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10.9.06
Desnacer
Mamá trabajó para la Unesco a partir de la derrota del 67. Organizó las escuelas en los campos de refugiados, primero en Jordania, hasta el septiembre negro en el 70 y luego en Líbano. Era como una especie de maga que llegaba a las aulas, bajo las lonas de color verde y con los niños sentados en esterillas, con regalos en forma de ceras de colores, caligrafías árabes y blocs de dibujo. Entretanto yo crecí entre la escuela jesuita de Jerusalén y largas, largas vacaciones en Tierra de Campos. Saltando de un desierto a otro aprendí a ver la vida bullir tanto en esas inmensas ruedas de trigo segado como en los despeñaderos arcillosos de Jericó, hollando la arena de profetas y santones alucinados.
Pero en el 80 se marchó. No aguantaba más. Fue otro septiembre, cuando perdió a sus niños de Sabra y Chatila y todavía pudo recoger de entre los restos quemados y los cúmulos de cadáveres algunos dibujos e intentos de letras infantiles. En uno de ellos aparecía ella, junto al Toyota con las grandes letras de las ONU, cargada de lápices de colores. Guardó todo en una carpeta que nunca abría y volvió a Tierra de Campos a perder su mirada en los oteros cercados de amarillo.
Yo llevaba un anillo con la estrella y la media luna, recuerdo de mi padre, ya muerto, y así conocí a Henné. Estudiaba fiología y miró a mi dedo como hechizada. Ella llevaba un diario lleno de poemas y una sonrisa nunca vencida. Decía que quería aprender a desnacer. Le hablé de mamá y su dibujo y me llevó a su casa donde me amó, sobre la almohada un borrón de un todoterreno blanco y azul y a su alrededor todos los colores del arco iris, pero sobre todo el rojo. Yo sigo escribiendo a mamá y Henné quiere ver esos paisajes de grandes mares de trigo. Ella es libre como un pájaro y vuela a veces en otros brazos, pero dice que sólo en los míos se le escapa una lágrima. Riega mi cuerpo de arena y crea en pequeños lugares oasis donde crecen las palmeras. Tal vez amar sea sólo ofrecer un cauce a las lágrimas de otros.
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