30.5.10

Violines que brotan

Dice Tzara: “Yo hablo de lo que hablo que hablo yo estoy solo no soy nada más que un ruido tengo muchos ruidos en mí…”. Hubo una vez que yo estaba solo, en mi destrozo, roto, y cada día, cada uno de los días de aquel infierno, Xisela cruzaba Santiago DC para venir a ver cómo estaba, a veces unos minutos, otras veces horas que llenábamos cantando. Hubo momentos en que la hondura del dolor la dejaba desarmada y me miraba desde el quicio de la puerta como perdida ante un sima insondable. Decía con tristeza: "Bobi....". Parecía una niña que tuviese que contener una herida, un desgarro colosal con sus dedos pequeños. Pero cada vez, todas las veces, quizá dudando ella misma del fruto de su propio gesto, cada vez, cada vez lo hizo. Colocó su tirita, la sujetó suavemente y su presencia dulce fue lo único que alumbró aquel abismo. Xisela, como yo había hecho con ella algunos meses antes, me cuidó, me curó, me rehabilitó. Se lo debo todo.

Una tarde, le escribí una canción para cantar los dos. En ella cada una de las voces agradecía a la otra el cuidado, el amparo, el mimo, la presencia. Esa tarde, ambos la cantamos acompañados de mi vieja guitarra clásica, que décadas antes me había regalado, también, mi padre.

En el otoño siguiente fue también ella quien me propuso matricularme en Filosofía Alemana. Así ambos conocimos a Rafael. Nuestro profesor. Nuestros horarios no encajaban y Rafael dobló su tiempo lectivo sin compensación ni obligación alguna y cada semana nos regaló tres horas de conocimientos durante un curso entero. Cada jueves, los tres nos encontrábamos en la facultad como culpables participantes de una conspiración y con la complicidad de las conserjes y las empleadas de la limpieza ocupábamos aulas vacías. Éramos tres outsiders de tres generaciones distintas. Encajamos. Había como una sensación de acogimiento, de tres seres perdidos cada uno en su espacio. Tres habitantes de los extrarradios que se encontraban en las líneas fronterizas de la propia orfandad. En ese tiempo, él se convirtió en algo mucho más que un profesor: fue nuestro tutor, nuestro bienhechor, nuestro mecenas, nuestra luz. Le contemplábamos embobados mientras hablaba de la razón, de la ilustración, de ese pequeño foco con el que Diderot rasgó el espacio de penumbra y tiniebla, de Lessing rechazando la mano del saber de dios, de lo bello y lo sublime. Rafael no fue solo la experiencia educativa más deslumbrante y profunda que ambos tuvimos nunca, no solo hizo un ejercicio de ética pedagógica inverosímil por su altruismo, sino que llegó a conmovernos y nos convirtió a su causa, a la causa de la fe en el conocimiento, en el ser humano. Cada jueves, discípulos embelesados, Xisela y yo salíamos de ese edificio con una sed insaciable de aprender y él nos hizo el mejor regalo que nadie puede recibir: amplió los límites de todo aquello que desconocíamos y nos dibujó los espacios de otro universo, la filosofía, el pensamiento, que en los perfiles borrosos de nuestra ignorancia intuimos de una belleza turbadora. A lo largo de una vida, hay un profesor, uno. El mío, hasta que me muera, será Rafael Martínez Castro.

