14.8.09

PREJUICIOS

Es lo que tiene ser un vago. Que uno encuentra siempre sutiles y cada vez más ingeniosas excusas para no hacer lo que no le apetece. Ahora mismo, por ejemplo: salgo hacia India Nepal dentro de 49 minutos, en la cama hay una aceptable pirámide de ropa (aunque sería más correcta denominarla, mastaba) y la maleta está a medio hacer. Es obvio que terminaré haciéndola por el método volquete. Sin embargo, ordenar es tan aburrido, que prefiero desarrollar este experimento que se me ha ocurrido esta noche. Voy a exponer todos los prejuicios con los que viajo, y luego veremos a ver si hay alguno que se haya modificado, extinguido o confirmado. Colateralmente, el experimento tendrá también otra nada desdeñable vía de investigación, acerca de qué cosas imprescindibles me olvidaré esta vez, lo que sin duda empezaré a descubrir dentro de unas horas.

Queda claro que no aspiro a tener ninguna inmersión en la cultura local. En primer lugar, creo que hay que ser o muy pedante o muy ingenuo para pensar que realmente somos capaces de transformarnos o adquirir vivencias de otros. Pero en fin, si esto nunca ocurre, creo que esta vez, todavía menos. Nada de hostaluchos de mala muerte y comer la fritanga que venden los vagabundos. No, esta vez a todo trapo.

Creo que lo que voy a ver no me gustará. Creo que sea lo que sea, lo veré desde una jaula de oro en la que me proporcionarán un retrato amable y digerible. Creo que cuando desde mi autobús con aire acondicionado mire de pasada y tras los cristales el parque temático de la pobreza, la dosis de miseria estará perfectamente medida para que despierte en mí sentimientos caritativos y de empatía, pero no será lo suficientemente insoportable como para que realmente se produzca en mí ninguna transformación. Creo que a mi alrededor, mis compañeros, todos se sentirán bien sintiéndose vagamente humanitarios y que el propio hecho de descubrir que en su corazón hay un espacio para la misericordia y la compasión será el mayor descubrimiento de la ruta. Creo que el espectáculo amputado de amputaciones que veremos solo servirá para, en realidad, mirar en nuestro propio interior y absolvernos. En casa, ante los amigos diremos: “sientes un golpe muy profundo en el alma” y pronto olvidaremos qué motivó ese profundo golpe para solo recordar que no estamos endurecidos, que sabemos sufrir por los demás.

Creo que despreciaré ese espectáculo de presunta espiritualidad, y lo siento mucho, creo que pensaré que nuestra cultura, es mejor. En el libro “La insurrección que viene” se dice “El escándalo hace un siglo, residía en cualquier negación un poco provocadora; hoy reside en cualquier afirmación que no tiemble”. Pues eso: la nuestra es mejor. Pensaré que toda esa construcción presuntamente espiritual, lo inmaterial, lo místico, es una pura pamplina, que es una filfa, y que nuestra construcción, desde los griegos, la ilustración, los derechos del hombre, no es distinta…es que es mejor. Pensaré que con Voltaire, con Kant, podemos construir un mundo bello para el hombre..¿pero qué clase de asquerosidad podemos construir con el sistema de castas con ese perpetuo arrodillamiento ante dioses, ante ratas, vacas, monos, todos reencarnaciones de quién sabe qué?

Pensaré que va a repeler ver como se arrodillan, como rezan, en su pobreza misérrima, en su opiácea construcción del más allá mental, psíquico, incorpóreo, para que en aquí se produzcan las desigualdades más atroces, sostenidas por un corpus religioso que no es más que el fundamento del puro mal. Que los bellos templos, las hermosas estatuas, las entretenidas tradiciones, no son más que un dispendio de la voluntad humana del bien enfocado al mal.
Pensaré también que posiblemente encuentre entre toda esa miseria, ejemplos hermosos de fraternidad, de solidaridad, de generosidad. Sí, seguramente ahí estén también.

Pensaré que ayer estuve viendo a Leonard Cohen, en un concierto maravilloso, enternecedor, extraordinario, tan conmovedor…

Y Leonard Cohen inició su concierto arrodillado, y durante las tres horas en que nos estremeció y removió nuestras entrañas, se arrodilló una y otra vez, se arrodilló mientras desgranaba sus versos, quizá postrado en la belleza de la poesía, del amor y el desamor que navegaba en las palabras, quizá ante nosotros que le observábamos en un silencio vibrante, quizá ante el recuerdo de lo que le impulsó a escribirlas, quizá ante sus músicos que dejaban también allí su alma. Arrodillado ante el diálogo del hombre con el hombre, hablando de las cosas de los hombres, de los sentimientos de los hombres, de la vida de los hombres, para nosotros hombres. No dioses, hombres. Leonard Cohen, de pie, en silencio, con la cabeza inclinada y la mirada baja, el sombrero en la mano que lo lleva al pecho. Leonard Cohen, recibiendo el aplauso sobrecogido de decenas de miles de personas, y él mirando al suelo, como encogido.

