
La intensidad de ese dolor es tan sobrehumana que ejerce su dominio absoluto sobre el páramo helado en el que nos hemos convertido. El dolor se apodera del sentido: es el sentido. No es que nada lo tenga, no es que se pierda, es que ninguna otra cosa puede ser siquiera una triste sombra de esa presencia que tiende a ocupar todo el espacio. Así, no es insensato cuestionar los valores, la vida, la muerte, matar, morir. No es insensato comprender la futilidad de la existencia hasta entonces, la levedad del edificio mental que habitábamos y cuyas paredes no resistieron ni el primer soplo de ese hálito de desconsuelo. Lo insensato era lo otro, haber vivido en ese espejismo, en aquella confianza jactanciosa.
A aquel ser tembloroso yo le di nombre. Era: el despojo. Y con la perspectiva veo que fue un nombre afortunado. Despojar comparte raíz con espoliar, cuyo primer significado es arrancar la piel, el pellejo. Y yo, como despojo, era exactamente eso, un ser que había perdido su epidermis. Que había perdido la envoltura de ideas, recuerdos, concepciones, y creencias. Los proyectos y aspiraciones que hasta entonces envolvían mi carne sangrante hasta que ésta quedó expuesta, tras el desgarro, en su informe masa blanda de músculos, vísceras y venas latientes. En su absoluto y total desamparo.

Por eso, hace algunas semanas dejé de escribir en este blog. Porque estaba un tanto hastiado de mis propias naderías. Debo confesar que el motivo principal que me impulsó a comenzarlo fue de algún modo que sirviese como una auto-explicación. Como tantos otros, soy más capaz de ordenarme cuando escribo, pero incluso ese ordenamiento, una vez publicado, parece tan insustancial, tan decepcionante, tan torpe…no pensaba volver a escribir. Exponer esas reflexiones, que yo mismo juzgaba como necedades o pamplinas, me parecía una pedantería. Cancioncitas, algún poemilla ...cosas en las que entretenerse. Y ya está.
Colaboró en mi decisión el actual hartazgo absoluto que siento por el debate. En ese renacer, en ese redescubrir como enfocar la construcción de mi interior (no debería utilizar “reconstrucción” porque considero que en realidad no había construido nada en el pasado), al principio hay como un deseo infantil de explorarlo todo. Y parecía que la discusión, la argumentación eran poderosas armas. Pronto me he decepcionado de todo esto y la mayoría de las discusiones en las que me he enfangado me han espantado por el uso obsceno y absolutamente deshonesto del razonamiento en un continuado e indecente ritual masturbatorio de réplicas y contrarréplicas donde todo, la falacia, la mentira, el disparate o el ataque personal, está permitido y que no tienen más justificación ni objetivo que la petulancia y la egolatría. En este proceso he conocido a personas que dicen “disfrutar discutiendo”. Pocas cosas me han parecido más tristes y vacías y reconozco que he perdido horas en esa pantomima que se asemeja a las antiguas películas cómicas de persecuciones donde el perseguido arroja al perseguidor percheros, cubos de basura, jarrones, sillas, y cualquier cosa que se encuentra en su camino. De igual modo he visto a éstos arrojar sin ningún escrúpulo en su huida desquiciada argumentos elegidos al azar, nunca reflexionados ni considerados (no pre-meditados) hasta ese instante, y si acaso, uno, pacientemente, fuese capaz de apartar los obstáculos uno a uno y arrinconar al interlocutor en su propia construcción falsaria, empezar este a arrojar de nuevo los argumentos contrarios a los anteriores, los antagónicos, sin el menor atisbo de sonrojo.
