19.11.09

Piratas

En el primer tercio del siglo XX Estados Unidos llevó a cabo varias intervenciones militares en sudamérica para defender los intereses de empresas como la United Fruit Company o la Standard Fruit Company. Estas corporaciones controlaban el mercado de tabaco, caña de azucar y, sobre todo, bananas. Se inició así, el sistema de explotación colonial conocido como de “repúblicas bananeras” que más o menos se puede resumir de este modo: empresas de los países colonizadores llegan a acuerdos de explotación de recursos con regímenes golpistas, gobiernos títeres o sin ninguna legitimación democrática y en caso de ser necesario, las potencias coloniales defienden militarmente esos acuerdos. En esas dos décadas, el cuerpo de marines tuvo una actividad tan frenética en la defensa de los intereses comerciales de EEUU que tuvo incluso que crear un manual operativo llamado The Strategy and Tactics of Small Wars que sirvió de referencia teórica para las intervenciones a pequeña escala. En esos conflictos de carácter puramente económico, basados en la “doctrina Monroe” que preconizaba un tutelaje por parte de USA del continente americano, alcanzó un enorme prestigio el general de brigada Smedley Butler, el marine más condecorado en la historia del cuerpo, con dos medallas de Honor del congreso. Smedley, que además de un patriota americano, era un hombre honrado, escribió posteriormente sus impresiones de esos años en el libro “War is a racket” (“la guerra es un negocio sucio”) en el que vertía estas frases:

"Pasé 33 años y 4 meses de servicio militar activo, y durante ese período la mayor parte de mi tiempo mi función fue trabajar como matón de primera categoría para el Gran Capital, para Wall Street y los banqueros. En resumen: yo era un chantajista, un delincuente organizado al servicio del capitalismo. Colaboré en convertir México -y en especial Tampico- en un lugar seguro para los intereses petrolíferos norteamericanos en 1914. Contribuí a hacer de Haití y Cuba lugares decentes para que los chicos del National City Bank sacaran beneficios. Tomé parte en la violación de media docena de repúblicas centroamericanas para el lucro de Wall Street. Ayudé a purificar Nicaragua para el International Banking House de los hermanos Brown entre 1902 y 1912. Traje la luz a la República Dominicana en nombre de los intereses americanos del azúcar en 1916. Ayudé a convertir Honduras en un lugar idóneo para las compañías de frutas americanas en 1903. En China en 1927 me encargué de que la Standard Oil trabajara sin interferencias. Retrospectivamente creo que podría haber dado a Al Capone unas cuantas lecciones. A lo más que llegó él fue a operar con su banda en tres distritos. Yo operé en tres continentes".

Peter Singer en “Un solo mundo”, reflexiona sobre la legitimidad moral de establecer relaciones comerciales con países con regímenes ilegítimos. La idea resulta obvia. Se trata casi siempre de explotación de recursos o materias primas, no de bienes manufacturados. Las materias primas de un país son finitas y su propiedad es de todos los ciudadanos de ese estado. La usurpación del poder por medios no legítimos es también un saqueo de esos bienes finitos y su comercio es equiparable a la compra de objetos robados. Sobre esto, en primer lugar, cabe preguntarse como establecer la legitimidad o no de un régimen. Para evitar disquisiciones que alargarían mucho lo que me ocupa voy a interpretar ese término de un modo muy flexible y tolerante, y no solo incluiré, por supuesto, a las democracias emergentes aún poco consolidadas si no también, a estados como las monarquías petroleras, el régimen de los ayatollahs, China, etc, donde hay cierta aquiescencia de la población y no se ejerce una represión rigurosa a los ciudadanos. Sin embargo, lo que parece obvio para cualquiera es que no podemos incluir bajo ningún punto de vista como gobierno legítimo a uno integrado por señores de la guerra, militares golpistas que practican una coacción violenta sobre la población en lugares que permanecen en una situación estacionaria de guerracivilismo y en los que no hay ni siquiera un control efectivo del territorio. Estos gobernantes, de ningún modo “representan” un estado sino que son únicamente representantes de si mismos, no tienen ningún derecho moral a expropiar y vender los recursos del país que dominan, y cualquier tipo de acuerdo comercial con ellos, es en realidad una complicidad necesaria para el despojo y la rapiña de bienes de los ciudadanos de ese país que en ningún caso han otorgado ninguna legitimidad para disponer de ellos. Y peor aún, los beneficios de ese comercio son una tentación constante a nuevos derrocamientos, nuevos golpes y nuevas muertes.

Que me corrijan si estoy equivocado, pero soy incapaz de observar ninguna diferencia entre las prácticas mafiosas americanas de principio de siglo, con las que lleva a cabo la Unión Europea en los bancos pesqueros del índico. Unos empresarios, en este caso armadores, llegan a acuerdos de explotación sobre productos no renovables, los bancos pesqueros, con un gobierno de militares integrado por señores feudales de un territorio en perpetuo estado de guerra civil, en lo que constituye una explotación clara de la riqueza natural de un país por parte de una minoría armada. Obviemos preguntarnos acerca de la limpieza y la transparencia de estos acuerdos porque es indiferente: son inmorales en sí mismos. Posteriormente esos empresarios, armadores, envían a sus trabajadores a exprimir esos recursos sin ninguna garantía de seguridad, aún al contrario, sabiendo perfectamente que corren un riesgo cierto para sus vidas, sometiendo así a las instituciones de su país a un chantaje permanente para “garantizar” la seguridad de su negocio. Y al cabo, los pescadores son de facto rehenes, pero no de los piratas, si no rehenes de sus propios armadores que los utilizan para coaccionar a cada uno de sus gobiernos imponiéndoles una política de hechos consumados para que inicien una escalada de defensa militar. Colocando conscientemente a los trabajadores en completa disponibilidad de ser atacados para obligar a ser defendidos.
Entonces…¿hay alguna diferencia? ¿Hay alguna diferencia con la explotación del Congo Belga por parte de Leopoldo II? ¿Hay alguna diferencia con los acuerdos a que llegó la Compañía de Indias Británica, con la salvaguarda de su ejército, con los Maharajaes de los reinos títeres de la india?

Somalia es uno de los países que está en el debate permanente acerca del envío de ayuda humanitaria. ¿Debe enviarse ayuda humanitaria a países en los que no se puede garantizar adecuadamente que esta llegue a sus destinatarios? Pero por otra parte..¿no se somete así a sus miserables habitantes a una doble condena? Los organismos internacionales y las ONG´s mantienen este debate ético abierto en el que precisamente Somalia es el ojo del huracán que provoca esta controversia. Pero increíblemente, quien puede no ser un sujeto válido para recibir ayuda humanitaria, si que lo es para firmar acuerdos de comercio y explotación de recursos claramente usurpados fraudulentamente.

Todo esto, además, abre un nuevo espacio de reflexión ecológica. Estoy pensando en el principio de rendimientos decrecientes enunciado por David Ricardo, que parece seguir siendo útil en lo que se refiere a describir las operaciones de explotación de las materias primas. Supongamos un estado que vende un producto determinado en el que tiene por sus condiciones geofísicas, una “ventaja comparativa” en su obtención, por ejemplo, las bananas en Ecuador. En un primer momento, las bananas se producen por mano de obra acostumbrada a esa explotación en los terrenos más adecuados y fructíferos, generando un rendimiento determinado. El aumento de la producción puede hacerse hasta cierto punto con mejoras en la explotación en esos mismos terrenos, pero se trata de materias primas y recursos finitos, o lo que es lo mismo, este aumento no puede producirse indefinidamente y llega un momento en que la producción solo puede aumentarse buscando nuevos terrenos. Estos terrenos ya no son tan adecuados, quizá están más lejos de los centros de distribución, necesitan una mano de obra que hay que capacitar y ofrecerán un rendimiento inferior al que ofrecían los primeros. En cada subsiguiente aumento de la producción habrá una bajada media del rendimiento, con terrenos cada vez menos fértiles, más lejanos, con peores infraestructuras, etc. Esto es aplicable, creo, a la sobreexplotación pesquera. Quizá habría que preguntarse que clase de desarrollo estamos generando, en el que tras esquilmar y arrasar todos los caladeros pesqueros propios y cercanos, todavía es posible obtener rendimientos en explotar otros, a enorme distancia, sin infraestructuras de almacenaje ni transporte, pagando sobornos y rescates, contratando seguridad privada y hasta fletando barcos de guerra. ¿Es este el futuro que nos espera para conseguir los alimentos que malgastamos? Hoy somos capaces de resucitar un modelo de explotación colonial propio de otros siglos para conseguir unos atunes que previamente hemos exterminado de nuestros territorios por una política suicida de crecimiento insostenible. ¿Hasta dónde no llegaremos mañana? ¿Qué no haremos mañana? Piratas…¿Quiénes son los piratas?

20.10.09

Haciendo amigos


Para que siga creciendo incesantemente la estima y la consideración que sienten por mí mis vecinos, para que siga recibiendo ese caudal que sobre mí vierten de respeto, aprecio, cariño, y por qué no decirlo, cojones, de amor, si de puro amor...bueno, pues he escrito y me han publicado esto:




23.9.09

JUICIOS


Habrá a quien le guste acertar. A mí no. Hay como una derrota en darse a uno mismo la razón. Es como el reconocimiento de una incapacidad de ir más lejos. Uno se crea una opinión con cuatro banalidades a las que tiene acceso tras meditar diez minutos en el sillón de su casa y cuando posteriormente se acerca, incluso físicamente, a la realidad que había imaginado, ésta es incapaz de ofrecerle otros ámbitos de referencia que aquellos que ya uno se había dado a si mismo. ¿Era esa realidad tan pobre? ¿Tenía yo una visión tan clarividente? Siendo honestos, lo único que aquí hay es la miseria del juicio paupérrimo, la insignificancia del modo de mirar y una incompetencia categórica para distinguir, para intuir siquiera al otro. Así, tener razón, confirmar la opinión preestablecida, no es más que, uno más, otro más, un fracaso incuestionable. Una nueva y concluyente evidencia del alcance de la inopia. Sí, acertar es una capitulación. Mantener una opinión es sospechoso. ¿Se convirtió la opinión en “saber” al rodearla de fundamentos objetivos? ¿Se robusteció la débil rama de esa primera aproximación con el ejercicio de la crítica? Que va. Todo está al mismo nivel de superficialidad de siempre.

