
El que ama la razón se contenta con la luz que puede abarcar con sus instrumentos. Constantemente busca iluminar más, pero entre tanto, solo ve lo que está bajo el foco. El otro, el que habita en la tiniebla, acostumbra sus ojos a la semi-oscuridad con la esperanza de que los ojos quizá alcancen más lejos al habituarse. Pero el precio a pagar es mirar siempre en la penumbra, a ver el mundo entre sombras, con los ojos entornados.

Y en ese amor por procurar que los demás tuviesen mejores armas para la razón, mejores lámparas para iluminar sus pasos, el joven filósofo Diderot, se embarcó en lo que al principio no era más que la traducción de un diccionario inglés para construir un monumento a la razón, a la libertad, al espíritu crítico y a las mejores virtudes del ser humano. Todo ello con un esfuerzo ciclópeo que le convirtió al fin en un esclavo de su obra, que a su modo de ver arruinó su vida, le impidió dedicarla a otros destinos con los que soñaba y le regaló un constante flujo de amargura y preocupación. Se cumplió el vaticinio de su madre que le decía que un filósofo era “un loco que se atormenta a sí mismo durante toda su vida, para que la gente pueda hablar de él cuando haya muerto”.
Sin embargo, la insistencia de ese hombre, durante más de la mitad de su vida, por construir ese instrumento de claridad, la Enciclopedia, finalizó al fin con una obra casi inconcebible por su brutal extensión de 25.000 páginas y casi 72.000 artículos, pero sobre todo, con uno de los ejemplos mayores de fe en el ser humano y de compromiso con los demás. Porque la Enciclopedia fue algo más que un simple diccionario y toda su concepción y creación es un fascinante ejemplo de libertad e ingenio.

La visión puramente humanística de la enciclopedia por ejemplo, obviaba en general la historia de reyes, santos o grandes batallas, pero podía dedicar un número exorbitante de páginas a describir hasta el detalle instrumentos manuales tan humildes como un alfiler, al que se dedicaban nada menos que 5.000 palabras detallando cada una de las 18 operaciones que tenía el proceso de su fabricación. Pese a todos los intentos censuradores de las fuerzas políticas y sobre todo religiosas de la reacción y la tiniebla, los enciclopedistas fueron capaces de introducir de múltiples e ingeniosos modos una filosofía sobre la libertad del hombre que se manifestaba por ejemplo en entradas como “Autoridad Política” cuya primera frase decía: “Ningún hombre ha recibido de la naturaleza el derecho de mandar sobre otros.” Otras veces, se buscaban modos más sutiles, como por ejemplo con la entrada “Duc” (también búho en francés) donde el lector encontraba primero la descripción del ave nocturna, y solo luego se refería a la alta nobleza. Igual sucedía con “Roi” que primeramente hablaba de “un ave de aproximadamente el tamaño de una hembra de pavo” y solo luego pasaba a disertar sobre los reyes de Francia. Como dice Philipp Blom en su maravilloso libro “Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales”, "el orden enciclopédico restablecía la ley de la naturaleza, en vez de reformar las convenciones sociales". En ocasiones, eran las referencias cruzadas entre las distintas entradas las que se utilizaban como medio aleccionador. Y así, tras el artículo para “Libertad de pensar” se añadía “Véase Intolerancia y Jesucristo”. O en la entrada "Antropofagia", “Véase Eucaristía y Comunión”. Y otras veces, el tono del artículo era tan pomposo y desproporcionadamente elogioso que era evidente que se trataba solo de una crítica irónica y sardónica.
Pero sin embargo se tomaban muy en serio los oficios artesanales, el saber de los hombres en su cotidianeidad, con grabados de una minuciosidad enfermiza, entrevistas por innumerables talleres con obreros de toda condición o maestros de los gremios. El foco estaba puesto en el ser humano, en su capacidad de dar luz cada día, en su inventiva, en su esfuerzo por dominar y entender la naturaleza y la técnica, en su genio.
En las mismas fechas, en Alemania, Gotthold Ephraim Lessing, otro ilustrado, nos dejó esta bellísima frase: “El valor de un hombre no consiste en la verdad que posee o cree poseer, sino en su esfuerzo sincero por llegar a poseerla; pues no es la posesión de la verdad, sino su búsqueda, lo que acrecienta las fuerzas y hace progresar en la virtud. Si Dios tuviese encerrada en su mano derecha toda la verdad, y en su izquierda sólo el ardiente anhelo de ella con la condición de hacerme errar eternamente, y me diese a elegir, caería humildemente sobre su mano izquierda exclamando: Padre, dame esto; la verdad pura te pertenece sólo a Ti”.
El primer ciego no es un pobre idiota que renuncia a la luz si no que en realidad repudia la visión sobrenatural desde un conocimiento del que no tiene ninguna noticia, alejado absolutamente de su experiencia, para creer, para confiar en lo que para él es empírico, su tacto. No renuncia a conocer, si no que lo hace con los humildes modos que tiene. Hannah Smith al fin aprende a leer, y quizá casualmente, quizá no, el aprendizaje en la lectura, que no es más que la apertura de la ventana a las vidas de otros, a las pieles de otros, al dolor de otros, a la suerte de otros, es la que le hace tener la conciencia definitiva de su existencia y su biografía. No sé si es casual también que la manifestación más profunda del amor y de la generosidad, cuando la piedad ha fracasado, sea la lectura de libros, el ofrecer a otro el conocimiento, alumbrarle con nuestra linterna.
Diderot, terminó su vida distanciado de su creación, de la que se sentía un esclavo y a la que guardaba quizá incluso rencor. Y aunque todavía vivió 19 años más, no fue capaz de dejar a la posteridad esa gran obra filosófica o novelesca de la que todos sus amigos le creían capaz, una obra que demostrase su originalidad, su genio vivaz. Sin embargo, a esos amigos que quizá se sintieron desilusionados con él, que pensaron que había desperdiciado su talento, a los otros, a los demás,

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