Todos nos separamos después. Xisela tiene una amiga que la quiere por encima de todas las cosas aunque a veces lo olvide. Es Andrea, que también la quiere sobre todo aunque a veces lo olvida. Ambas durante años fueron también outsiders solitarias, se sujetaron, se ayudaron y solo se tuvieron la una a la otra. Son lo que son porque se sostuvieron. Estaban abandonadas y fueron hermanas. Construyeron un lazo que resistirá todas las pruebas. Alicia es amiga de Andrea. La encontré al admirar sus fotografías, en las que habita una ternura intensa, y a la vez una escisión de si misma, el cisma de un rostro que se presenta temeroso y recortado. Alicia fue una presencia volátil, casi gaseosa, y en todos estos meses no logramos ambos encontrar ni un solo día en que yo pudiese resolver mis dudas y palparla, tentarla para saber si era real. Nos pusimos motes. Ella es Vasfi, y yo soy Vasmi. Solo la he imaginado en la distancia. Leyéndola, a veces oyendo su voz, me la figuro padeciendo ese desarreglo suyo de exceso de amor al mundo, extasiándose por la calle ante el mínimo brote de vida. Con los ojos expandiéndose al aire y deseando sorprenderse por todo. Igual que Xise y yo cada jueves, cautivados todos por un mundo que se nos enseña. Alicia y yo hablamos de hacer un Mapa del Desamparo y retratar con su mirada y mis palabras el aislamiento y el desabrigo, el abandono y la pérdida. Pero va y viene, aparece y desaparece, como el viento llevado por las nubes. Sin embargo, esa lejanía no le impidió ofrecerse a crear el videoclip. Para eso la ayudaron, también a ella, sus compañeros de piso que ejercen fabulosamente de actores improvisados. Yo había creado la canción en solitario, con mi ordenador, construyendo electrónicamente el andamiaje para sostener la voz de Xise y la mía. Pero sentí que debía aparecer lo humano y también pedí ayuda. Y me la prestó Curi cediendo su estudio y su música, sus dedos, y mi hermano tocando la guitarra, su colonia creciente de guitarras. Cómo hubiese podido siquiera imaginar un proyecto al margen de mi hermano con el que he tocado los últimos 25 años. Y esa tarde, la misma tarde que nosotros grabábamos, mil kilómetros al este, Alicia se quemaba los ojos colocando fotograma a fotograma con su portátil avejentado. En la misma ciudad donde habita Román, al que tampoco he visto jamás físicamente y también conocí por Xisela, a la que adora, que crea las músicas y pone voz a las melodías donde intentan encajar mis letras. Estoy seguro que Román estaba componiendo en ese mismo momento cuando mi hermano decía en un descanso de la grabación: "me gusta ese Román, como compone, como usa las sextas, como toca la guitarra, tiene algo". Y quizá Rafael estaba dando clases y Xise leía un libro....de filosofía. Todo ocurría en el mismo instante y bajo el mismo cielo.

Este videoclip, en su humildad, en su pequeñez, en su insignificancia es el símbolo de lo que hacen los hombres, las mujeres, cuando se ofrecen las manos, cuando colaboran, cuando se ayudan y se cuidan. Es, de las poquitas cosas que uno puede presentar con orgullo y con un nudo en la garganta. No por lo que es, sino por lo que alumbra. Por lo que anhela aunque no llegue a lograr: crear unos minutos de belleza, expandir el espacio de la luz. Comprometidos todos en la creación, en lo único que nos hace nobles y digna de ser vivida la vida: el altruismo y la búsqueda de la verdad.

Hay otra frase de Tristan Tzara, que me llena de maravilla: “en la abundancia de noche y clara cesta del lago….son los violines nuevos que brotan de los violinistas”.

Brotaron violines de nosotros, violinistas.




Y aquí está el enlace para quien quiera recordarle merecidamente a Alicia en su primer trabajo todo el talento que tiene:

Videoclip Sin saberlo en youtube

8.5.10

El pintor de estaciones

La enfermera me habló en el lenguaje del dolor. Quéjate para que pueda dejarte descansar unos segundos. Quéjate para que pueda comunicarme contigo. Quéjate para que sepa qué sientes. Pero yo soy un mal paciente, no concibo el dolor como algo físico y no me quejo. Ese, el de la carne, me resulta tan fácil de soportar, tan banal, tan fútil que declino la invitación de mi interlocutora, y sólo le ofrezco el silencio en el padecimiento. Horas antes, en mi asiento del tren me sentí distinto del resto de viajeros por mi llaga latiente. En mi fantasía volvía de El Somme, o de Verdún, e imaginaba que sentía la misma soledad de la herida, el mismo distanciamiento de los soldados hacia aquellos que no han sido dañados. Cuando vuelven del frente, hay ya un abismo insondable entre ellos y los no combatientes. El abismo de los que han sido heridos y los que no. Y yo, que notaba el rumor sordo de la sangre en la carne, el calor bullendo bajo las vendas, me quedé dormido soñando, falsamente, que era diferente, que era un luchador cansado en un traqueteante vagón de madera, que ya no podría ser como el resto, que el dolor me había hecho habitante de un reino nuevo. Quéjate para que sepa cómo tocarte, quéjate para que sepa como entenderte, quéjate para que sepa cómo te sientes. Pero los habitantes de ese reino ya no nos quejamos. Allí, tras nuestras fronteras laceradas, lo toleramos como una molestia que comparte nombre, el dolor, con el verdadero dolor, que convierte también en inútil e infantil cualquier queja al enfrentar su vastedad inhumana a nuestra pequeñez. ¿Te duele? -me pregunta- y cada vez dudo al responder…”bueno, tanto como doler”….porque no concibo eso como dolor, y ahora yo aprendí a contestar: “es un rumor de dolor” y no veo a la enfermera tras de mí, pero sé que sonríe.