¿Y acaso podía ser de otro modo? ¿Alguna vez fue diferente? ¿Qué viste en la India, Jorge? Y la respuesta es: “nada”. Tuve la sensación constante, cada día, cada minuto, de estar ante una especie de modesta puesta en escena en la que todos los papeles estaban repartidos y se representaban de forma incluso cansina. Una compañía venida a menos con los actores actuando como con desgana. Los que mejor lo hacíamos éramos nosotros, los viajeros, que de algún modo parecíamos estar ansiosos por recibir el espectáculo de la pobreza. Ya en los primeros instantes, apenas dejado el aeropuerto, atravesando Delhi silenciosa en la noche, alguien señalaba por la ventana: “¡mira uno durmiendo en la calle!” y todos nos abalanzábamos a mirar, como si no hubiésemos visto jamás tal evento, anhelando el comienzo del espectáculo. Y el Espectáculo se nos ofrece al fin, pero de forma limitada, y también representada: los niños dejan durante unos momentos sus juegos y sus querellas y se acercan a uno llevándose las manos a la boca, con los gestos aprendidos de la mendicidad; los padres les miran aburridos desde la acera de enfrente, no hay policías por allí, ni asistentes sociales, ni en ningún momento aparece ni una sombra reconocible del estado, de alguien que tutele, de alguien a quien le importe una mierda nada, ni siquiera el orden público que tampoco parece puesto en cuestión. Y en los templos, vemos a la gente rezando ese retahila enorme de gilipolleces, que se convierten en un reflejo exagerado de las nuestras, y también parece mentira, una ficción, un teatrillo, unos que rezan al dios mono, otros al dios jabalí, otros a un tipo al que su padre le cortó la cabeza y le puso la de un elefante, otros enjuagándose en el lodazal infecto de su río sagrado, otros que se arrodillan ante una niña de 4 años que ejerce de “diosa viviente” enclaustrada en un palacete ajado y que nos mira seriamente unos instantes desde la ventana de su celda y su encierro. Todo mentira, más dioses, trescientos treinta millones, casi uno por barba. Todo absurdo, no puede ser verdad, es una farsa, están actuando para nosotros, para que les compremos bálsamo de tigre y bufandas de cachemira. Una religión que parecería los Pokemon, si los Pokemon los hubiese ideado un imbécil. Pero claro, cómo reírse cuando a tu lado se celebra cada domingo comer la carne y beber la sangre de un hombre al que torturaron hasta morir, cuando se adora el símbolo de la tortura colocándolo en las aulas donde se educa a los niños y se lleva colgado del cuello. Cómo burlarse cuando el culto a los santos es una especie de parodia de los cómics de Marvel donde una tipa domina las tormentas, otra impide la lluvia, otro la trae, otro encuentra objetos perdidos, otro cura los sabañones…y así toda la nómina del santoral católico que deja a los Cuatro Fantásticos como unos pobres aficionados.

Todo mentira. Los golpes de pecho nuestros: parte de la comedia. De vez en cuando, entre compra y compra, alguien dice: “se me parte el corazón verlos así” y otro contesta: “ay, si” y se arroja con ardor sobre unos collares de azurita. Y a fin de cuentas, eran buenas personas, sensibles, ni se me ocurre a mí ejercer de moralista que fui bastante peor, me importó bastante menos, no repartí ni una triste limosna y ni me molestaba en mirar la escena comportándome como hago en otras obras de teatro a las que voy y me parecen pésimas (vivo en Galicia, es el pan de cada día): sacándome un libro y poniéndome a leer (excepto en el caso de que sea literatura galega, un oxymoron, que solo hago que leo).

Una pantomima. Y los golpes de pecho en realidad aparecen solo los últimos días, como si tras el Taj Mahal, los monos por la calle, el Himalaya y las compras, quedase lo último: el sentir lástima. Oigan que yo he pagado por esto. Y realmente hay que impostarlo pero no por culpa nuestra si no porque la realidad, en realidad, no da pena. Los niños no se lo trabajan, y tampoco hay tantos. Uno esperaría legiones de menesterosos, pero no. Posiblemente la compañía debe de estar reduciendo el plantel porque ahora ya solo ponen un leproso. Por lo menos en el pase que me hicieron para mí. Cuando lo vi venir agitando dramáticamente las manos sin dedos pensé: “hombre, el que faltaba pal duro”. Tullidos, los justos, para salir del paso. Cadáveres por las calles y eso, nada de nada, ni uno. Lo cierto es que no, no se lo curran nada. Si hasta las chabolas parecen de mentira. Además, están todos los demás mirones que le quitan credibilidad a la función. Si al lado del niño harapiento que se lleva las manos a la boca hay decenas de comerciantes enfrascados con sus cosas, ofreciendo pashminas o comiendo la sopa boba, viandantes que pasan, gente que sube y baja a sus cosas, pues..al niño es que te lo crees menos. Si hay millones a los que parece no escandalizarse que otros millones sufran, no puede ser cierto. ¿O es lo que hacemos nosotros todos los días? Pero al cabo, cualquiera puede justamente preguntarse: “si a ellos parece importarles una mierda, ¿por qué me iba a importar a mí?” Pues porque pagamos por eso. No es cuestión de ética, es cuestión de que eso se contrataba en el folleto de la agencia.

Por supuesto algo aprendes hombre. Te quedas con cuatro pinceladas semi folclóricas sobre política, derechos sociales, y estas historias que aparecen en las guías porque si no, a ver que coño cuentas cuando llegues. Alguna anécdota social, que da impresión de que conoces y tal. Pero todo seguía siendo una pamplina, un puro fingir, unos y otros. Solo al caer la noche, cada día en la cama, leyendo a Naipaul parecía hallar algo de verdad. Parecía de algún modo resplandecer el conocimiento de otra realidad que estaba ahí, ante mí, pero oculta, viva en la literatura, en la no realidad. Pero incluso ni Naipaul pudo arrancar de mí ninguna emoción, más allá de cierto acercamiento antropológico, y ni él pudo enternecerme, ni a él parecía importarle, ni a sus personajes, ni a nadie. Nadie se escandaliza, nadie se niega a tolerarlo. Se soporta perfectamente. Y los temas son los atascos de Bombay, la política, la devoción a estos u otros dioses, a estas u otras castas, a estas u otras ideologías, nacionalistas, comunistas, las luchas religiosas, el fin del colonialismo, los nuevos retos, la industrialización voraz, el cine emergente, y de vez en cuando algún mendigo por aquí, otro por allá, paisajes con chabola al fondo. Decorados, postales, al fin.

Así que esto fue lo que vi. Nada. Nada que pudiese ser verdad. La verdad debía habitar en algún otro sitio, pero yo no sé donde. Y de repente, la mirada se retorció y me di cuenta que el juicio no podía ejercerse sobre el viaje, si no sobre el viajero. ¿Había visto antes, en las otras ocasiones alguna otra cosa? Y el pasado se apareció con su verdadero brillo: el brillo de la bisutería, de lo falso. Siempre había sido igual, comerciantes ofreciendo sus cosas, otros indigentes, otros niños mendigando ante la indiferencia de todos a su alrededor, momentos tramposos de “auténtica” inmersión cultural, bebiendo un te, en una noche “especial” protagonizados por esos actores que tienen en el tercer mundo y que se han especializado en darle charleta profunda e íntima a los viajeros que llevan pañuelos palestinos y visten pantalones desmontables. En fin, una representación previsible, rácana.

Y todavía peor, porque entonces apareció la verdadera motivación de viajar. Y se hizo nítido que no era aprender, evidentemente, pues no se aprende nada, si no, muy al contrario, de lo que se trata, es de enseñar. De mostrar al mundo, a nuestros compañeros de curro, a los que leen nuestros blogs, que deseamos cultivarnos, que somos curiosos, que tenemos afán por saber. Que somos valientes y arrojados, que arrostramos las dificultades con nuestra ropa avejentada de fondo de armario estilo “casual” para la ocasión y nuestros gadgets comprados en otros viajes (“este pañuelo lo compré en el sahara, es utilísimo”). Y en nuestra casa colocamos el mapa del mundo con las banderitas rojas sobre los países que visitamos para el pasmo y la envidia de nuestras amistades (¿Para qué si no? ¿Para recordárnoslo a nosotros mismos?). Y resulta que todas las vivencias profundas que hemos almacenado no van más allá de la admiración por algún paisaje, alguna diarrea (yo no, que felizmente puedo comer como un cerdo cualquier despojo putrefacto que le arranque a una cabra de la boca), alguna charla en una hoguera con un tipo del que se nos olvidó el nombre porque era muy raro, pero que fue muy bonita y muy íntima; alguna indisposición, otra molestia, un mínimo peligro de aventurerillo de tres al cuarto, aterrizajes de emergencia, perderse en ciudades “hostiles”, algún hurto…en fin. Eso es todo amigos. Al fin, acaba siendo un almacenaje de vicioso coleccionista de banderitas en el mapa, únicamente de banderitas, y viajamos a los países más miserables para ahorrar más pasta y poder ir a más a lo largo del año, haya lo que haya, pongan lo que pongan, como cuando nosotros en la Expo de Sevilla que solo íbamos a los pabellones que no tenían cola (extraordinarios tesoros los que exhibían los recintos de El Chad, Bután, Samoa u Honduras), entrábamos y salíamos a toda ostia para que nos cuñaran el sello en el Pasaporte de la Expo y tener muchos. Pues esto igual. Y si un viaje pasa por 4 países, aunque solo sea un ratito en alguno, ya hacemos la inversión de nuestra vida, cuatro banderitas más, cuatro hitos más para soltar en nuestra charla underground a la salida del teatro o en la tetería que tiene revistas de cine en lugar de el Marca. Pura fachada presuntuosa, pura exhibición patética que todavía incluso nos proporciona una pátina moral, como si fuésemos mejores personas por viajar, por “querer saber”. Y tanto mejor si se viaja incómodo, aventureril, incluso aunque nos sobre la pasta, creyéndonos realmente la ilusión de que vemos otra realidad con nuestros ojos que no ven nuestros padres en sus “excursiones” (lo nuestro son “viajes” y porque no tenemos aún huevos de decir “expediciones”) solamente porque en su baño hay champús y zapatillas con la marca del hotel y en el nuestro no, porque ellos viajan en buses con aire acondicionado y nosotros no.

