16.8.10

Autorretrato

Los encontré por primera vez en el Van Gogh Museum. Ella era delgada, de belleza cansada y llevaba un vestido blanco de lino. En la mano sostenía, como aprisionándola, una libretita de tapas de cuero cerrada con una goma negra. Él vestía una camiseta deportiva y pantalones desmontables cortos con mapas y guías de viaje en cada uno de sus grandes bolsillos. Tenía aspecto de chico educado y saludable. Cuando les vi, él se estaba despidiendo. Le rozó apenas la mejilla con el rostro y entró en la siguiente sala. Ella se quedo frente al autorretrato de Van Gogh, observándolo detenidamente.

Su presencia inmóvil empezó a suponer un obstáculo en la ordenada hilera de visitantes que recorría el sendero imaginario frente a las paredes del museo. Era un islote inesperado en aquel flujo continuo que desencadenaba perturbaciones fastidiosas creando espacios desocupados a su derecha y estancamientos a su izquierda. A veces, alguna de aquellas personas esperaba durante unos minutos que se le hacían interminables a que ella avanzase para poder ver el cuadro desde su frontal exacto. Cuando se daba cuenta de que aquella chica no tenía intención de sumergirse en la misma corriente de individuos bien educados, se ponían a su espalda, muy cerca, casi empujándola, resoplando en su cuello. Otras hacían ostensibles gestos de desaprobación o se colocaban delante de ella intentando taparle la vista. Nada de esto hizo que ella se moviese ni siquiera un centímetro. Permanecía igual, mirando con calma y atención a aquel rostro que parecía sólo dirigirse a ella. Imaginé a todos aquellos visitantes pensando malhumorados: las filas son para seguirlas, unos cuantos minutos son más que suficiente para ver cualquier cuadro, y más uno tan pequeño, ¿qué pasaría si cada uno de nosotros se detuviese donde quisiera de forma indefinida? ¿Qué pasaría, eh? ¿Qué pasaría? Sí. ¿qué pasaría si ante el arte nos detuviésemos serena y pausadamente...Sí, qué pasaría. Quizá incluso alguno llegaría a apreciarlo.

Pero desde luego yo no sería de esos. Yo soy de los que siguen la fila. No por disciplina, claro está. De hecho la sigo a saltos, o al revés, para parecer un poco rebelde. Pero la sigo, sencillamente por pura insuficiencia intelectual. Para qué negarlo, mis acercamientos, más bien anecdóticos, al mundo de las artes plásticas lo único que me devuelven son preguntas cuya respuesta conozco muy bien: por qué no sabes más acerca del significado del color, por qué no sabes más sobre las formas, por qué no sabes más sobre la intención, sobre la técnica, sobre la perspectiva, el trazo, sobre los materiales, sobre los símbolos, por qué no sabes más acerca del alma, del sentimiento, del espíritu. Así que yo lo intento, pero frente a un cuadro soy un poco como un chucho ante un teorema matemático: lo olisqueo con curiosidad, miro a ver si se come y luego me doy la vuelta moviendo el rabo. No tardo en aburrirme de que cada obra, cada pintura, me escupa a la cara mi ignorancia y mi imbecilidad, mi insensibilidad ciega y descubra de forma diáfana la vacuidad que se disimula tras mi finísima capa de barniz cultural. Y cuando eso ocurre, sigo la fila como todo el mundo y adopto las mismas caras de fingido interés que los demás ante obras inmortales que deberían hablarme pero que desde luego yo no escucho. Porque… ¿cómo saber que esas flores casi mustias evocan la fragilidad, lo efímero de la belleza y la existencia? Si sólo son flores en un tiesto. ¿Cómo saber que esos campos de trigo son la imagen de la vida vigorosa que espera ser segada por una muerte que adopta la forma de un campesino insignificante y sin rostro bajo un torrente de cegadora luz amarilla? Sólo es un campo de trigo.

Así que rápidamente me entran deseos de largarme y ante esas pinturas que deberían conmoverme en lo más hondo y que son solo mudos testigos del abismo de incomprensión que nos separa yo pienso: “para que me llamen gilipollas a la puta cara prefiero ir a ligar al Maycar”.