Cuando me desperté, noté en toda la pierna un frescor pegajoso y una extraña sensación de paz. Hay como un viento suave que mece los primeros brotes de hierba de las grandes llanuras. La piel es roja, pero las ondas graves de los tambores de guerra que emitía la herida han cesado. Sin embargo, hasta que me encierro en el baño, aislado de los no combatientes, aislado en esa miserable embajada del reino de los heridos, de pie, tratando de no mojar mis pantalones ya empapados en la orina del suelo, en el pastiche de papel higiénico y lodo, hasta entonces no descubro la enormidad del desborde. No descubro que la pierna hasta casi el tobillo está surcada de un líquido rojizo, como de oxido, que supongo que es la mezcla perfecta de la sangre, la grasa, y la savia de la infección que tras arrollar todas sus exclusas ha cedido en su parpadeo para rearmarse, para volver a almacenarse en mi muslo tumefacto y presionar de nuevo. Y el color de mi pierna es el de los ríos contaminados por el mineral ferruginoso, cañones, fusiles corroídos que se desangran y bordean los limes de nuestro reino de soldados heridos. O la crecida incontenible de los ríos africanos, asiáticos en el monzón, que arrastra salvaje el limo, el barro marrón y lo deposita en las riberas que cambian el verde por el color teja y en el satélite solo vemos una invasión parda, casi sanguínea en la tierra rajada en mil perforaciones. Pero ese fango es el nuevo humus de donde brotará la vida cuando las aguas vuelven a su territorio y el mío en cambio es un anuncio de desintegración, un reguero yermo de orín cobrizo. O quizá es el mismo color del adobe y el agua en las manos que construyen, en las yemas de los alfareros, de los constructores de chozas, de los moldeadores de ladrillos, el mismo color de la secreción purulenta que segrega mi cuerpo, mi muslo derecho fermentando en disolución terrosa.

Entonces me asusto y escucho como el tren arranca de la estación donde estoy, no sé cual es, y sin tiempo para otra cosa solo traigo conmigo la pequeña bolsa que llevé al baño y salto al andén sin pensarlo. Aún no ha amanecido, la estación está casi desierta, nadie ha dado la salida. Mi dinero, mi ropa, mis tarjetas, mi cazadora, se van en el tren y yo me quedo allí, con el pantalón mojado de esa mezcla de deshechos de mi cuerpo. Mi cuerpo, que me había dado una tregua al derramarse la infección, pero que ahora, al saltar desde el tren y caer en el cemento del apeadero ha tensado las aristas, que han tensado la piel, que ha tensado la carne, que ha tensado la llaga y de nuevo eso que yo no llamo dolor, sino rumor de dolor, ha vuelto, agudo, penetrante, cortante, y parece que se extiende por toda mi pierna hasta su cara interior, que se me clava en el muslo, y yo lo imagino por dentro invadido por un ejército negro que se propaga en su metástasis de muerte, precedido por heraldos negros, profetas negros, emisarios negros que divulgan la llegada de la nueva ley negra. Y quizá en mi muslo estén ocurriendo los fenómenos que anticipan el fin de los tiempos y nazcan becerros con dos cabezas y las ciudades expulsen a sus locos, regrese la peste, las flores broten secas, los cuervos chillen en el atrio de la iglesia y los perturbados arranquen las cruces de los cementerios. Quizá sean los presagios de las hordas de la enfermedad, y los designios del fin del mundo. Pero me levanto, recojo mi bolsa que ha caído más lejos. Hará frío mientras espero.