Armados con nuestros libros de escritores locales, como mi librito de Naipaul, sin sacarle fotos a todo lo que se mueve como hacen los mataos, si no solo a momentos y lugares muy especiales y originales para que todos vean lo fotógrafos que somos, comprando algún brazalete de cuero a algún aborigen, trayéndonos alguna cosa artesanal, un tejido, una cerámica, poniéndonos un gorrito de lana, un chaleco tribal para colaborar con el comercio justo y mostrar respeto e integración, chapurreando algunas palabras del idioma local….Y todavía yo, que participé como el que más de esta pose pseudo intelectual de engreimiento agudo, todavía yo, juzgaba con desprecio indisimulado a aquellos otros que iban a Tenerife a tomar el sol, o a Cancún en régimen de todo incluido. Y todavía yo, admiraba de algún modo a aquellos otros que en el colmo absoluto de la hinchazón petulante pavorrealesca se autoorganizaban viajes de integración indígena, asistiendo durante unos días o semanas al parque temático del tercer mundo, para luego traernos aquí, a los bares, entre birra y birra, el testimonio de la lucha por la vida de esos nobles nativos.

Pues ahora pienso que lo único que realmente me merece respeto es precisamente ese, o esa que se va a Malta a tomar el sol y a “desconectar de todo”. Ese, o esa, que atiende disciplinadamente las explicaciones de su guía ante una ruina griega en el intermedio del crucero. Cuando pensamos que el hecho de viajar, de volar, supone una agresión al ecosistema, que solo el avión genera un kilo de CO2 por pasajero cada 10.000 km. colaborando en la cadena de acontecimientos que luego, por ejemplo, provocan las inundaciones de Bangla Desh, con decenas de miles de muertos (“uff, que suerte, fíjate, yo volé allí solo unas semanas antes” y todos miramos al amigo viajero admirados…”oooh, aaah” y alguno pregunta “¿y no sospechaste nada?” como si estuviesen ahí los signos de la catástrofe para que nuestro amigo el clarividente los adivinase), cuando pensamos esto, ¿no resulta casi hasta repugnante creer que nuestra mera presencia como testigos de algún modo nos dignifica, que hacemos algo por los otros al traer su testimonio? ¿No resulta de una pedantería insufrible? Entono mi mea culpa. Yo también fui de esos. Yo también compré libros de viajes y viajeros. Tengo más en mi casa de los que se pueden encontrar en muchas buenas librerías de ciudad pequeña. Yo también me vi a mi mismo como un espía infiltrado molesto que traía a este nuestro mundo acomodado y ciego las noticias de la otra realidad, la de los otros, ejerciendo mi labor heroica de informador insobornable del país de los oprimidos. También coloqué mis banderitas en el mapamundi por los bares de ligoteo y colgué mis fotos en las redes sociales, también tenía mi frase, que aparentaba humildad y modestia, preparada para cuando alguien me decía “tú viajas mucho, ¿verdad?”.

Al fin, no creo haber aprendido nada, no creo ser mejor, si no al contrario, un pobre miserable, comprando en agencias de vuelos baratos reconocimiento social para mi mayor gloria. Al menos, el que viaja a las Canarias es honrado consigo mismo y con los demás. Nada me parece ahora más irrisorio que aquel que cree que su mera presencia en algún triste rincón del tercer mundo de alguna manera le absuelve. El frenesí consumista del viaje, todo lo que conlleva de destrucción de recursos. Viajemos, sí. Como hacemos todo lo demás, como quemamos combustibles, como contaminamos, como provocamos la muerte y la miseria de los otros a los que vamos a apoyar con nuestra presencia redentora, pero al menos reconozcamos que es como lo otro, como comprarse un coche nuevo porque el otro te dejó de gustar, porque tenemos dinero y podemos gastarlo. Al menos, el que está en la hamaca de un resort de Túnez no pretende exhibirse ante nadie ni se cree mejor que otros. Solo quería desconectar y nada más. Qué puede haber más presuntuoso que todos nosotros, salvapatrias ajenas pensándonos superiores a los demás por poder narrar con nuestro barniz rojillo multicultural las cuatro pijadas que los actores locales representaron para nosotros. Qué puede haber más presuntuoso que pensar que realmente hacemos algo por alguien sencillamente mirándolo. Qué puede haber más presuntuoso que pensarse en uno mismo comprendiendo, empatizando, una especie de enviado en busca de la verdad, comprometido en revelar a los amigotes en los bares de a Raíña lo que el sucio capitalismo oculta, en 11 días de los que hay que descontar los dos del viaje. ¿Qué viste en la India, Jorge? Pues bueno, algo si puedo decir: las piscinas de los hoteles eran muy mejorables.

14.8.09

PREJUICIOS

Es lo que tiene ser un vago. Que uno encuentra siempre sutiles y cada vez más ingeniosas excusas para no hacer lo que no le apetece. Ahora mismo, por ejemplo: salgo hacia India Nepal dentro de 49 minutos, en la cama hay una aceptable pirámide de ropa (aunque sería más correcta denominarla, mastaba) y la maleta está a medio hacer. Es obvio que terminaré haciéndola por el método volquete. Sin embargo, ordenar es tan aburrido, que prefiero desarrollar este experimento que se me ha ocurrido esta noche. Voy a exponer todos los prejuicios con los que viajo, y luego veremos a ver si hay alguno que se haya modificado, extinguido o confirmado. Colateralmente, el experimento tendrá también otra nada desdeñable vía de investigación, acerca de qué cosas imprescindibles me olvidaré esta vez, lo que sin duda empezaré a descubrir dentro de unas horas.

Queda claro que no aspiro a tener ninguna inmersión en la cultura local. En primer lugar, creo que hay que ser o muy pedante o muy ingenuo para pensar que realmente somos capaces de transformarnos o adquirir vivencias de otros. Pero en fin, si esto nunca ocurre, creo que esta vez, todavía menos. Nada de hostaluchos de mala muerte y comer la fritanga que venden los vagabundos. No, esta vez a todo trapo.

Creo que lo que voy a ver no me gustará. Creo que sea lo que sea, lo veré desde una jaula de oro en la que me proporcionarán un retrato amable y digerible. Creo que cuando desde mi autobús con aire acondicionado mire de pasada y tras los cristales el parque temático de la pobreza, la dosis de miseria estará perfectamente medida para que despierte en mí sentimientos caritativos y de empatía, pero no será lo suficientemente insoportable como para que realmente se produzca en mí ninguna transformación. Creo que a mi alrededor, mis compañeros, todos se sentirán bien sintiéndose vagamente humanitarios y que el propio hecho de descubrir que en su corazón hay un espacio para la misericordia y la compasión será el mayor descubrimiento de la ruta. Creo que el espectáculo amputado de amputaciones que veremos solo servirá para, en realidad, mirar en nuestro propio interior y absolvernos. En casa, ante los amigos diremos: “sientes un golpe muy profundo en el alma” y pronto olvidaremos qué motivó ese profundo golpe para solo recordar que no estamos endurecidos, que sabemos sufrir por los demás.

Creo que despreciaré ese espectáculo de presunta espiritualidad, y lo siento mucho, creo que pensaré que nuestra cultura, es mejor. En el libro “La insurrección que viene” se dice “El escándalo hace un siglo, residía en cualquier negación un poco provocadora; hoy reside en cualquier afirmación que no tiemble”. Pues eso: la nuestra es mejor. Pensaré que toda esa construcción presuntamente espiritual, lo inmaterial, lo místico, es una pura pamplina, que es una filfa, y que nuestra construcción, desde los griegos, la ilustración, los derechos del hombre, no es distinta…es que es mejor. Pensaré que con Voltaire, con Kant, podemos construir un mundo bello para el hombre..¿pero qué clase de asquerosidad podemos construir con el sistema de castas con ese perpetuo arrodillamiento ante dioses, ante ratas, vacas, monos, todos reencarnaciones de quién sabe qué?

Pensaré que va a repeler ver como se arrodillan, como rezan, en su pobreza misérrima, en su opiácea construcción del más allá mental, psíquico, incorpóreo, para que en aquí se produzcan las desigualdades más atroces, sostenidas por un corpus religioso que no es más que el fundamento del puro mal. Que los bellos templos, las hermosas estatuas, las entretenidas tradiciones, no son más que un dispendio de la voluntad humana del bien enfocado al mal.
Pensaré también que posiblemente encuentre entre toda esa miseria, ejemplos hermosos de fraternidad, de solidaridad, de generosidad. Sí, seguramente ahí estén también.

Pensaré que ayer estuve viendo a Leonard Cohen, en un concierto maravilloso, enternecedor, extraordinario, tan conmovedor…

Y Leonard Cohen inició su concierto arrodillado, y durante las tres horas en que nos estremeció y removió nuestras entrañas, se arrodilló una y otra vez, se arrodilló mientras desgranaba sus versos, quizá postrado en la belleza de la poesía, del amor y el desamor que navegaba en las palabras, quizá ante nosotros que le observábamos en un silencio vibrante, quizá ante el recuerdo de lo que le impulsó a escribirlas, quizá ante sus músicos que dejaban también allí su alma. Arrodillado ante el diálogo del hombre con el hombre, hablando de las cosas de los hombres, de los sentimientos de los hombres, de la vida de los hombres, para nosotros hombres. No dioses, hombres. Leonard Cohen, de pie, en silencio, con la cabeza inclinada y la mirada baja, el sombrero en la mano que lo lleva al pecho. Leonard Cohen, recibiendo el aplauso sobrecogido de decenas de miles de personas, y él mirando al suelo, como encogido.

Me quedan 8 minutos, qué cojones tengo.

1.8.09

XLI

El héroe asoma un poco la cabeza hacia la luz blanca. Está en el callejón oscuro desde donde puede construir sus discursos de héroe en la seguridad de esa noche cálida que le difumina, le acoge y le envuelve. En el callejón donde apenas extendiendo las manos puede tocar las paredes, en ese pequeño mundo donde se ha construido sus ideas de héroe. Fuera está el peligro, en lo blanco, en lo vasto, el peligro que él percibe como sólido, como perversamente real.