Por su simbolismo no puedo evitar referir un suceso biográfico: hace algún tiempo trataba de explicar yo a uno de estos disfrutadores de la discusión un episodio de carácter estrictamente personal y sentimental. Tras media hora aproximadamente de charla, mi interlocutor me dijo que en realidad no le había dicho más que “milongas de principio a fin" para luego atribuirme en realidad otras razones, bastante más egoístas que las que yo había tratado de exponer, añadiendo finalmente que tal era su opinión y que consideraba exponerla un rasgo de honestidad. Al principio, reconozco que me sentí un tanto atónito. Luego, la perplejidad dio paso a una sensación de ser un imbécil redomado por haber perdido el tiempo otra vez de ese modo. Pero más tarde, reflexioné sobre varias cosas. Hay algunas obvias. Quizá la primera es por qué alguien, o quizá todos, llegamos a sentirnos tan importantes para suponer que quien nos habla está mintiéndonos durante media hora. Aquí hay algo más que un insulto y una apelación a la deshonestidad del otro: hay una concepción del valor del propio juicio, tan elevada que presupone que los demás mienten por lograr algún tipo de aprobación nuestra. Ya sé que resulta un tanto cínico igualar el hecho de mentir con el de demostrar algún tipo de interés pero lo cierto es que cuando el juicio del otro carece de auténtico relieve..¿a qué mentir? ¿para qué esforzarse? Quizá un tanto cruelmente pensé entonces: “pero …¿por qué cree que iba a molestarme yo en mentirle?" Y de eso se trata. Paradójicamente, ser mentido es visto como una prueba de nuestra importancia, de que no somos indiferentes. Importamos hasta el punto de que se falta a la verdad para buscar nuestra anuencia. Pero además somos sagaces y sutiles, pues lo “descubrimos”.
Luego uno sigue escarbando y deduce que esta persona considera que el que alguien pueda dedicar media hora de conversación -sobre un tema que afecta únicamente a quien lo expone- a construir una falsedad “de principio a fin” es como mínimo habitual o razonable. El hecho de que tal cosa no solo no se considere un absurdo sino al contrario, como algo muy probable dice más del acusador que del acusado. En la misma lógica, ese disfrutador de discusiones considera también que puede llamar mentiroso a su interlocutor sin prueba alguna (imposible demostrar nada en algo tan subjetivo e interior). ¿Y por qué puede? Porque lo piensa, porque ese es su juicio. O lo que es lo mismo, el juicio tiene un valor intrínseco más allá de su contenido por el mero hecho de ser propio. Esto se escucha a menudo con las cosas más extravagantes: “pues YO creo que quizá los pobres vivan mejor que nosotros” dice uno, “pues YO no estoy de acuerdo con la ciencia” dice otro. Pues YO creo que los polos no se derriten, dicen aquel. No importa que este o aquel aspecto de la realidad sea abrumadoramente evidente, cualquiera puede contradecirla con un “Yo no creo en eso”. Y el solo hecho de que la aseveración sea pronunciada por ese yo mayúsculo, expresión triunfante de si mismo, hace que no necesite ser demostrada. “Pues yo lo pienso así”, y ya es una última palabra, indiscutible, no hay nada más que decir. Se justifica todo: juicios infundados sobre personas, teorías descabelladas, existencia de seres sobrenaturales, cualquier cosa. El yo es un muro infranqueable y refractario a cualquier razón.

En mi caso singular, quien me acusa de mentir sin ofrecer fundamentación alguna considera además esta imputación como una prueba de su honestidad. La magnificación del yo hace que se convierta en un argumento per se. Un razonamiento no es ya verdadero o falso, sino honesto o deshonesto, y esto tiene que ver no con su adecuación a lo real, que es, en todo caso un valor secundario y tangencial, sino por su extensión del yo. Es honesto, porque es pronunciado por mí. Es honesto por el mero hecho de estar a mi servicio, y aún más, la expresión pública de mi juicio, sea este acertado o no, es de por sí, prueba de mi honestidad. Y esa "honestidad" es en realidad lo importante, pues la verdad de las cosas no importan, sino que importa únicamente el YO. Lo que el YO pronuncia, lo que el YO proclama. No importa que sean dislates. Por ser expresados adquieren el peso de la púrpura y aquel que habla puede exclamar orgullosamente: "digo esto y al menos soy honesto".
Kant establece en su Crítica de la razón pura las diferencias entre el saber, la opinión y la creencia. La opinión es un tener por verdad con conciencia de que la validez de nuestro juicio es insuficiente tanto subjetiva como objetivamente. Tenemos una creencia cuando consideramos que la validez subjetiva es suficiente pero no así la objetiva y finalmente tenemos saber cuando ambas con suficientes. La adición de fundamentos objetivos, el conocimiento, puede convertir la opinión en saber. Y la discusión, el debate, pueden ser armas eficacísimas para ese descubrimiento de los elementos de lo real que consiguen armar nuestras opiniones en su tránsito a las certezas. ¿Y para qué? Para ser hombres y mujeres libres, con juicios autónomos sometidos a una perpetua autocrítica, a un perseverante autoexamen en ese camino de la razón hacia su autoconocimiento. Lo contrario, es vivir sometidos a la heteronomía del prejuicio, la superstición o la mentira.
