6.10.10

UN REINO

He dejado de vivir la guerra. Llamo a mis soldados, ejércitos de todas las eras que convoqué, héroes históricos y anónimos, cansados veteranos encallecidos, voluntarios imberbes que lloraron pero no se rindieron ante el pavor. Llamo a aquellos que defendieron mis articulaciones cuando solo querían petrificarse como bosques quemados; los que conquistaron los pliegues de mis dedos cuando no deseaban más que arrancarse los cabellos a jirones; los que se apostaron, aferrándose a cada roca, en los despeñaderos de mi boca cuando se partía, reseca y cuarteada. Llamo a los que ejercieron de solitarios francotiradores desde la atalaya de mis pestañas cuando solo querían cerrarse para siempre; a los que resistieron el Apocalipsis, la gran matanza, a los que chapotearon en el lodo soplando sus armónicas oxidadas y con tierra negra entre las notas. Llamo a los que me rescataron de la muerte. Doy la última orden de movilización general, venid todos a mí, a mi centro, a lo más hondo de mi herida abierta, ese volcán que late. Ahí están otra vez, los adoro, los reverencio, no puedo escribir sobre ellos sin emocionarme. Me cuesta despedirme. Me saltan ahora las lágrimas. Será la última vez. Os habla vuestro Coronel. Gracias por todo, gracias por no abandonarme nunca, gracias por devolverme la pasión por vivir, gracias por ser fieles a lo que ni yo mismo fui fiel. No lo olvidaré jamás. Si esto llega a ser un hombre será por vosotros. Intentaré vivir con decencia por vosotros. Volved a vuestras casas, abandonadme, volved con vuestras esposas, con vuestros niños que esperan, volved con vuestras familias, cread vidas como la que habéis contribuido a crear. Construid otros mundos. Os quiero, os venero, os amo con todo mi ser que se abre a la vida, pero la guerra ha terminado.

Mis soldaditos se despiden. Ha sido un honor, Coronel. Si nos necesita volveremos. Veo las largas columnas perderse en el horizonte, levantando polvaredas que casi ocultan el verdor resplandeciente de este día soleado. ¿Y fue esto antaño un campo de batalla miserable y ennegrecido? ¿Fue aquí donde padecimos tanto? Ahora es una pradera, el paisaje renace y se pierde en el horizonte en su riqueza infinita. Crece un planeta. Por ahí van, marchando, en su última formación, adiós a todos. Adiós, espero que para siempre.

Y entonces cierro los ojos y hago una nueva llamada. Una llamada que convoca a los nuevos habitantes de mi cuerpo. Llamo a los cartógrafos de la tierra y de la línea de costa, a los exploradores y a los navegantes: queremos descubrirlo todo, verlo todo. A los aviadores solitarios, a los entomólogos que tracen el mapa de las migraciones de las mariposas monarca. A meteorólogos que nos descifren el significado de las formas de las nubes, a los geólogos para que nos describan los círculos del color de los minerales, qué dice el lignito, qué son las flores de cobalto, qué cuentan los estratos. Llamo a los miniaturistas que llenen de navíos las botellas, a los maquetistas de trenes eléctricos, a los zahoríes para no dejar nunca de escuchar el rumor de los arroyos. Llamo a los luthiers que reparan el alma de las guitarras acariciándolas cuando están heridas, a los ornitólogos para que nos traduzcan los trinos de las aves, a los ingenieros: necesitamos puentes y caminos para recorrer. Llamo a los pilotos de globos aerostáticos, a esos perezosos que se tumban en los prados a darle forma a los cirros y cúmulos, a los titiriteros de bruja y ogro, a los ilusionistas y a los jefes de pista de los circos de pulgas. Llamó a los micólogos que tracen los caminos subterráneos del micelio, a los tipógrafos que crean las formas de las letras, a los sonámbulos que siguen los senderos invisibles de la noche, a los augures que encuentren indicios de futuro en lo que vive. A los voladores de cometas de todas las formas, tamaños y colores: que el cielo se llene de papel de seda al viento. A los plomeros y los maestros de las vidrieras: queremos que los colores transmuten los colores. A los espeleólogos que iluminen las efigies del subsuelo, a los prácticos del puerto: que nos acojan en las tormentas. A los fareros: que mantengan el pulso de la luz sobre la línea del mar. A los vulcanólogos que midan la temperatura de mi boca en tu boca, sismólogos que predigan el encuentro de nuestras placas tectónicas, que vaticinen los temblores de tu pecho en mi pecho y recojan las fluctuaciones del sobrecogimiento en sus gráficos convulsos.

Llamo a serenos que velen nuestros sueños. A los conspiradores y revolucionarios, a los iluminados y a los soñadores. A los proyeccionistas y montadores en las cabinas de los cines antiguos. A esos rotulistas que aún dibujan los cartelones de las películas de estreno. A los inventores de figuras de papiroflexia. Llamo a los coleccionistas de conchas y piedras de colores, a los numismáticos, a los traperos, a esos ancianos que guardan todos los objetos viejos aunque estén rotos, a los anticuarios, a los estudiosos de lo inútil y a los compiladores de lo efímero: necesitamos recordar todo lo que se desvanece. Llamo a los que bautizan con lugares los colores de las paletas de pintor: el rojo veneciano, el amarillo Nápoles y el azul Prusia. A los remendones de las velas de los barcos: sobrejuanete mayor, gavia, cangreja y sobremesana, a esos que hablan durante horas del mismo libro. Llamo a los imagineros de mosaicos: que dejen talladas flores de ónice y mármol donde tú poses tus pies. Llamo a ejércitos de ventrílocuos que se oculten y hagan que todo lo inanimado parezca susurrarte. A los lunáticos que aúllan frente a los barrotes de sus celdas en las noches de plenilunio, a los artistas torturados y a los cantautores atormentados: que les tiemble la voz cuando entonen tu nombre. Llamo a esos que acopian libretitas de pastas de cuero soñando algún día con escribir un verso en ellas, a los afiladores, a los carboneros y a los cuchilleros, a los que se aferran a oficios extintos, a los niños que quieren ser músicos y eligen la tuba. Llamo a los visionarios, a los buhoneros, a los timadores, a los armadanzas y a todos esos a los que les acompaña siempre el hálito de lo imprevisible. A los aprendices de todo, a los supervivientes del dolor y del hastío, a los historiadores de la memoria de los amigos muertos, a los estudiantes de pintura que se sientan horas ante un cuadro. A los escudriñadores de las almas, a los preguntones, a los niños que quieren ser el bueno, a los niños que quieren ser el malo. A los ancianos que quieren explicar algo y no se acuerdan, a los afectados por la melancolía, a los románticos, a los enfermos de belleza. A los que empiezan una historia, la engarzan con otra, y esta con otra y no terminan ninguna. A todos os convoco, poetas, filósofos, novelistas, músicos, pintores, descubridores, venid a mí. Exploradores de la tierra y del espíritu, conformadme, hacedme digno de ser un hombre. Los que tenéis miedo y dais el paso, a los que os duelen los ojos y los abrís a la luz, pobladme, habitadme. A todos os llamo, a todos os quiero. Que la guerra terminó y tengo que construir un reino. Nuestro reino.