El héroe no tiene por qué dar un paso hacia la luz blanca, puede quedarse donde estaba. Ninguna fuerza irrefrenable le impulsa. Sabe que ha hecho otras cosas viles a lo largo de su vida. Y ese pasado miserable no le ha impedido seguir disertando sobre el bien y el mal, seguir existiendo. Sabe que ha traicionado a otras personas, que ha mentido, que ha robado, que ha hecho daño, que ha obrado según sus propios intereses y aquí sigue, entero, vivo para poder seguir mirándose a la cara y hablar de fidelidad, de honestidad, de ética. Sabe que está en su temperamento dudar de todo, poner todo en cuestión y que los valores de hoy no tendrán por qué ser los de mañana, sabe que no es capaz de hacerse incondicional de nada y de ahí deriva lógicamente que nada merece un sacrificio incondicional. El héroe ha leído mucho, a unos y a otros, y aunque disfruta de su construcción romántica del bien y del mal, aunque se emociona cuando en las novelas, en las películas, otros héroes, ficticios, entregan noblemente su vida por principios desesperados, ahora sospecha, cuando asoma la cabeza hacia la luz, hacia el miedo, hacia la sensación de hecatombe, de fin de todo, que no eran más que novelas y películas y que nada de eso sirve frente al anuncio de la conclusión, la amenaza, sólida, perversamente real, que se aposta en la luz a la que mira de soslayo.

El héroe sabe que si quiere puede construirse valores a su medida, que puede apasionarse por unas cosas u otras. Sabe que muy bien podría decirse, “la integridad del ser está por encima de todo”, “la permanencia de la vida está por encima de todo”. Podía ser Nietzschiano, podría encontrar justificaciones que vuelven innoble el sacrificio, decirse que el altruismo es una forma de egoísmo. Podría decirse que la moral tiene que estar al servicio de la vida, y no al revés.

El héroe sabe además que todas esas frases que le acompañan: “A quien sufre lo extremo, le conviene lo extremo”, “Solo los más grandes obtienen suertes más grandes”, “Incluso en la muerte conserva íntegra la dignidad de la grandeza humana”, “El mal triunfa cuando los hombres buenos no hacen nada”…son solo frases célebres y ni por asomo sueña que esas palabras puedan aplicarse ni remotamente a él. El héroe es dolorosamente consciente, fríamente, nítidamente lúcido, que términos como “dignidad”, “grandeza”, “hombres buenos”, en su biografía, en su existencia cotidiana, no son ni siquiera un chiste tragicómico y que sus años en este mundo no son mucho más que una desangelada e inútil sucesión de pequeñas miserias y ruindades en distintas graduaciones.

El héroe, tendría un sin fin de razones para girarse de la luz, ser sensato, prudente, y volverse a su escondrijo seguro, abrigado, hogareño, donde habitan los héroes que permanecen indemnes, los que son íntegros porque no son desintegrados. Tampoco se hace ilusiones de la utilidad de su inmolación, ve el mundo en su sucia y cotidiana indecencia, el día a día en el que todos habitamos, en esa impudicia de cobardía, de abuso, en esa indigencia de valores, y tiene la absoluta conciencia de lo baldío de sus gestos. No aspira a ser recompensado, no aspira a ser entendido, no aspira a ser apoyado y sabe que ante el miedo, ante la angustia, estará solo, absolutamente solo, dentro y fuera de sí.

Y el héroe empieza a entender lo que sería realmente ser un héroe y qué pueden haber sufrido y qué pueden haber sentido los de verdad, los que lo fueron, los que lo son y sabe que esa palabra no sirve para él, que le queda grande, enorme, infinitamente distante, pobre miserable, pero cree encontrar algo así como la sombra de la Idea, el reflejo empequeñecido de ese sentimiento en sus pulsiones de roedor tembloroso. Y ahora puede decirte a ti, si existes, que cuando te dijeron: Tu padre, tu marido, tu.. fue un héroe, no supiste lo que era. Sonaba como algo distante, una exhibición de esas que hacen los hombres, una especie de amasijo de esos valores del orgullo, la hombría, la camaradería… Que quizá pensaste, bien pudo ser mejor padre, mejor marido, mejor.., y menos héroe, y la palabra terminó siendo como una especie de título que os distanciaba, que volvía al hombre inhumano, pétreo, inconmovible, una leyenda en vida. Pero precisamente, al contrario, yo creo que se hizo hombre por ser héroe, su humanidad se reveló. Que fue un héroe por otra cosa, que se mereció aquella necrológica que helaba la sangre y que comenzaba: “I was devastated to learn of the death…” Porque cuando se asomó a la luz, cuando vio la muerte de cara, ahí, la herida, la sangre, el fin de todo, la destrucción, el espanto, cuando sacó la cabeza de su escondrijo y fuera no había más que dolor y amenazas, reales, no como las que yo imagino, preveo o doy forma en mi mente, si no que estaban allí en ese presente, en carne quemada, en miembros amputados, cuando miró, supo que era un desgraciado, un miserable, que el riesgo que iba a correr era inútil, que la muerte seguiría campando antes y después de él, que no tenía ningún peso, ninguna importancia en este mundo. Supo que la guerra que luchaba era inmunda, que no existía grandeza ni dignidad en la pelea. Supo que estaba solo como un perro solo en su decisión, que nadie entendería jamás qué se siente en ese hiato, en esa encrucijada, que ningún ser humano te puede acompañar ni reconfortar, que ninguna idea superior te da fuerzas, que estás podrido de miedo, pero sobre todo, estás solo, absolutamente solo en tu pequeñez, en tu fragilidad, carne tan fácil de rasgar, corazón tan fácil de apagar, cuerpo tan fácil de quebrar. Que eres insignificante, en ti mismo, en lo que puedes lograr, en tu ausencia y en tu presencia. Y aún así, ese tipo salió de su agujero hacia ese destino incierto y sin premio. Y quizá por eso, después, el héroe siente una especie de repulsión hacia su gesto heroico, y le disgusta recordarlo. Porque sabe lo que fue realmente, la prueba más absolutamente límpida de su penuria, de su desamparo, de la estrechez de su armazón como ser humano, que no se sustentaba en nada, que no creía en nada, que no tenía fe en nada, de su desnudez moral, de sus temores, de sus pesadillas. Que no sirvió para nada, y el héroe entiende la nada como el vacío absoluto, ese blanco enorme, el mundo rugiente y rabioso donde acecha el daño, el dolor, la desaparición, la ceguera, en ese pantano espantoso de la herida que alimentan incesantemente sumideros que arrastran lo más perverso, lo más cobarde, lo más indigno del ser humano, esa especie de pobre animalillo asustadizo, reptil que mira receloso desde su madriguera, que hace del heroísmo, del verdadero, un espectáculo ficticio y folclórico. Y quizá a este héroe, mal padre, mal marido, solo le quede, para no encontrar su acto tan falto de sentido, buscar el sentido de lo heroico, lo puro, en los actos de otros héroes, mitificarlos, ensalzarlos, como yo mitifiqué su acto sin conocerlo, para que alguno, aunque solo sea uno, tenga algo de verdad, que haya un sacrificio justo, una guerra justa, un esfuerzo justo, que haya algún lugar donde podamos encontrar esas palabras, la dignidad, la nobleza, la grandeza, los gestos de los hombres buenos. Y si no, todo es un lodazal sombrío.

El héroe asoma un poco la cabeza hacia luz blanca, da unos pasos, sale, y espera. Es un irresponsable, un imprudente, de algún modo merece lo que le pase. Esas cosas solo le ocurren a él. Se las apaña para estar siempre en líos. Al héroe le repele la palabra, le causa horror, le espanta, pero por alguna razón que desconoce, que se le escapa, el héroe que no es héroe como los otros a los que ensalza y tampoco lo fueron, prefiere verse en su exacta representación mezquina, miedosa, inútil, saberse débil y quebradizo, deshabitado de toda certeza y hueco. Prefiere verse en su verdadero lugar de insecto microscópico, solo, tan solo, tan, tan solo, que en el espejismo de su vida diaria, charlatán barato, predicador hipócrita, timador, embustero y farsante, servil cobarde de mierda.

12.6.09

Ahora yo soy tu justicia

Miramos las estrellas a través de la ventana del techo. Está nublado y no lo está, brillan y no brillan, intentamos desentrañar qué tiempo tendremos mañana, buscamos una lógica, una razón en ese cuadrado de vidrio, terrario celeste, y no somos capaces. Es solo azar, no hay nada escrito ahí, no hay nada que leer.

