15.7.10

MATA HARI

Ella me pidió: “Si escribes sobre mí, llámame Mata Hari” y yo no entendí el seudónimo. Porque aunque quizá sea incluso aún más seductora que la bailarina, mi amiga padece una incapacidad radical para la mentira y la ruindad. Una imposibilidad física: es su tara, es su condena. A veces, como en un juego, le propongo planes maliciosos para castigar a algunos de sus ex – amantes más mezquinos y ella siempre los rechaza. Insisto otro día, de otra semana, de otro mes, con una nueva vuelta de tuerca de malignidad y los vuelve a rechazar. Luego averiguo que la Mata Hari histórica no era una espía, ni una traidora, sino que simplemente era una amante irreflexiva y valiente, un chivo expiatorio de una sociedad timorata, pueblerina e hipócritamente virtuosa. Entonces, imaginándola con su mirada altiva en las calles grises de Compostela, solo entonces, entiendo el alias que adopta mi amiga Mata Hari.

Mata Hari me envía mensajes durante la tarde del martes: “Estoy en un bucle, sálvame, rescátame”. Llegan sucediéndose en intervalos breves. Pero el martes no resulta una buena tarde para andar yo salvando a nadie: el martes es el día de los ahogados. Hay cosas que me diferencian mucho de ella: cuando yo dedicaba las tardes a alcoholizarme no lo narraba diciendo: “estoy en un bucle” sino que encontraba descripciones de mi comportamiento menos poéticas, más sucias: “Estoy deshaciéndome, estoy suicidándome, estoy jodiéndome vivo”. Mucho menos supe decir entonces: “sálvame, rescátame”. Y cuando aún sin yo pedirlo intentaron salvarme y rescatarme yo colgué el teléfono, no contesté a los mensajes, corté las líneas. Por eso, a pesar de que el martes no es día de salvar sino de ahogarse, subo a la zona vieja a buscarla. Porque yo también estaba entonces en un bucle sin saberlo, siguiendo una secuencia de instrucciones que se repetían mientras se cumpliese una condición prescrita. Y mi condición de entonces era “deshazte”, “suicídate”, “jódete vivo”.

Es de noche ya, y en una terraza me cubre con su cabello rubio el rostro y me susurra: rescátame, sálvame, mientras recibe únicamente mis habituales silencios, mi mirar al suelo. Solamente te acompañaré hasta dejarte en tu casa si nos vamos ahora, contesto. Qué más puedo hacer, soy un ahogado. Al fin, ni eso ocurrirá. No la rescataré, no la salvaré, no la acompañaré. “Como siempre” dirá ella cuando lea estas líneas y sonreirá y me seguirá queriendo igual al día siguiente. Y volverá a confiar en mí otra vez después de que yo vuelva a ignorar otra llamada, otro mensaje o encuentre alguna excusa estúpida para anular una cita en un café. “Como siempre” y no me reñirá nunca.

Así que ese martes, el día del ahogo, yo me vuelvo a mi cueva y la dejo en la puerta de A Casa das Crechas mientras camino bajo una fina llovizna. No miro atrás, pero sé que no me observa mientras me voy sino que se vuelve a la barra, a su bucle, a atisbar lo que ocurre a su alrededor con esos ojos que lo indagan todo. Y mientras yo atravieso Santiago braceando en ese calabobos de verano que cada vez me anega más, en ese bar, donde ella reina, aparece Ben Harper. Me lo imagino entrando, como despistado, silencioso, bajando la cabeza y dirigiéndose al fondo de la barra. Algunas chicas se acercan a hablar con él, a sacarse fotos a su lado. Todas excepto mi amiga Mata Hari, que únicamente hace lo que solo ella sabe hacer: trastocar el eje de traslación del planeta para que gire alrededor únicamente de su estrella, ejercer su fuerza gravitacional para que los astros modifiquen sus órbitas y quieran rozarla en las estaciones cálidas. Entonces, es sencillo entender por qué Ben Harper no es más que otra víctima de su fuerza de atracción y apenas tarda unos minutos en acercársele y preguntarle su nombre, deletrearlo azorado, y luego, comenzar su propio proceso de embobamiento. Y apenas unos instantes después, es fácil imaginarlo jugando a los juegos que ella propone, a esas pequeñas travesuras que se le caen de las manos casi sin querer, como esos aprendices de mago que saludan a una dama descubriéndose y sin querer también llenan el aire de palomas y papeles de colores que se le escapan del sombrero.