Me quedan 8 minutos, qué cojones tengo.

1.8.09

XLI

El héroe asoma un poco la cabeza hacia la luz blanca. Está en el callejón oscuro desde donde puede construir sus discursos de héroe en la seguridad de esa noche cálida que le difumina, le acoge y le envuelve. En el callejón donde apenas extendiendo las manos puede tocar las paredes, en ese pequeño mundo donde se ha construido sus ideas de héroe. Fuera está el peligro, en lo blanco, en lo vasto, el peligro que él percibe como sólido, como perversamente real.

El héroe no tiene por qué dar un paso hacia la luz blanca, puede quedarse donde estaba. Ninguna fuerza irrefrenable le impulsa. Sabe que ha hecho otras cosas viles a lo largo de su vida. Y ese pasado miserable no le ha impedido seguir disertando sobre el bien y el mal, seguir existiendo. Sabe que ha traicionado a otras personas, que ha mentido, que ha robado, que ha hecho daño, que ha obrado según sus propios intereses y aquí sigue, entero, vivo para poder seguir mirándose a la cara y hablar de fidelidad, de honestidad, de ética. Sabe que está en su temperamento dudar de todo, poner todo en cuestión y que los valores de hoy no tendrán por qué ser los de mañana, sabe que no es capaz de hacerse incondicional de nada y de ahí deriva lógicamente que nada merece un sacrificio incondicional. El héroe ha leído mucho, a unos y a otros, y aunque disfruta de su construcción romántica del bien y del mal, aunque se emociona cuando en las novelas, en las películas, otros héroes, ficticios, entregan noblemente su vida por principios desesperados, ahora sospecha, cuando asoma la cabeza hacia la luz, hacia el miedo, hacia la sensación de hecatombe, de fin de todo, que no eran más que novelas y películas y que nada de eso sirve frente al anuncio de la conclusión, la amenaza, sólida, perversamente real, que se aposta en la luz a la que mira de soslayo.

El héroe sabe que si quiere puede construirse valores a su medida, que puede apasionarse por unas cosas u otras. Sabe que muy bien podría decirse, “la integridad del ser está por encima de todo”, “la permanencia de la vida está por encima de todo”. Podía ser Nietzschiano, podría encontrar justificaciones que vuelven innoble el sacrificio, decirse que el altruismo es una forma de egoísmo. Podría decirse que la moral tiene que estar al servicio de la vida, y no al revés.

El héroe sabe además que todas esas frases que le acompañan: “A quien sufre lo extremo, le conviene lo extremo”, “Solo los más grandes obtienen suertes más grandes”, “Incluso en la muerte conserva íntegra la dignidad de la grandeza humana”, “El mal triunfa cuando los hombres buenos no hacen nada”…son solo frases célebres y ni por asomo sueña que esas palabras puedan aplicarse ni remotamente a él. El héroe es dolorosamente consciente, fríamente, nítidamente lúcido, que términos como “dignidad”, “grandeza”, “hombres buenos”, en su biografía, en su existencia cotidiana, no son ni siquiera un chiste tragicómico y que sus años en este mundo no son mucho más que una desangelada e inútil sucesión de pequeñas miserias y ruindades en distintas graduaciones.

El héroe, tendría un sin fin de razones para girarse de la luz, ser sensato, prudente, y volverse a su escondrijo seguro, abrigado, hogareño, donde habitan los héroes que permanecen indemnes, los que son íntegros porque no son desintegrados. Tampoco se hace ilusiones de la utilidad de su inmolación, ve el mundo en su sucia y cotidiana indecencia, el día a día en el que todos habitamos, en esa impudicia de cobardía, de abuso, en esa indigencia de valores, y tiene la absoluta conciencia de lo baldío de sus gestos. No aspira a ser recompensado, no aspira a ser entendido, no aspira a ser apoyado y sabe que ante el miedo, ante la angustia, estará solo, absolutamente solo, dentro y fuera de sí.