R. se gira y me mira. Los dos supimos donde estaba el umbral del dolor. Ahora nos preocupa subestimar aquel que no alcanza aquella altura que nosotros marcamos, perder la empatía, volvernos insensibles. En el puente aún hay una placa: “hasta aquí llegó la inundación de 1924”. Y parece que las posteriores no fueron inundaciones sino simples encharcamientos. R. me dice con dulzura mientras yo cierro los ojos: “De todo aquello aprendí algunas cosas, a conocerme mejor a mí misma y a saber que no hay justicia, ni hay dios. ¿Te lo mereciste? ¿Merecías aquel dolor espantoso, exagerado, desproporcionado? ¿Merecías ese castigo tan inhumano? Todos aquellos días, en que te sentiste tan superado, tan infinitamente pequeño ante aquel peso atroz..¿lo merecías?” Y yo recuerdo una madrugada en que no estoy borracho pero no encuentro mi coche, y aunque estoy a menos de medio kilómetro de mi casa, siento una enorme angustia, y me rindo, y me siento en el escaparate de Caixa Galicia y estoy allí, inmóvil, inútil, durante 50 minutos hasta que llamo a L. y le digo: “no encuentro el coche, no sé que hacer, por favor, ¿puedes venir a buscarme?”. Y estoy en una situación de absoluto desamparo, de total desvalimiento, llorando porque no encuentro el coche, y qué importancia tiene. Hasta que llega L. a buscarme, y lo tengo aparcado apenas a quince metros de donde estoy, pero no era eso, si no que lo que ocurría era que era inservible, incapaz, superfluo, un deshecho indefenso e insignificante. Y recuerdo, mientras L. me acompaña a casa, un texto que escribí hace veinte años, que decía algo así: “antes de aquello, me llamaba a veces de madrugada y rompía a llorar dolorosamente. Le afectaba cualquier cosa, por banal que me pareciese y yo me quedaba en silencio, imposible consolar.”. Y entonces no sabía qué era eso, lo había visto en películas, escribía sin saber, pero ahora sí lo sé. Que soy un inútil, un despojo de ruina bajo el cielo distante. Y nada más.
Así que miro a R. y le digo: “no, no lo merecía”. Y ella continúa, exaltada, “¿había alguna justicia a la que reclamar? ¿Qué pudo haber dictado aquella orden de destrucción? ¿Y dios? ¿Dónde estaba dios? Tú y yo estamos mirando ahora el cielo nocturno, nos hemos salvado, y no le pedimos nada. ¿Pero y los otros? ¿Y los que le rezaron y no se salvaron? A los que asesinaron, a los que lo perdieron todo, los que fueron aniquilados…¿Dónde estaba ese dios?” Y continúa, rabiosa, enfadada, dolida, “¿dónde estaba la puta justicia? ¿Dónde estaba ese hijo de perra de dios?” y me mira más fijamente, se acerca a mí, muy seria, y muy dulce, “¿te lo merecías, Jorge? ¿Te lo merecías? ¿Me lo merecía yo? ¿Se lo merece alguien?. No, ¿y sabes por qué?, por que no hay dios, por que no hay justicia, porque solo estamos nosotros y cada uno es el destino de los otros.”
R. acerca su cuerpo desnudo al mío, qué tiempo habrá mañana, lloverá, hará sol, ya estamos en junio, “cuánto me gustaría ir a la playa” añade, “cuánto necesito el sol”, pero no sabemos, quizá, cuando amanezca el día nos de una pista, o no, o quizá mienta, o quizá cambie de opinión. Vendrán nubes llevadas por el viento y se las llevará otro viento, brillará otro sol, pero nada de eso podemos adivinarlo en las estrellas de la noche, que están ahí por que sí, para brillar, pero que no cuentan nada.
R. se pone encima de mí, entre las estrellas y yo, entre el cielo y yo, su cabello negro lo tapa todo. Apoya las manos en la almohada mientras me mira y hay algo en su rostro que no es comprensible desde el amor si no que está en otra dimensión, antes, después, en otro lugar, con otras normas, que es la responsabilidad ante el rostro del otro. Es responsable de mí, es responsable de a quien mira, me ha acogido, soy importante por el único hecho de ser, el único arco celeste es el que construye su melena negra sobre mi cara que tiembla y lo único que brilla son sus ojos impetuosos. Entonces R. llena los míos con su rostro infinito, el cosmos, se acerca y besándome muy despacio dice: “este, este es Dios”. Y ocultando para siempre el cielo al que jamás volveré a interrogar, esculpiendo la nueva bóveda celeste de lo humano, trazando la cartografía astral de la piel, de la suya, de la mía, de la de todos, tejiendo las nuevas leyes de la gravitación entre las personas, los que lloraron, los que imploraron, los que no, sujetos, nosotros, yo, ella, alguien, tú que lees esto ahora, todos, asumiendo la responsabilidad radical para el otro, humanos, desvalidos, desamparados, solos con nosotros, que somos porque nos cuidaron... Entonces R. , despacito, me susurra: “y ahora, yo soy tu justicia”.

5.5.09

Echamos el cierre

Este sábado, en A Estrada, en la zona deportiva, a una hora aún curiosamente misteriosa incluso hasta para nosotros mismos, pero probablemente sobre las 11 de la noche, Robín de los Estercoleros echa el cierre a 21 años de historia como banda de rock and roll. Es el concierto perfecto para acabar nuestra carrera: se ha anunciado y suspendido un sin fin de veces y en el ambiente hay como un aire de improvisación y desastre. Pero si es terreno resbaladizo, es nuestro terreno. Por algún increíble efecto del destino, la fecha elegida es un nueve de mayo, el día del calendario que tiene para muchos de nosotros un significado único, por ser el aniversario de la muerte, en un intervalo de diez años pero en el mismo día, de Toño y de Pepe Risi, los dos componentes del grupo Burning que tanto y de tantos modos nos influyó.

En la construcción del pensamiento épico que acompaña la vida de una banda de rock son necesarios estos referentes más que musicales, morales. Hay bandas que ponen su mirada en los vencedores, en las fiestas de la mansión play boy, en las multitudes jaleando, en los caza autógrafos. En su imaginario, sueñan con cruzar el espacio entre la limusina y la entrada al backstage protegidos por la policía, sorteando una avalancha de fans enloquecidas. Nosotros nunca soñamos con eso. Pusimos nuestra mirada en los perdedores. En esa especie de poética del vagabundeo de poblacho en poblacho, de arrastrarse con la furgoneta, lo comido por lo servido, de ese vagar honesto y errático. Nosotros amamos a los que amaron a la música, a pesar de no recibir nunca los premios merecidos. O sí, o igual sí se merecían esa vida, sí nos la merecimos todos, de semi-oscuridad, de invisibilidad, de hostales en villas pequeñas, algún éxito de vez en cuando, un año bueno, una canción que suena, o ni siquiera eso, casi siempre sumidos en el mar de la indiferencia. Quizá sí. Y si nos la merecimos, la conseguimos.


Burning, encarnaba para nosotros esa consistencia ética. Esa perseverancia en el rock and roll, pese a todo, pese a la muerte, pese a las catástrofes. Salen al escenario honestamente y ejecutan lo mejor que pueden y como mejor saben. Y sobre todos, nunca nadie más nos enseñó ese camino que Pepe Risi, al que muy poco antes de morir y después de una temporada larga sin haber coincidido con ellos vimos sobre el escenario, tan deteriorado que nos dio miedo, tan destruido, tan débil, tan frágil. Y Pepe, que muchos, muchos, muchos años antes nos había dicho en su furgo, “aquí, soy lo que soy, estamos hablando, soy lo que ves, pero cuando te subes a un escenario tienes que creerte que eres el mejor del mundo”, ese mismo Pepe, ese día, con la garganta rota, rozando a veces el gallo, se acerca al micro, y con aquella voz que te ponía los pelos de punta y que evocaba en su timbre todo aquel paisaje de losers que dibujaban los Burning en su imaginario, ese mismo Pepe, ese día, tan enfermo, tan poquita cosa y a la vez tan grande, tan inhumano en su escuálida humanidad dijo: “Hey, chicos, no tengo voz, pero tengo corazón”.

Y eso es todo. Siempre ha sido así. La divisa de esta banda que ahora muere. No tener voz, pero tener corazón. Nos vamos en la misma indiferente invisibilidad en la que caminamos toda nuestra vida. A nadie importamos nunca y estoy seguro que pocos, o nadie, se acercará a despedirnos. Puedo contar con los dedos de una mano quienes te han preguntado, quienes han llamado, quienes te han consolado…Da igual, no estábamos aquí para eso. Era para otra cosa, para no tener voz, para cantar hacia el satélite que nos da la espalda, en el eclipse eterno, como la protagonista de una de las canciones, la loba solitaria que aúlla a la luna, falta de amor. El sábado, una vez más, desde el escenario, miraré el terreno yermo de la explanada, despoblado, deshabitado de toda emoción. Algún amigo al fondo, apoyado en algún poste, silencioso, mirándote, algún borracho pegando voces, los técnicos de la mesa intentando ligar con alguna chica perdida, los organizadores al fondo, decepcionados por el vacío, luego te dirán “sonáis de puta madre pero yo no entiendo a la gente, siento mucho que tuvieseis tan poco público” y tú sonreirás. Un despistado te pedirá la hoja del set list, o probablemente no, y termine allí, en el escenario, embarrada, pisoteada por los pipas que recogen los bártulos o se la lleve el viento de la noche. Y tú también recoges tus cosas, tranquilamente. Los cuatro gatos que había se han largado y ya no queda ni dios. Ni siquiera suena música de ambiente. Solo el silencio, Rayas desatornilla sus anclajes, guarda sus cosas en la funda, yo ayudo a llevar los amplis al maletero, estoy sudando, nos tomamos una caña y Josemi dice para todos: “hoy hemos tocado de puta madre”. Y nadie contesta. Es la pura verdad, pero es como si no hiciese falta decirlo, como si nadie necesitase ánimos. No estábamos ahí para eso, estábamos ahí por la música. Daba igual. Manolo es el primero en dejarnos, dice: “bueno tíos….” Y se ve que ha disfrutado de ese tiempo, pero solo dice: “Bueno tíos…” y uno podría continuar si Manolo fuese de los que dice las cosas: “…tíos, he sido feliz en el escenario, tíos, hemos tocado cojonudamente, joder jorge te has esforzado un huevo, larry, lo has hecho lo mejor que sabías, tíos, de puta madre, es un placer esto y me voy a casa nuevo y disfruto aquí de un modo que no sabría explicar y que no quiero perder”. Pero solo es “Bueno tíos…”.



Nos quedamos, solos, como siempre, después de haber tocado lo mejor que sabíamos, para nadie, como tengo la certeza que ocurrirá este sábado. Todo dará igual, a nadie le importamos nunca una mierda. Te vas sin despedirte sencillamente porque no hay nadie de quien despedirse. Pero nosotros, en el escenario, tocaremos como si fuésemos los amos del mundo, por momentos tiernos y sensibles, por momentos desafiantes y chulescos, eléctricos, siempre sin voz y siempre con corazón. Se apagan los últimos focos, nos damos la vuelta, y nos perdemos en la noche.

27.4.09

On the road again

Hoy llueve. La lluvia es una mierda. Cantan en Youtube Willie Nelson y Sheryl Crow, “Crazy”, esa maravilla de Patsy Cline. I´m crazy for feeling so lonely, I´m crazy for feeling so blue….. I´m crazy for trying?

¿Estamos locos por intentarlo? Quizá. Hay que estar un poco majara, sí. Y como lo estamos, el 26 de junio, acompañados por María Rodés que se atreve a girar con nosotros, volvemos al escenario, Larry, Josemi, yo y quien sabe si alguna otra sorpresa al lugar donde más se nos quiere, al Pub Gatos de Melide, a iniciar algo nuevo que por ahora no tiene ni nombre, pero que ya tiene sentimientos y canciones. Ahora es Willie Nelson en solitario el que dice: “A la carretera de nuevo, no podía esperar más, porque la vida que amo es hacer música junto a mis amigos, conociendo lugares que nunca hubiese conocido, viendo cosas que no hubiese podido ver, como una banda de gitanos descendiendo la autopista. Ya no podía esperar más, regreso a la carretera. Somos los mejores amigos. Insistimos en que el mundo gire a nuestro modo. Y nuestro modo, es estar de nuevo en la carretera. Porque la vida que amo es hacer música junto a mis amigos.”

