
Noviembre trae otras luces de la mano. La lluvia emborrona el amarillo del haz de las farolas y hace tiritar los faros de los coches. Entristece aún más las paredes de hormigón, que se diluyen en grises taciturnos como una acuarela desleída. Cuando llega de nuevo el sol, aún conservan pedazos como de gris mojado y da la impresión de que el invierno hubiese dejado heridas imposibles de sanar, que no importa el tiempo que transcurra desde la última lluvia, la humedad se queda ahí, para siempre, oscureciendo, enfriando, como una especie de lesión incurable que nos deja la señal de la enfermedad en el rostro.
Pero la lluvia trae también la temporada de setas. Hace algunos años, con mi hermano encontré un prado enorme, en una ligera cuesta abajo, donde crecían centenares de lepiotas y champiñones. La visión de aquel campo es inolvidable, y jamás volvimos a hallar nada ni remotamente parecido con aquella miríada de manchas blancas sobre el verde. Estupefactos, lo convertimos en nuestra mina secreta, pero en pocos años el número descendió hasta convertirse en un prado como tantos otros, donde algunos días crecían y otros no. Yo culpé a dos caballos que pastaban allí, a otros saqueadores misteriosos, al cansancio de la tierra, a la mala suerte, inventé múltiples y alocadas explicaciones con mi ciencia demente, pero en realidad lo que había ocurrido es que las primeras veces no sabíamos. No cortamos las setas por el inicio del tallo, las arrancamos de cuajo, y así destruimos el micelio, las redes subterráneas que las unían y dejaron de crecer. Cuando me di cuenta de lo que había sucedido, ya no fue posible rectificarlo y me sentí como si hubiese participado en la destrucción de una obra milenaria, como si hubiese cometido un genocidio a escala microscópica añadiendo una nueva culpita a mi granja de culpas, donde alimentaba el recuerdo de la destrucción de un hormiguero, de burlarme de niños más indefensos que yo, de no querer pasear con mi abuelo, y otras que no puedo contar.

Ahora creo que el mundo está colonizado por esas redes invisibles. A. me dijo el otro día “todo está conectado” y cuando encontré el blog de Raquel me vino a la cabeza aquel poema, “Correspondances” de Baudelaire, que descubría esa relación mágica entre los olores, los sonidos, los colores….la naturaleza entera, ese “templo de vivos pilares que dejan escapar palabras confusas”. Pero las conexiones solo son evidentes cuando sabemos mirar. Cuando nos admiramos del mundo, éste nos ofrece su plenitud efervescente. Un entomólogo es alguien que dejó de mirar el horizonte y se asombró de la enorme magnitud del universo de lo diminuto. Un fotógrafo es alguien que puede apagar a voluntad esa luz amarilla difuminada en hormigón mojado que alumbra nuestra vida cotidiana para prestar durante unos instantes el foco luminoso de su vista a un recuadro, un fragmento en el aire, de todo lo que en esos momentos podrían abarcar sus ojos y construir en la foto un nuevo universo. Y la fotografía estaba ahí, pero solo él la vio porque solo él quiso mirarla.
Entonces, cuando las setas desaparecieron, pensamos que aquel prado había dejado de tener valor, que era uno más de otros que tampoco visitábamos y por qué iba a ser este especial. Cuando dejamos de recibir el premio inmediato, nos giramos y le dimos la espalda al paisaje. En realidad lo único que revelamos así fue la mezquina limitación de nuestros intereses, lo obtuso de nuestra mirada glotona. Otros prados que conocimos también desaparecieron, nuestras minas fueron cerrando y al final, salir de casa a recoger setas no ofrecía la gratificación que deseábamos, así que para qué mojarse, para qué caminar sin sentido entre la hierba, para qué a veces calarse hasta los huesos, perseguir a Lunita cuando ladra a las vacas y luego en el coche deja en la tapicería las huellas de sus patitas manchadas de barro, para qué perderse y preguntarle a algún paisano que nos mira como si fuéramos imbéciles: “¿en qué aldea estamos?”, para qué meter el coche en zanjas, cruzarse con un conejo, con un zorro, ver las ardillas saltar de copa en copa, pisar las agujas de los pinos, descubrir a veces un corro de hadas de senderuelas

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