13.11.08

El hombre que creyó en la poesía

“Así se celebraron las honras de Héctor, el domador de caballos”.
Esta frase, tan desnuda de artificios, tan escueta, es el fin de La Ilíada, probablemente el texto más importante del mundo antiguo. Y al cerrarse así, casi como en falso, abre otras puertas que continúan en La Odisea, en Las Troyanas, en La Eneida, la Etiopide… Y es en estas nuevas construcciones en el aire sobre el polvo que levanta la Ílíada, donde nos enteramos de la destrucción de la ciudad, de la estratagema del caballo de madera, del talón de Aquiles, de la hybris desatada por parte de los vencedores, del castigo de los dioses; o de la muerte de Astianacte, arrojado desde una de las torres, ante la mirada de su madre que parte al cautiverio…
Pero la Ilíada no nos cuenta nada de esto. Finaliza ahí, tras las exequias de Patroclo y Héctor, con los ejércitos enfrentados y todo por decidir. Y sin embargo, o quizá por eso, esa frase…esa frase resonó en mi infancia como un eco: “Así se celebraron las honras de Héctor el domador de caballos….el domador de caballos….el domador de caballos”, evocando, emparentándose con otros héroes que cabalgan, agrandando su presencia mítica. Sí, cuantas veces imaginé, cuántas le puse rostro y paisaje. Y si de niño yo hubiese soñado con tener un niño, le hubiese llamado Héctor, el domador de caballos.

Muchos años antes, hubo otro niño, en el que esos versos ejercieron una fascinación casi fronteriza con la locura y cuya biografía también camina bordeando los límites de la leyenda y la realidad. Heinrich Schliemann escuchaba desde muy pequeño las historias que le contaba su padre sobre pasajes de la Ilíada y miraba una y otra vez, como hipnotizado, un grabado que representaba a Eneas huyendo de Troya en llamas. Aquellos muros ardiendo, las torres, el fin de una era y los héroes supervivientes esparciéndose por la tierra al exilio. Y pocos años después, cuando la pobreza le había obligado a dejar los estudios y a trabajar de dependiente, tuvo un encuentro que le terminaría de marcar para siempre. En su tienda, entró un molinero borracho, antiguo pastor protestante, y Heinrich recuerda esto:

...no había olvidado Homero, puesto que aquella noche en que entró en la tienda, nos recitó más de cien versos del poeta, observando la cadencia rítmica de los mismos. Aunque yo no comprendí ni una sílaba, el sonido melodioso de las palabras me causó una profunda impresión. Desde aquel momento nunca dejé de rogar a Dios que me concediera la gracia de poder aprender griego algún día.

Heinrich se juramentó para descubrir la localización de Troya, para sacar a la luz los restos donde habitaron los personajes de su fantasía. Sin otro sustento científico que los textos del poeta Homero y contra todos los criterios históricos y arqueológicos del momento, que la consideraban una invención literaria, como si alguien quisiese descubrir hoy la localización de Mordor o la Tierra Media.

E inició así un recorrido vital lleno de esfuerzos y penalidades, con el único objetivo de desentrañar la verdad de la poesía. Un inextinguible espíritu de aventura, una tenacidad insobornable puesta al servicio de dotar de forma física sus ensoñaciones. Amasó una de las fortunas más importantes de su tiempo sin importarle el dinero excepto como medio para su realizar su auténtica vocación y al fin, en 1871, en la colina de Hissarlik, sacó a la luz los estratos de nueve Troyas super puestas en sus sucesivos aconteceres históricos, y en la Troya VI: la Troya de Andrómaca, el prudente Néstor, de Menelao y Paris. Halló también un tesoro fabuloso, que su frenética imaginación desbordante atribuyó instantáneamente a Príamo, y una diadema de oro que por supuesto no podía ser más que de Helena. Los arqueólogos de entonces se quedaron espantados ante sus métodos y su absoluta falta de preparación. Sus excavaciones habían sido dictadas por una pulsión tan impetuosa y desesperada que destruyeron parte de los restos. De igual modo, propuso hipótesis aventuradas, incluso descabelladas, más basadas en su fértil fantasía poética que en ningún atisbo siquiera de razonamiento arqueológico. Pero el método poético de Schliemann todavía consiguió frutos aún mayores, y en su siguiente expedición, descubrió la civilización micénica y lo que él supuso nada menos la tumba y el palacio de Agamenón, su mítico rey.
Hoy, en la sala micénica del Museo Arqueológico de Atenas podemos contemplar objetos tan sorprendentes como el casco de cuero recubierto de dientes de jabalí que llevaba Odiseo, el escudo de Ayax hecho con siete pieles de buey o la copa de Néstor, adornada con clavos de oro y que tenía dos palomas en sus bordes. Toda una construcción mítica que solo habitaba en el espacio de los sueños tiene ahora su lugar en el mapa. La fe inconmovible en la belleza de un solo hombre, su convencimiento absoluto, indubitado, de la verdad, de la certeza de la poesía, convirtió en hecho histórico lo que no era más que una ficción literaria. Su búsqueda insensata, en las antípodas de cualquier análisis realista dotó de vida a dioses y héroes. Y ahora ya sabemos que todo el pueblo de Troya se sintió admirado ante la llegada de Helena, la mujer más hermosa del mundo, sabemos que los mirmidones no temían a la muerte, sabemos que Héctor se despidió para siempre de Andrómaca mientras el niño de ambos jugaba dulcemente con el penacho del casco de su padre y que sus restos fueron arrastrados luego por las arenas empapadas en sangre. Sabemos, que Aquiles tras matar a su hijo, tomó la mano del rey Príamo y ambos lloraron en silencio. Sabemos, que “con los ojos preñados de lágrimas, el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira, y le prendieron fuego. Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, se congregó el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron la tierra y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para vigilar si los aqueos, de hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse: y reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron el espléndido banquete fúnebre.
Así se celebraron las honras de Héctor, el domador de caballos.”

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