¿Estamos locos por sentir? ¿Estamos locos por llorar? ¿Estamos locos por querer? ¿Estamos locos por intentarlo? Pues nos la pela.  

26.4.09

Reencarnación

Ella tenía una mirada que daba vida a las cosas, que infundía alma a lo existente. A las fachadas, los portales de las calles de las afueras, a los escorzos de los árboles ancianos, a los canalones y su morfología de armaduras medievales. A la invasión de la herrumbre en las bisagras, a los llamadores de los portones de madera con su acero forjado, sus tornillos enormes y sus tallas ajadas. A los desconchados de la cal y la pintura, los letreros desvaídos de oficios perdidos en los viejos barrios resistentes a la quiebra, toneleros, corcheros, talladores de santos, un sastre camisero. Todos los hitos del paisaje urbano que en mis ojos no eran más que una sucesión de objetos sin vida y ceniza del tiempo se llenaban de aliento, querían hablar cuando ella los interrogaba con sus ojos curiosos. Las piedras nos relataban historias inventadas, las gárgolas de los tejados crónicas de lejanos pobladores, las cosas, todas ellas, ansiaban por explicarse, por exhibirse, yo viví, yo respiré, yo existí parecían decir, y se agolpaban ante nosotros en nuestro paseo cogidos de la mano, queriendo contar su historia. El mundo todo se nos revelaba en su inmemorial fábula infinita y las hojas caídas que flotaban en el viento e invadían las aceras desde el parque eran antiguos legajos, depositarios de secretos ignotos, planeando su alfabeto ignorado en el otoño. Y así era cada día.

No había más que mirar sus ojos para entender por qué. Tras la pupila, tras las pequeñas venas que atravesaban su cornea, más profundo que su iris, bullía el universo entero, las estrellas como diapasones del espacio infinito, las nebulosas en su disolución de acuarela, las supernovas restallando, la vida naciente en otros planetas desperezándose, las primeras burbujas en los mares, los primeros nidos, los brotes de plantas microscópicas. El cosmos en su enormidad infinita aparecía y desaparecía en los instantes en que cerraba los párpados y cada cuerpo celeste, cada órbita, cada trayectoria, hasta el más pequeño aerolito helado, cada corpúsculo de las colas de los cometas, danzaba en la red acuosa de su cristalino, que tejía y destejía los tirantes invisibles de la gravedad y trazaba las líneas eternas de la partitura del firmamento.

Y supe entonces que mi amor sería como ella, infinito, demasiado formidable para extinguirse en una sola vida que juzgué un lapso ridículo, trivial, un recipiente mezquino para aquel estallido de sentimiento indomable y sin mesura. Le dije que estaría con ella a lo largo del tiempo perpetuo, que mirase y me buscase, porque en todas las eras y en cualquier forma, yo llegaría. Yo llegaría. Y preparé mis sucesivas reencarnaciones, para nunca perder la conciencia de mi amor.

Por si fuese pez, recluté millares de peces vagabundos que recorrían la ruta 66 de las corrientes submarinas a lo largo de todo el océano, viajando sobre la corriente de Humboldt a las de las Aleutianas, de la del Labrador a la del Trasser y Princess. Y en cada pausa, en los cafés del atolón y las estaciones de servicio olvidadas de los abismos, se paraban a contar historias en las hogueras a otros peces vagabundos, en los vagones de mercancías a las medusas, en las comisarías y en los moteles para peces solitarios del arrecife, y todas las historias terminaban siempre diciendo “no olvides amarla”. Cada golpe de péndulo de los sargazos decía “no olvides amarla” en la mímica acuática, y las mismas palabras envolví en las pompas del magma que surgen cada cien años desde las grietas de las placas continentales, como si fueran globos rojos de helio perdidos de la mano de un niño en la feria. Estallaban en los mares helados y la lava al volver lentamente al fondo reescribía las simas y las fosas y decía: “No olvides amarla”. “No olvides amarla” esculpieron las langostas en los corales de colores, y transmitía el sónar de los delfines y las ballenas. Y en cada una de los millones de burbujas de todos los mares escondí mi voz suspirando para que cuando se deshiciesen extenuadas en la frontera del aire y del mar, no musitasen "blub" si no, "no olvides amarla"

“No olvides amarla” decían las líneas de las isobaras, por si fuese pájaro, “no olvides amarla” conformaban las nubes, “no olvides amarla” se expandían las letras de su nombre en el código del micelio y las raíces del mundo subterráneo. “No olvides amarla” pinté en cuevas, en las madrigueras de los pequeños roedores, en las planicies del ártico. Escribí nuevas melodías a los pájaros cantores y cada trino entonaba “No olvides amarla”. “No olvides amarla” enseñé a decir a las libélulas en su vuelo Morse, a las abejas que tallaron estatuas de cera con su efigie en las colmenas. A las hormigas, que cambiaron sus senderos para mostrar su rostro a las aves. Las termitas tallaron cada árbol, cada madera, cada puerta, en lenguaje Braille para que incluso si renaciese ciego, más ciego aún que hoy, pudiese leer con mis manos desnudas: “No olvides amarla”. E inoculé la frase en el mapa genético de las bacterias procariotas, la dibujé en las montañas, la tallé en los hielos, y las flechas de los ánades que se cruzaban en las migraciones se saludaban graznando: “no olvides amarla”.

Reordené las estrellas para que iluminasen su nombre, las constelaciones mudaron para rehacerse en su imagen, enseñé al sol a proyectar en sus llamaradas “No olvides amarla”. En los cráteres de la luna, en el polvo espacial, en el manto negro de la noche astral, reprogramé los eclipses para la fecha de su nacimiento. En la oscuridad absoluta del cosmos una sola estrella blanca emitía: “No olvides amarla”.

Regué cada una de las plantas de la tierra con una de mis lágrimas al perderla, las flores me escucharon, los tallos se combaron evocándola, el reino vegetal realizó la fotosíntesis al imaginarla y las moléculas de oxígeno que lanzaban a la atmósfera tenían una nueva configuración química con la letra de su nombre. La savia que surcaba los vasos y los nervios de las hojas llevaba la memoria líquida del roce de su labio en el mío y el viento que ondulaba los prados verdes en invierno, le susurraba a cada brote con su voz incansable: “No olvides amarla”.

Y por si regresase como hombre, me obligué a crear libros y melodías inmortales, obras como ningún otro hubiese soñado, escribí cuentos para niños, poemas y canciones, deseé ser capaz de poder concebir palabras, objetos, emociones que conmoviesen durante siglos a otros hombres, a otros niños, en todas las épocas, en todos los lugares, mientras la humanidad siguiese respirando y latiendo. Pero que allá donde estuviese, inmóvil al tiempo, en cualquier idioma, cuando naciese una y otra vez, en las vidas infinitas de mi amor infinito, que para mí solo dijeran, sólo me recordaran: “no olvides amarla, no olvides amarla, no olvides amarla”.

23.4.09

Soldaditos

Creo que les debía este homenaje a mis soldaditos.