Así que estoy en otro baño, ennegrecido, resbaladizo, graffiteado, sin puertas, fregándome la pierna con las dos toallitas que quedaban ocultas dentro del dispensador del lavabo y esperando que abra el centro de salud de Sahagún donde la enfermera querrá dialogar en el lenguaje del dolor, y me dirá quéjate, para saber dónde te duele, quéjate, para que puedas descansar unos segundos, quéjate, para entender cómo sufres y yo callo en silencio y no me quejo aunque escucho los llamamientos a la rebelión de los nuncios del ejército negro y percibo cómo mis habitantes desertan, y en mi muslo la horda negra quema las granjas y mata a los caballos arrancándoles sus ojos de espanto. Y siento cómo los cascos de sus monturas negras horadan la tierra de labranza, cómo se ciegan los pozos con cadáveres de reses y las aguas de los ríos bajan vestidas de peces muertos. Siento como se abre una grieta hacia un vacío de tinieblas sin fin donde succiona un viento que sopla…hacia abajo, hacia lo oscuro. La enfermera me dice que no está de acuerdo con que viaje así, que cómo se me ocurre, no sabe cómo tiene esto y me pregunta si no he tenido fiebre y no, no he tenido más fiebre que la fiebre que siempre tengo, la fiebre del frío de no tener fiebre. Así que me limpia, me castiga esperando un quejido que no llega, aprieta, exprime contornos sanos de la piel tratando de que expela el resto del veneno que se retuerce dentro, se aferra a mí, y no quiere salir. Me manché un poco la ropa, digo, y entonces se enternece y contesta: ahora limpiaremos todo y podrá seguir su viaje, pero qué viaje, con qué continuar, cómo seguir, me dice vigile la fiebre, vigile la fiebre, vigile la fiebre y yo pienso, la vigilo, la vigilo, pero no llega. La busco y no llega. La busco y no llega.

Ahora estoy a las afueras de Sahagún, esperando a que se seque mi ropa bajo el sol tibio. Veo en lo alto el campanario octogonal con su cigüeña. El rumor de dolor se hace penetrante y severo. Me desnudo y me tumbo sobre una roca plana para que mis pantalones se sequen y ya no soy un soldado que regresa del Somme sino que soy Jack Kerouac agradeciéndole al dios de la primavera ese sol un poco perezoso, agradeciendo tener una funda térmica cubre sacos y una sábana para poder taparme esta noche, allá donde sea que la vaya a pasar. Y entiendo por qué él habla de su saco de lona, de sus zapatillas de esparto con ese amor por las cosas que lleva consigo, que le son útiles, y yo empiezo a amar esa funda también y a amar el azar de que fuese guardada en mi pequeña mochila, y a considerarlo todo ahora, funda, bolsa, sábana, como mi equipo de vagabundo personal e intransferible que me acompañará siempre, hasta que sea el abuelo de los vagabundos, cuando pasee escuchando el rumor de los arroyos y me pregunte, como Jack Kerouac, acerca de la sabiduría y la santidad de los asnos que pastan, y me asuste el rumor, no del dolor que no me asusta, sino el rumor del agua en los acantilados de Big Sur. Pero aquí veo el hermoso paisaje de la meseta, y cuando mi pantalón, que he lavado en el Arroyo del Parazuelo, está seco y el día todavía tiene tantas horas por delante camino y camino siguiendo la línea recta de las estructuras de alta tensión sobre la pradera verde tratando de comprender la indescifrable lógica de los sembrados, de los polígonos donde la tierra está abierta y en los que no. Una pareja de perros ovejeros juega y brinca y el rebaño forma un cuadrado perfecto, tan lejos estoy aún de la música, la imagino a cientos de kilómetros, se están terminando de montar los equipos, llegan las bandas de todo el mundo, convergen en el lugar de la música, aún a tantos kilómetros para mí. Pero yo soy Jack Kerouac y cuando cae la tarde, me doy cuenta de que aquí todas las calles tienen otro lugar de convergencia que es la estación, la Ronda del Ferrocarril, la Ronda de la Estación, la Calle de Tras la Estación, así que después de horas de errar por la planicie, siguiendo el río, siguiendo las líneas eléctricas, desentrañando la geometría misteriosa del labradío, vuelvo a la estación para ver como se pierden las vías en el horizonte. Treinta años atrás estoy en otro río, en el Jerga, aunque entonces no sé como se llama. Todo está helado y en el parque de La Eragudina están ardiendo unos matojos. Soy un niño, y ya no un soldado de regreso del Somme ni Jack Kerouac, sino que soy Miguel Strogoff y quiero apagar ese fuego antes de que se extienda por toda la taiga y llegue a los bosques de la alta Siberia. Debo llegar a Irkutsk, tengo una misión, pero no puedo dejar que arda, así que me hago con una lata de aceite oxidada que está en la orilla y avanzo cuidadosamente sobre la fina capa de hielo hacia donde puedo romperlo para llenar la lata y verter luego el agua sobre los hierbajos que arden. Cada proceso es lento y arduo, el hielo cruje y en cualquier momento pueden llegar los tártaros, pero yo me debo a ese bosque, así que al fin, ocurre lo que tiene que ocurrir y el hielo se quiebra y yo me caigo en el río empapando una de mis piernas hasta el muslo, el mismo muslo que hoy emite sus códigos de rumor de dolor. Pero yo soy Miguel Strogoff y sigo apagando aquellas llamas enanas que arañan las ramas delgadas y carecen de posibilidad alguna de expandirse a los árboles en aquel día de diciembre, mas yo no lo sé. Porque soy solo un niño, un niño además que siempre está tosiendo, siempre sonándose la nariz, del que los demás ser ríen por mocoso, que siempre está con gripes, que siempre coge frío, que pasa muchos días en su cama bajo las mantas de lana leyendo libros que no son para niños, que en las observaciones de sus notas pone: “falta demasiado a clase por estar enfermo”, un niño con su delgada pierna helada y su lata de aceite, rellenándola y vaciándola sobre esas llamitas dispersas. Hasta que llega mi abuelo, que es Jefe de Estación, que él si da la salida a los trenes, y no comprende mi esfuerzo heroico y solo ve mi zapato helado, mi calcetín helado, mi pantalón de pana helado y me arrastra a casa tirándome de la oreja, llevándome de la mano con firmeza y riñéndome, y yo, solo un niño, no entiendo qué hecho mal, y no entiendo cómo podría haber dejado que ardiese la taiga por los cuatro costados y debería de sentir un enorme frío pero no lo siento porque el verdadero frío lo sentí después y no era ese, que solo fue un rumor de frío.