Pero ella tiene otros planes para esa noche. Ha venido a buscarla un tercero. Alguien que la cuida -éste sí-, alguien que no merece ser ignorado. Y Mata Hari entonces se despide de Ben Harper para irse. Y de nuevo yo puedo imaginármelo, confundido, preguntándose por qué le abandona, a dónde va, quien es esa mujer que le aturde, desconcertado, solo, en la barra de As Crechas con su copa entera, mientras ella desaparece en la misma fina llovizna que a mí ya me ha tragado en ese día de ahogo y naufragio en el que yo quise y no me quisieron, ella quiso y no la quisieron y Ben quiere y no le querrán. Y antes de que desaparezca, Ben Harper sale corriendo a la calle, la frena, le pide su teléfono y le pregunta: “¿Puedo llamarte mañana?” y la imagino contestando: “por supuesto que sí, Ben” y girándose hacia la noche de su bucle infinito.

Ni siquiera va a verle actuar. Es el cumpleaños de una amiga y cualquier amiga es más importante que Ben Harper para Mata Hari que venera la amistad y es insobornable. Me ha contado todo esto mientras dejábamos que la tarde transcurriese lentamente y yo le preguntaba: “¿por qué no dejas que entre el sol en el salón?” “Porque es demasiado” “¿Cómo va a ser demasiado el sol? No sabes lo que yo añoro los rayos de sol”. Es también cuando me dice: “si escribes sobre mí llámame Mata Hari”. Horas después, abandono el concierto antes de que termine. No me ha gustado, me aburre. Quizá es porque continúo ahogado y la música no es capaz de atravesar mis oídos llenos de agua, reverberación y abismo. Quizá estaba condenado de antemano a fracasar, tuvo que haber crecido de otro modo, se amputó y la savia que debía regarme no llegó a la fuente del deseo. Me hace pensar: entonces también el alma alimenta a la música, también crece a partir del latido. O quizá simplemente ha sido un concierto mediocre. Pienso: espero que seas mejor entretenedor como amante que como músico, Ben, más te vale. En la puerta, repartiendo publicidad me cruzo con el tipo que quiere matarme. Tengo que esperar y me siento en las escaleras mientras él pulula por allí, como una enfermedad en su metástasis. Cada vez que veo a ese sicario podrido de odio y violencia me entran sudores fríos. Creo que ya no es miedo sino una especie de radical incomprensión ante el mal. Ese mal infinito que se anuncia como una amenaza de sima insondable y que yo no comprendo, no desentraño, no traduzco a mi mundo. Es entonces cuando se me acerca Mata Hari que está esperando a que Ben Harper termine las últimas canciones y la llame. Supone que debe tranquilizarme y se ofrece a acompañarme. Nadie podría darme más seguridad: en los pliegues de sus sábanas han sollozado generales y reyes, se han resuelto cuestiones de estado, se han ganado y perdido guerras, pero decido que algún día hay que dejar de huir y mirar al miedo cara a cara. Así que le digo: “no hace falta, vete con Ben Harper y luego llámame y cuéntame”. Se gira y veo como empieza a bajar las escaleras de Platerías. Lo entiendo todo cuando se va: el pelotón de fusilamiento tuvo que dispararla con los ojos vendados para no sucumbir a sus encantos. Solo 4 de los 12 disparos alcanzaron su objetivo, un oficial le dio el tiro de gracia después de muerta quizá temeroso aún de que su poder hipnótico se manifestase aún desde la otra vida. Es ella, sí, la espía del otro mundo, la que gira en su propio bucle que se convierte en órbita para los asteroides solitarios del espacio. Se vuelve y me dice:
-Si escribes sobre esto, haz que sea bonito. Disfrázalo todo con tu imaginación desbordante
-Si yo no tengo eso-murmuro ahogado.
Ella rompe a reír y dice alegremente mientras me da la espalda:
-¡Si eso es todo lo que tienes! No tienes otra cosa.
Y se va. Será Ben Harper quien intente vanamente saber qué dicen sus pupilas. Será Ben Harper quien quizá escuche la música de sus manos. Será Ben Harper quien se extravíe en los laberintos de su agudeza como una arista de dulces filos.
Yo llego a casa, es de noche, me siento ante el teclado pero no tengo ninguna imaginación desbordante. Logro unir estas palabras bastante torpemente. Cómo hacer algo bonito si estoy ahogado, en mi propio bucle que es una corriente marina arrastrando el limo y el fango oceánico, los deshechos de los peces muertos, los animales extraños del abismo. Girando entre las regiones subterráneas del mar, sin principio ni fin, sin objetivos, abriendo la boca para tratar de explicarme y solo exhalando intentos fallidos de palabras, burbujas mudas, ondas que se desvanecen. Así que renuncio a hacer nada bonito. No puedo, no está en mí: no está en mi mano la belleza sino únicamente la verdad. Me pasa al escribir como a ella al vivir: tengo una incapacidad radical para mentir, una imposibilidad física. Y esta es mi tara. Esta es mi condena.

1 comentario:

Anónimo dijo...

TU CONDENA ES MUY HERMOSA. PUEDE SER LA SALVACIÓN PARA ALGUIEN. SIENTO TU TRISTEZA Y ME SIENTO TRISTE.