Tras el primer desastre no se concebía el dolor. Me inventé un ejército aniquilado, perdido en la nieve, exánime. Un ejército que vagaba como una función de espectros en una árida tierra arrasada. Los recordaba antes. Tenían nombres y apellidos, familias. Habían cruzado triunfantes las estepas, habían hollado con las cadenas de sus máquinas los maizales infinitos bajo el sol del verano. Avanzaron sin freno, brillaban, para convertirse al fin en un despojo. Y en ese silencio inhumano, nos planteamos la justicia del dolor, la justicia de la derrota, e imaginamos en el pasado a otros que lloraron, a otros que rogaron, quizá con más merecimientos que nosotros, a otros que rezaron a ese Dios sordo que nos abandonó a todos. Buscábamos señales en la tierra y en el cielo, leíamos esperanzas en lo que creíamos un universo lleno de signos que debíamos desentrañar. Mis soldaditos derrotados de un modo absoluto, brutal, miraron hacia arriba, buscaron alguna certidumbre en ese campo devastado donde habitábamos ahora. Sin consuelos, sin alientos, sin más horizonte que las lágrimas, tan cotidianas, tan constantes, y quizá solo con una certeza: que no había justicia, que no había Dios, que estábamos solos. Destruidos, nos imaginamos un ejército cercado por enemigos innumerables, por el desamor y la soledad, por la angustia, por la ruina, por la enfermedad, que en su recordatorio persistente era el heraldo de un sin fin de catástrofes futuras. Rodeados, con las esperanzas muriendo a millares cada día, solo pudimos permanecer así, durante meses, intentando no perder ningún hombre más, intentando que no hubiese más muertos, no estar aún más desamparados. Pasamos el invierno, la primavera, el principio del otoño solos, los soldaditos y yo, y cada día que transcurrió sin extinguirnos era un día más, y cada día que le robamos a la muerte fue un día más, y cada día que lo soportamos, que nos abrazamos los unos a los otros, cada día que nos escuchamos llorar en las noches heladas, fue un día más.
En guerra cada día, cada hora, todos los días, todas las horas. Sin apenas instantes de evasión de uno mismo. Nos aniquilaban y recuperábamos nuestras posiciones. Había que soñar, había que creer. Nos derrotaban y nos levantábamos. Volvíamos a llorar, cada día, cada hora, todos los días, todas las horas, pero nos rearmábamos de nuevo. Cuando era niño tenía en la playa un juego favorito. Me arrodillaba allí donde rompen las olas en la orilla, extendía las manos y llevaba el pecho al frente para que estallasen encima sin moverme ni un milímetro. Y cuando me arrastraba la ola en su torbellino, me levantaba medio mareado, borracho de espuma, riendo, riendo, riendo y volvía de nuevo a mi posición. Llegaban los refuerzos. Yo llamaba a mis soldaditos, y los veía venir levantando el polvo al marchar en la línea del horizonte. Eran nuevos reclutas, no viejos veteranos desgastados, podridos en su desconfianza y deseando solo salvar el pellejo. Dios mío, ¡estos llegaban cantando!. Les oía cantar y temblaba al escuchar la música en aquella hecatombe. Cómo es posible. Pero sí, cantaban y también reían. Estos se abrazarían cuando hiciera frío, estos se apoyarían en el desconsuelo, estos creerían en la victoria, como niños, con una ingenuidad nueva. Me desesperaban, había que repetirles las órdenes cien veces. Perdone señor, me entretuve oyendo el canto de un pájaro. Perdone señor, me abstraje escuchando el rumor del arroyo. Ah, que ganas tenían de ilusionarse y vivir, de abrazar el mundo como yo abrazaba esa ola cuando llegaba. ¿Qué podía hacer con ellos? ¿Devolverlos a sus casas? ¿Decirles que ya no quedaba nada por qué luchar? ¿Qué todo había terminado? Me miraban, a veces tenían también miedo y yo estaba tan herido...... Pero sabía lo que tenía que decirles, que no hemos venido aquí a sobrevivir sino a vivir. Que no hemos venido a reproducir, si no a inventar. Que la vida es para soñarla, para conquistarla, no para recoger las migajas que nos ofrece la realidad para sobornarnos. Que no pasaremos a engrosar las filas de esos hombrecillos soñolientos que deambulan sobre líneas marcadas en el suelo, en la factoría de los rostros grises. Alguno se empieza a emocionar, ah, mis soldaditos, cuanto les amo. Soy su padre, su héroe, soy su Coronel. Que hemos venido a fundar imperios, a bautizar constelaciones, a construir máquinas imposibles. Que no estamos aquí para decir amén a lo real si no para ensanchar la facultad de lo posible.
Pasábamos los días sufriendo bajas espantosas. Cualquier otro ejército se habría disuelto, retirado. Mis soldaditos no. Cuanto les debo. Mis soldaditos seguían. Los pocos que aún respiraban, los que aún no estaban destrozados en pedazos creían que podíamos ganar, creían que es hermoso creer, creían que la guerra era su razón de existir, la guerra por el infinito, la guerra por hacer posible lo imposible.
Dejaba tras de mí cúmulos de cadáveres, gusanos blancos, el lodo insaciable y entraba en la enfermería de campaña a ver a mis soldaditos enfermos. Allí estaban, mutilados, con heridas monstruosas, delirando. Los soldaditos que me hacían soñar, que resistían por mí, que me alimentaban, que coloreaban mis ojos. Me veo entonces y les seco el sudor de su agonía, les cojo su mano helada en lo que será su último contacto humano. Les digo, no se preocupe muchacho, todo saldrá bien, todo saldrá bien. Y algunos me hablan entre estertores, musitando, desgranando cada palabra rugosa con enorme esfuerzo como si tuvieran que pulirla antes en la lengua: “ganaremos, señor”, “siga soñando por nosotros, señor, siga viviendo por nosotros, señor, siga inventando, siga queriendo, siga creyendo en el amor, señor”. Cómo traicionarles. A ellos que habían dejado su vida defendiendo algo hermoso, limpio, lleno de bondad y fantasía. Cómo iba a traicionarles. Me decía: No hay rendición. La derrota es aceptar el chantaje del dolor. Me susurraba maliciosamente, me tentaba: “si tú cedes, yo cedo, duérmete en mi manto sombrío, prueba de mi bálsamo, solo tienes que dejar de pedir y todo será suave y sosegado”. Y entretanto, yo seguía siendo pequeño, y ahí viene otra ola. Abrimos las manos, cerramos los ojos, hincamos las rodillas en el hueco de la arena. La espuma nos barrerá la cara, qué delicia. Nos ha hecho daño, nos hemos arañado el rostro con las pequeñas partículas de coral, de conchas, de roca pulida. Bueno, la próxima nos refrescará, saciará la sed de azul de nuestra piel insaciable. No me moveré. Me da igual que me arrastre. Volveré a mi posición. No, no hay rendición. “Señor, cuando esto acabe, invente un acertijo por mí, forje un instrumento inútil, de usos misteriosos, hágalo por mí”. Me miraban y yo les gritaba desde aquella colina de deshechos y cenizas: No cambiamos un sueño por nada. Estamos dispuestos a cambiarlo por otro que llegue como esa ola y lo barra, por otro mayor e incontenible, por otro más hermoso, pero ¿por nada? No somos unos cobardes. Pero en realidad, no tenía que arengar a mis soldaditos. Cantaban por la noche. A veces se producían breves silencios de tristeza de plomo en los que reaparecían los recuerdos de sus compañeros muertos, pero alguien volvía a entonar una nueva canción. Quizá sonaba un acordeón, en la noche fría, tan oscura, o quizá una armónica. Bromeaban en el rancho, escribían preciosas cartas de melancolía a sus familias y me las daban para que les corrigiese las faltas de ortografía. Decían: “mamá, estoy bien, querida esposa, estoy bien, esto aquí por ti, para crear un mundo mejor para ti, para que nuestros niños puedan jugar con juguetes que surjan de las manos solo con soñarlos, para que los lingüistas investiguen el alfabeto de los besos, la gramática de la posición de los labios en los suspiros, para que los geómetras estudien la morfología de las manos enlazadas. Por eso estoy aquí, mi amor, por vosotros, para que no nos devore la nada, para que no nos engulla la resignación. Estoy aquí para defender a los seres imaginarios de los mundos imaginarios, estoy aquí para creer, estoy aquí para creer, estoy aquí para creer.”
Me enternezco cada vez que recuerdo a mis soldaditos. Valían y valen mucho más que yo. Me encerraba en aquella tienda, con mis mapas, donde tantas lágrimas había vertido y quizá me hundía en el dolor sin fin durante unos instantes. Pero les oía llamarme, me añoraban. Preguntaban por su Coronel. Por mí. Lo darían todo por mí. Salía de nuevo a aquel campo de batalla eterno, a aquella guerra que luchábamos aún para perder y nos daba igual y sabía que no hay rendición. Jamás. No hay rendición. Jamás. No hay rendición. Jamás. No hay rendición.

18.4.09

Héroes

No se ama a los héroes, nos dan miedo. Quizá se les pueda envidiar a veces, pero es difícil amarles. El héroe es aquel que se mantiene entero cuando los demás se descomponen, es la personificación de la unidad en un mundo que está en constante escisión. El héroe es íntegro, y la palabra significa recto, pero también indiviso, completo. Cuando todo se desintegra, el héroe permanece intacto. En lo incierto es lo único incuestionable. Cuando se abre la sima de la catástrofe, del accidente -que no es más que un suceso que altera el orden normal y regular de las cosas- el héroe es el único nexo con lo inalterado, con la unidad en un mundo que se disgrega. Los seres humanos vivimos en la angustia, tenemos una tendencia innata a perdernos, al no ser. Cuanto mayor es nuestro umbral de conocimiento, cuanto mayor el espacio de referencia de nuestra razón, nuestra autoconciencia, nuestro espacio autoconstructivo, mayor es la profundidad del abismo, mayor el vértigo. Cuanto menor es el grado de nuestras simplificaciones, cuanto menor es el área que tenemos regulada (o sea, predefinida), mayor es la probabilidad de ahogo. Pero también mayor es nuestra libertad. Aumentar nuestro marco de posibilidades quizá sea ensanchar la visión de un mundo pavoroso pero también es ser nosotros, únicos, perfilados. Nos perdemos, para poder encontrarnos.
El miedo al extravío hace que el ser humano cerque el ámbito de su visión con leyes, escritas y no escritas, costumbres, modos de vida, religiones y mandatos variados. Nos dotamos de un conocimiento heterónomo, ajeno, que proviene de fuera de nosotros mismos, para reducir nuestro espacio de libertad/angustia. En nuestra ventana querríamos un paisaje conocido. En la dicotomía clásica del western “jardín-desierto”, preferimos acostumbrar la mirada a nuestro verde patio vallado por nuestro saber cotidiano de la vida, aprendido y nunca puesto en duda, que observar el desierto vasto y abierto de lo que debe ser construido a partir de la propia creación, de lo infinito en mutación constante, del conocimiento autónomo de las cosas, interno, propio. Saber esas cosas, sentirlas, vivirlas, no porque otros nos las hayan dicho, no porque las demos por hechas, si no porque de algún modo, ejerciendo nuestra libertad, entendida en su sentido más estricto y esencial, hayamos llegado a ellas. La búsqueda de esa conciencia autónoma es solitaria, atormentada e incomprendida y no es un camino que cualquiera desee transitar.
La moral despierta el héroe en mí, decía Kant, y yo, al menos, conozco a algunos héroes, a algunas heroínas. A algunas personas que han decidido, en su radical soledad, cual es el deber, cuales son sus principios, cómo ser íntegras. Y como les conozco, sé lo mal que se vive así, sé el odio que a veces despierta esa insobornabilidad de valores, sé como florece a su alrededor el deseo de verlos caídos, disgregados, desunidos de sí, sé como otros suspiran porque duden, porque se traicionen a si mismos, porque se corrompan, sé como los demás interpretan esa firmeza moral como una agresión, como una reconvención muda a su relativismo de conveniencia y sé que en muchos casos terminan viviendo su existencia diaria en la misma absoluta, radical y esencial soledad que necesitaron para construirse. Y aún a veces todavía se culpan por insociables, por sociópatas, sintiéndose incapaces de ser queridos -tengo algo que no gusta, hay algo en mí que me aleja de los demás, por qué no tengo más amigas, por qué no se me quiere-, cuando en realidad solo intentan limpiamente ser no comprables. Ni siquiera ante el castigo de la soledad se corrompen, ni siquiera en ese destierro de los otros se corrompen. Saben en la piel que los principios lo son precisamente por eso, porque están antes. Sin límites ni subordinaciones. Y no son un medio. Ni siquiera un medio para la felicidad. Los principios son porque sí, porque son. Desde aquí, si alguno o alguna me está leyendo, deciros que no está claro que el héroe alcance la victoria. El héroe es el que se sostiene, el que combate, pero no necesariamente el que vence. Y eso es porque no hace cualquier cosa por sobrevivir. El que lo hace todo, lo que sea, por sobrevivir, tiene otro nombre, y no es el de héroe. Repta. Sin embargo, aún despojado de victoria, solo el héroe pelea por la autocreación honrada de su identidad y es capaz de conservar, hasta el final, en el éxito o en el fracaso, la dignidad de la grandeza humana.