Y por eso me sorprendió encontrarla de nuevo, cuando yo me iba tras terminar mi recorrido, todavía frente al autorretrato, aferrándose a aquella libretita negra casi con fiereza, como si dudase ante el impulso de abrirla, temiendo quizá que al hacerlo se desencadenasen fuerzas incontroladas, se produjesen decisiones irrevocables.

La fila de visitantes, de algún modo se había adaptado a aquel obstáculo y ella se había convertido en una parte más del mobiliario del museo. Todo era tan mecánico que aquel discurrir de parejas, excursiones, pocos tipos solitarios, como cumpliendo alguna orden inscrita en su código etológico, sorteaba aquello que se interponía en su camino con suave mansedumbre, con orden, manteniendo esa latencia perfecta de pasos entre los cuadros. Entonces llegó él, que también había terminado su recorrido. Cuando la vio, todavía detenida ante el autorretrato, adoptó una expresión de cierto hastío mal disimulado. Pero era ese desagrado falso que se imposta sobre un desagrado real. Un aburrimiento que anida profundo y otro que se teatraliza, que se exhibe pero como si no quisiera exhibirse, como si se hubiese escabullido. Y aquel rostro saludable y educado, representaba mientras se acercaba a ella esta comedia: Finjo que no estoy cansado de tus caprichos y muestro comprensión y respeto con tus intereses, pero enseño este destello de disgusto para que parezca que no se fingir, que se me pierde como una fuga de mi, y así ese respeto y esa comprensión adquieran más valor a tus ojos. Por el hecho de ser forzados. Me esfuerzo.

Sin embargo, ella estaba muy lejos del mundo y pareció no darse cuenta de aquel teatro de metadisgustos dentro del disgusto. O simplemente ya se había acostumbrado a esas pequeñas mentiras cotidianas y ni se molestaba en fingir su papel en la función. Me dio la impresión de que él se sintió un tanto frustrado como actor. Era un papel con cierta elaboración y estaba siendo ignorado, así que se acercó e inició esta conversación que yo no pude escuchar de ningún modo dada mi posición lejana en la sala pero que soy capaz de transcribir literalmente pues se desarrolló en el lenguaje universal de los capullos que ella tradujo fielmente en los pequeños surcos de su frente al idioma, también universal, de los soñadores frustrados.

-¡Pero aún aquí! Cariño... ¿no piensas visitar el resto del museo? Te has fijado que hay otros cuadros? ¡Mira! Ahí tienes otro.

-si, claro –como despertando- claro que me gustaría ver los demás
-Cariño, -se acabo la broma- yo ya he visitado las tres plantas, llevamos aquí casi dos horas. Yo creo que no se puede perder tanto tiempo con un solo cuadro. Y ahora que hago yo. ¿Me los tengo que ver todos otra vez?
-no, claro, lo siento
-A ver, a mí no me importa esperarte un ratito en la tienda del museo. Pero no puedes estar dos horas en cada cuadro.
-lo siento, de verdad, no me di cuenta del tiempo que pasaba.
-Ya pero mira ahora, ¿qué hacemos? Tenemos que ir a otros sitios. No vivimos aquí, tenemos que hacer otras cosas.
-si quieres ya no veo lo demás
-Seguro, cariño? No te importa, ¿de verdad?
-no, no, claro, tienes razón, es demasiado tiempo
-A ver, que si esto es muy importante para ti, puedes ir a ver el resto rápidamente y yo te espero tomando un café o comprando postales. Si te pones, los liquidas rápido. Este museo no es tan grande como otros que hemos visto, se ve rápido.
-no, no de verdad. no es importante, vámonos.

Y él, con otro beso apenas rozado en la mejilla la intenta animar, positivo:

-Ya volveremos en otro viaje con más tiempo. Que esto siempre va a estar ahí.
-claro.

