viajas mucho, ¿verdad?”.
Al fin, no creo haber aprendido nada, no creo ser mejor, si no al contrario, un pobre miserable, comprando en agencias de vuelos baratos reconocimiento social para mi mayor gloria. Al menos, el que viaja a las Canarias es honrado consigo mismo y con los demás. Nada me parece ahora más irrisorio que aquel que cree que su mera presencia en algún triste rincón del tercer mundo de alguna manera le absuelve. El frenesí consumista del viaje, todo lo que conlleva de destrucción de recursos. Viajemos, sí. Como hacemos todo lo demás, como quemamos combustibles, como contaminamos, como provocamos la muerte y la miseria de los otros a los que vamos a apoyar con nuestra presencia redentora, pero al menos reconozcamos que es como lo otro, como comprarse un coche nuevo porque el otro te dejó de gustar, porque tenemos dinero y podemos gastarlo. Al menos, el que está en la hamaca de un resort de Túnez no pretende exhibirse ante nadie ni se cree mejor que otros. Solo quería desconectar y nada más. Qué puede haber más presuntuoso que todos nosotros, salvapatrias ajenas pensándonos superiores a los demás por poder