Pero para habitar en esa moral autónoma, edificada desde un si mismo incondicional, una moral que no recoge beneficios ni dividendos más allá de su propia existencia a veces hay que mirar al abismo. Y cuando miramos el abismo, a menudo el abismo nos devuelve su mirada.
En el abismo filosófico y moral que es “Watchmen”, la obra maestra de Alan Moore y Dave Gibbons, me siento empequeñecido ante las hondas ramificaciones de ese texto inmenso y me acerco a él con la clara conciencia de mi insignificancia intelectual, de la futilidad de mis palabras y de mi incapacidad para recorrer incluso insustancialmente alguno de los universos de reflexión que crea. Pero en uno de ellos, encontramos de nuevo al héroe trágico. A ese personaje tan extraordinario y conmovedor que es Rorschach, ese ser condenado a la autodestrucción precisamente por su propia incorruptibilidad. “A quien sufre lo extremo le conviene lo extremo” dice Hölderlin, y en Rorschach se hace evidente desde las primeras líneas el enorme grado de dolor que padece.
Según Joaquín A. F. en su fantástico estudio sobre Watchmen y los superhéroes al que luego enviaré un link, la máscara de Rorschach, es el abismo, indefinido, espantoso, al que se asoma su psiquiatra pagando el precio de la pérdida de su inocencia para siempre. Para mí, la máscara de Rorschach, lo que él llama su cara, es también otra cosa, la exhibición externa de su rigorismo ético, donde no hay tonos intermedios, ni grises, ni colores. Solo el blanco, y el negro, en un tejido especial en el que se mueven, varían de posición, pero jamás se mezclan ni se diluyen el uno y el otro. Cuando Walter Kovacs descubre las circunstancias del monstruoso asesinato de una niña y se convierte en Rorschach para siempre, adquiere la conciencia absoluta de que el crimen no es inhumano, si no, al contrario, tremendamente humano. Que el mal en la tierra lo causamos los hombres, ningún dios, ninguna fatalidad, ninguna fuerza externa. Que estamos en este mundo sin motivo. Pero mejor que hable él: “Vivimos nuestras vidas, puesto que no tenemos nada mejor que hacer. Más adelante ya les buscaremos un sentido. Venimos de la nada: tenemos hijos, que se encuentran atados a este infierno al igual que nosotros, y volvemos a la nada. No hay nada más. La existencia es algo fortuito. No hay ningún patrón salvo el que imaginamos cuando nos quedamos mirando fijamente durante mucho tiempo. No tiene ningún sentido, salvo el que elegimos imponer. Este mundo que va a la deriva no está moldeado por vagas fuerzas metafísicas. No es dios el que mata a los niños. Ni es el destino el que los despedaza, ni es la casualidad la que se los da de comer a los perros. Somos nosotros. Solo nosotros……Entonces renací libre de garabatear mi propio diseño sobre el lienzo blanco en cuestiones morales que es este mundo. Era Rorschach”. La tinta sobre el lienzo, negro sobre blanco. Ante la visión de un mundo así, Rorschach se acoge a un rigorismo extremo en el que hay no hay casuística ni condicionantes: “existe el bien, y existe el mal. Y el mal ha de ser castigado. Incluso ante el mismísimo Apocalipsis seguiré actuando igual”. Lo mundano no condiciona la moral. En el instante antes de la destrucción del planeta, la ley debe ser cumplida, el criminal debe ser sancionado.

La desintegración por excelencia es el dolor. El instante de disgregación máxima de nuestro propio ser aparece con el primer soplo del dolor. El dolor nos descompone, nos destroza, nos destruye, nos desbarata, decimos que estamos “rotos”, “desgarrados”, “hechos añicos”, “destrozados”,….son todos sinónimos de lo que en realidad hace: nos convierte en trozos, nos divide. En el mundo de Rorschach, no hay ningún ámbito que genere vínculos, adhesiones, fusión, unidad, solo el sufrimiento que brota de la nada dispersa y sin sentido. Cada uno de los superhéroes tiene un acercamiento distinto a esta realidad. “El Comediante”, que también ha mirado de frente al abismo opta por un hedonismo amoral radical, Ozymandias, cree en la utopía de la perfectibilidad humana, el Dr. Manhattan atisba la vida con una mirada geológica, como flujo energético en el que los accidentes individuales y temporales carecen de importancia, pero Rorschach, para justificar su existencia solo puede aferrarse a lo único cierto en ese caos, que es la ley, y todavía aún por encima de la ley y su implacable exigencia, a su verdadera ética, de blancos y negros, que como su cara, no tiene contornos fijos, es indefinida, se escribe al ejecutarse, negro sobre blanco, tinta nueva en papel. Por eso, la norma, cuando va contra él, puede ser de algún modo no respetada, y no por cinismo o hipocresía si no porque Rorschach no se hace ninguna ilusión de que esté enraizada en algún tipo de ideología acerca del bien, ni de que exista ley natural alguna, si no que sabe que se trata de disposiciones arbitrarias, alterables, que sirven únicamente para desde un modo hobbesiano, contener a la fiera salvaje que habita en nosotros. En ese rigorismo exacerbado de lo normativo como única frontera que nos separa de la barbarie generalizada, de la Bellum erga omnes (guerra contra todos), no hay atenuantes ni agravantes. La norma debe ser cumplida en su fría inhumanidad. Y así, el castigo rorschachiano desciende de un modo ciego sobre los infractores, incluso cuando se trata de animales, a los que se ejecuta de igual modo que a los hombres, porque lo que se pena no es la voluntad del mal, si no el mal en sí, en su concepción abstracta. Y lo que se busca tampoco es “la justicia”, búsqueda infructuosa pues no existe, si no el “deseo de justicia”. La ética es voluntad, aspiración. Desde ese punto de vista es el bien casi el que se construye en su contrario, siendo el bien, la ausencia de mal. “Lo bueno” no puede ser pensado, no tiene existencia, no es visible, salvo en un territorio mítico de su infancia, el padre al que no conoció, el presidente al que éste votaba y del que desconoce casi todo, apenas nombres...sin perfil, sin rostro. Pero fuera de esta banalización infantil, no tiene presencia en positivo: el bien es la ausencia de barbarie, es el deseo, imposible, de refrenar el mal.

Esa especie de maniqueísmo totalitario, lleva en sí su imposibilidad de existencia. La enternecedora transformación del ser humano Kovacs, en Rorschach conduce a su propia extinción. Citando el análisis de Argullol sobre Keats: “Es un superhombre que proclama, en si mismo, la imposibilidad de los superhombres”. Las mismas ropas de Rorschach muestran externamente su transformación interna en lo externo, volviéndose cada vez más descuidado, más austero, sucio, más frugalmente alejado de lo humano, apenas comiendo latas que ni se molesta en calentar, con una ropa cada vez más maloliente, “vestido pobremente, orgulloso de sus arrolladores poderes” (W. Stevens) y solo permitiéndose un único antojo, que desvela de algún modo el niño herido que late en su interior: devorar terrones de azúcar. Al fin, cuando la ética de Rorschach se enfrenta con un dilema moral cuya complejidad sobrehumana muestra la insuficiencia de su visión dicotómica, Rorschach es incapaz de traicionarse, dejar de ser él, “Incluso ante el mismísimo Apocalipsis seguiré actuando igual”, pero el hombre, Walter Kóvacs, el escindido, el resquebrajado, el fraccionado en su tormento, en su herida abierta, en su desolación aterradora, decide que ya es hora de volver al Uno, de superar el dolor inagotado, y precisamente, en la última descomposición, transformarse de algún modo, fusionarse cósmicamente en ese mundo que no supo ver con los ojos que merecía. En ese mundo que también ofrecía el amor, la única fuerza hacia la unidad, que compone, que restaura, que reúne, y que él en su triste experiencia vital solo concibió como un fenómeno falsificado y sucio y que cuando muestra su belleza limitadamente humana, cuando lleva a la verdadera victoria a los dos únicos superhéroes que realmente triufan, le resulta incognoscible y asiste a él como espectador distante, mirando algo que se expresa en un lenguaje extraño. Que ni puede ni nunca podrá comprender.
Rorschach, el héroe trágico equivocado, recupera al fin su rostro, el rostro, que según Levinas es “esa extraña autoridad desarmada” que en su “pobreza esencial”, en su “desnudez decente”, es quien nos hace apiadarnos del desvalimiento del ser humano y protegerle. “El No matarás es la primera palabra del rostro”. Yo si amo a los héroes. Creo que incluso sólo podría amar a los héroes, iluminándonos como faros desvalidos, quizá ya sin farero, huérfanos y envejecidos por los asaltos del agua y las gaviotas, olvidados de los mapas en sus farallones abruptos, inmóviles ante el viento salvaje y “aún en el Apocalipsis”, aún en el Finis Terrae, haciendo girar una y otra vez su haz insobornable para que yo, siempre navío perdido, sepa donde está la tierra y el mundo, el hogar y el fin del abismo. Amo sobre todo a los héroes con rostro, aquellos que encontraron el único camino posible para la recomposición de la fractura, para la superación de la escisión, de la rotura, del desgarro, que es el camino del amor. Le dice Hyperion a Diotima: “Ya te lo he dicho una vez: ya no necesito ni a los dioses ni a los hombres. Sé que el cielo, despoblado, y la tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, se ha vuelto casi como un hormiguero. Pero aún hay un lugar donde el antiguo cielo y la tierra antigua me sonríen: en ti olvido a todos los dioses del cielo y a todos los hombres divinos de la tierra”. O como dice la poetisa infrarrealista Mara Larrosa: “Todas las mañanas podíamos besarnos y por eso empezar a tener fe en la tierra…. Él era como los hombres que parten a las junglas en busca de la Rafflesia, que no mueren hasta oler su pestilencia y creer en sus inmensos pétalos escarlata. Entonces nacía mi amor a la vida y el misterio de sentir mis ojos de mujer y reconocerlos semejantes a TODOS los ojos de las mujeres y los hombres”.




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