Entonces lleva la mano a una de las guías, al mapa, y le veo dirigirse hacia la salida. Pero antes, es incapaz de retener dentro de sí la frase que lleva una hora pugnando por salir de su boca:

-De todas maneras, no entiendo qué le puedes ver a un cuadro, que además es un autorretrato de un tipo, por muy Van Gogh que sea, para estar dos horas mirando para él.

Y ella calla. Ella calla porque la alternativa es dejar de expresarse en el idioma de los soñadores frustrados cuyas sílabas solo son capaces de unirse para producir asentimientos y tratar de articular alguna palabra, aún balbuceante y torpe, en el habla esplendida de la utopía posible. Y si ella fuese capaz de pronunciar esos fonemas luminosos quizá le diría en traducción simultánea al idioma capullo, dialecto perdonavidas, que bajo la capa de pigmento, en cada trazo de Van Gogh bulle materia viva. Materia viva indefinible, en un sustrato hormigueante de carne, piel, angustia y tierra, que a veces, de cuando en cuando se mueve, provocando ligeras ondas, conmociones apenas milimétricas que solo aquel observador que mira muy fijamente, durante mucho tiempo, durante tiempo infinito puede de algún modo vislumbrar. Le diría que esa latencia modifica las direcciones de los trazos y los tonos de color, y que los cuadros mutan al ritmo del latido de ese existir subterráneo de vísceras bajo la piel. Le diría que las líneas de ese rostro de abismo incomunicable parecen converger hacia un vacío central en sus ojos, como un agujero negro de pavor que arrastra estos trazos de la barba, de las mejillas, de los labios. Le diría que está segura que pasarán los años y los siglos y el cuadro se consumirá a sí mismo en esa absorción desde esa nada terrible de esa mirada salvaje y llena de tristeza y rabia. Que lo que estaba observando no era una obra terminada sino un proceso de destrucción y hundimiento en el vacío, que ya se había iniciado mucho antes del nacimiento de van Gogh y que continúa tras su muerte en esa figuración de su rostro infinito, sumidero de sí mismo. Le diría que estaría una vida entera asistiendo a ese fin continuado, reflejo exacto de su propio ahogamiento constante, eterno, que estaba encogiendo su alma, su piel, que convertía sus dedos en varillas quebradizas, que la enmudecía robándole el aliento y las palabras. Que ya solo sabía pronunciar hacia adentro, y que incluso progresivamente, se abortaba ese diálogo interior, antes de nacer como ecos muertos que rebotaban en su cabeza vacía y no había dentro más que silencio, y ya ni se hablaba a sí misma. Que le hundía los ojos hacia esa sima insondable, ese mirar hacia dentro, que la estaba aspirando como a Van Gogh su sima y que ella también con los años, con los siglos, desaparecería en su propio agujero, como el ultimo grano de arena cayendo en el reloj, cerrándose en un flop y ya no habría más que un lienzo en blanco, testigo callado de su paso por el mundo.

Ese día les volví a ver, horas después. Parecían dirigirse hacia el museo de cera de Mmd. Tussaud. Estaban de suerte. Se presentaban nuevas esculturas de Obama, Beckham y Kyle Minogue. Él avanzaba con sus mapas y sus guías a paso rápido esperándola impaciente unos segundos cada pocos metros y volviéndola a dejar atrás. Ella iba tras él con la mirada un poco cabizbaja, agarrando con fuerza la libretita negra que no había llegado a abrir. Tan fuerte que las yemas de sus dedos estaban de color blanco. Si la hubiese abierto, si hubiese cogido el bolígrafo con sus dedos en extinción quizá todo cambiase, quizá surgirían otras palabras, de ese idioma desconocido, apuntes, esbozos, dibujos de sí misma hacia fuera. Pero seguía cerrada, como un tesoro del que ella no tenía la llave.

A dos metros de él, tan saludable, como tirada de una correa invisible, me recordó a esos perros vagabundos que a veces nos siguen manteniendo cierta distancia, entre atemorizados y anhelantes. Cuyos ojos de tristeza profunda parecen decirnos: “ya sé que no eres mi dueño, ya sé que no me quieres, pero quizá podrías darme algo de comer.”

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