Pero en este territorio de yoes hiper inflamados, en esa exaltación de la propia identidad, la razón termina siendo justo lo contrario. Cuando nos encontramos con esas personas que “adoran discutir” ¿debemos pensar que “adoran” utilizar el encuentro de argumentos para la crítica y el autoexamen de las propias convicciones? ¿Debemos pensar que “adoran” reconocer las propias opiniones como aún carentes de fundamentaciones objetivas suficientes que deben ser buscadas con las aportaciones del interlocutor? A mí, el menos, lo que me parece es que toda esa pantomima no es más que un “como si” se razonase, un “como si” fuese crítico, un “como si” se aprendiese: un espectáculo pirotécnico más o menos luminoso en función del talento de quien lo ejecuta pero al servicio de la nada, de trazar figuras en el aire.

Y luego están esos otros, esos que “disfrutan” discutiendo y que entienden la controversia como una pelea donde lo que verdaderamente se dirime es la habilidad para discutir, y no la idea que motiva la discusión que es una mera excusa para el divertimento. Esos otros que priman la polémica sobre la dialéctica y que carecen de ningún deseo sincero de llegar a ningún fin último más allá de la mera exhibición pavorrealesca. Esos otros que confunden el “relativismo” con el puro cinismo.
El debate, que podría servir para ofrecer un poco de luz en este universo infinito en el que nos movemos ciegos, solo colabora en promover precisamente los modos de la ofuscación. Aquello que debería ser un instrumento para cuestionarnos para fortalecer en lo posible nuestras opiniones y ayudarnos a cambiar, funciona, única y exclusivamente como arbotantes del egoísmo y de la glorificación de ese yo inamovible.
Todo esto me ha agotado un poco. Me ha aburrido mi propia insignificancia tanto como la ajena. Leerme, en mi proceso, tan personal, de autobúsqueda, de deseo de ver algún reflejo de luz en este vacío de certezas ha resultado frustrante. Me considero un ser de saberes irrisorios, un pobre hombre cada vez más perdido. Y además sé que no hay ningún remedio, que será peor, que las vagas ideas que he ido moldeando aún un tanto informes en estos años, o meses, se verán desbordadas, arrasadas, destruidas por otras, que tampoco serán definitivas, que cada vez, eso espero, sabré menos, cada vez menos, mientras siga ampliando como es mi único deseo y lo único a lo que puedo aspirar, el ámbito de mi ignorancia. También reconozco, que pensar así, ha convertido el intentar aprender en algo muchísimo más hermoso. Precisamente por lo inalcanzable ahora tiene para mí una belleza que me conmueve.
¿Para qué escribir entonces? Porque en este proceso he encontrado a algunos y a algunas, pocos, que se saben tan ciegos como yo, con el mismo anhelo de ver, con la misma conciencia de lo paupérrimo de sus juicios y con la misma sensación de ser náufragos en un esquife inestable, apenas cuatro tablas mal ensambladas en un océano infinito que nos supera en todos los momentos. Y porque en una de estas lecturas que sirven para extender el territorio de lo ignoto, me encontré a Pierre Bourdieu diciendo que nuestra única esperanza era crear una red de informadores, de buena voluntad, que hablen, que se expresen en libertad, que deseen encontrar la verdad. Y esa red, de ciegos, de indigentes, de mutilados, a la que pertenecemos con esa humildad de los que nos sabemos derrotados de antemano en una lucha imposible, esa red de informadores que es tanto como un hospital de desahuciados, un hospicio, un albergue de menesterosos, en el que debemos colaborar para que no se derrumbe y cierre y a veces te toca recoger la mesa, limpiar los desperdicios, fregar la vajilla desvaída. Eso es todo, y para eso vuelvo a escribir, para extender mi mano a otros inválidos, a los otros ciegos. Y antes de empezar de nuevo, necesitaba explicar esto.

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