Y el héroe empieza a entender lo que sería realmente ser un héroe y qué pueden haber sufrido y qué pueden haber sentido los de verdad, los que lo fueron, los que lo son y sabe que esa palabra no sirve para él, que le queda grande, enorme, infinitamente distante, pobre miserable, pero cree encontrar algo así como la sombra de la Idea, el reflejo empequeñecido de ese sentimiento en sus pulsiones de roedor tembloroso. Y ahora puede decirte a ti, si existes, que cuando te dijeron: Tu padre, tu marido, tu.. fue un héroe, no supiste lo que era. Sonaba como algo distante, una exhibición de esas que hacen los hombres, una especie de amasijo de esos valores del orgullo, la hombría, la camaradería… Que quizá pensaste, bien pudo ser mejor padre, mejor marido, mejor.., y menos héroe, y la palabra terminó siendo como una especie de título que os distanciaba, que volvía al hombre inhumano, pétreo, inconmovible, una leyenda en vida. Pero precisamente, al contrario, yo creo que se hizo hombre por ser héroe, su humanidad se reveló. Que fue un héroe por otra cosa, que se mereció aquella necrológica que helaba la sangre y que comenzaba: “I was devastated to learn of the death…” Porque cuando se asomó a la luz, cuando vio la muerte de cara, ahí, la herida, la sangre, el fin de todo, la destrucción, el espanto, cuando sacó la cabeza de su escondrijo y fuera no había más que dolor y amenazas, reales, no como las que yo imagino, preveo o doy forma en mi mente, si no que estaban allí en ese presente, en carne quemada, en miembros amputados, cuando miró, supo que era un desgraciado, un miserable, que el riesgo que iba a correr era inútil, que la muerte seguiría campando antes y después de él, que no tenía ningún peso, ninguna importancia en este mundo. Supo que la guerra que luchaba era inmunda, que no existía grandeza ni dignidad en la pelea. Supo que estaba solo como un perro solo en su decisión, que nadie entendería jamás qué se siente en ese hiato, en esa encrucijada, que ningún ser humano te puede acompañar ni reconfortar, que ninguna idea superior te da fuerzas, que estás podrido de miedo, pero sobre todo, estás solo, absolutamente solo en tu pequeñez, en tu fragilidad, carne tan fácil de rasgar, corazón tan fácil de apagar, cuerpo tan fácil de quebrar. Que eres insignificante, en ti mismo, en lo que puedes lograr, en tu ausencia y en tu presencia. Y aún así, ese tipo salió de su agujero hacia ese destino incierto y sin premio. Y quizá por eso, después, el héroe siente una especie de repulsión hacia su gesto heroico, y le disgusta recordarlo. Porque sabe lo que fue realmente, la prueba más absolutamente límpida de su penuria, de su desamparo, de la estrechez de su armazón como ser humano, que no se sustentaba en nada, que no creía en nada, que no tenía fe en nada, de su desnudez moral, de sus temores, de sus pesadillas. Que no sirvió para nada, y el héroe entiende la nada como el vacío absoluto, ese blanco enorme, el mundo rugiente y rabioso donde acecha el daño, el dolor, la desaparición, la ceguera, en ese pantano espantoso de la herida que alimentan incesantemente sumideros que arrastran lo más perverso, lo más cobarde, lo más indigno del ser humano, esa especie de pobre animalillo asustadizo, reptil que mira receloso desde su madriguera, que hace del heroísmo, del verdadero, un espectáculo ficticio y folclórico. Y quizá a este héroe, mal padre, mal marido, solo le quede, para no encontrar su acto tan falto de sentido, buscar el sentido de lo heroico, lo puro, en los actos de otros héroes, mitificarlos, ensalzarlos, como yo mitifiqué su acto sin conocerlo, para que alguno, aunque solo sea uno, tenga algo de verdad, que haya un sacrificio justo, una guerra justa, un esfuerzo justo, que haya algún lugar donde podamos encontrar esas palabras, la dignidad, la nobleza, la grandeza, los gestos de los hombres buenos. Y si no, todo es un lodazal sombrío.

El héroe asoma un poco la cabeza hacia luz blanca, da unos pasos, sale, y espera. Es un irresponsable, un imprudente, de algún modo merece lo que le pase. Esas cosas solo le ocurren a él. Se las apaña para estar siempre en líos. Al héroe le repele la palabra, le causa horror, le espanta, pero por alguna razón que desconoce, que se le escapa, el héroe que no es héroe como los otros a los que ensalza y tampoco lo fueron, prefiere verse en su exacta representación mezquina, miedosa, inútil, saberse débil y quebradizo, deshabitado de toda certeza y hueco. Prefiere verse en su verdadero lugar de insecto microscópico, solo, tan solo, tan, tan solo, que en el espejismo de su vida diaria, charlatán barato, predicador hipócrita, timador, embustero y farsante, servil cobarde de mierda.