Treinta años después mi abuelo está muerto y yo estoy en la Estación de las Delicias, en el museo del ferrocarril y recuerdo cómo me llevaba de la mano, así que como estamos en diciembre y en Madrid hace un día precioso, le compro a mi padre un sombrero de Jefe de Estación para regalárselo en reyes como recuerdo de su padre y de mi abuelo, y al salir de la línea amarilla, resplandece amarillo un sol tibio como el de hoy, que yo hubiera agradecido al dios del invierno soleado si fuese entonces Jack Kerouac, pero ese día solo soy un pobre chico enamorado que ha cambiado la mano de su abuelo por la mano de su novia. Esa mano, la de ella, que se articula en la mía de un modo único y absoluto, dos vías movidas por el guarda agujas, click, y que se enganchan, la única pieza que encaja en el puzzle de las manos. Como encajó entonces la del niño, Miguel Strogoff, aquella otra tarde de invierno en la del Jefe de Estación, no por ese mismo proceso de única equivalencia en el cosmos de la mano de mi novia y mi mano, sino porque esa mano grande, que lleva la bandera roja, el farol, el silbato, que ordena el movimiento de los trenes, esa mano se adapta, muta en su hueco cálido y envuelve a la del niño en sus mantas de lana, mientras le riñe, y le dice, cómo se te ocurre, mañana tendrás fiebre, mañana tendrás fiebre, ya verás cómo se preocupa tu padre, mañana tendrás fiebre, fiebre, fiebre, la que busco ahora y no tengo, la que busco y no tengo.

Y entonces treinta cinco años después conozco al pintor de estaciones. Sentado en uno de los bancos de la estación de Sahagún, dibujando. Como soy tímido, me siento en otro banco, distante, y le miro de reojo. No hay nadie más. Tengo un libro, y el billete de tren, ya de ayer, que espero usar de algún modo cuando el tren, el único tren del día vuelva a pasar. Porque cada día pasa otro y si uno está por allí, mirando, quizá pueda cogerlo. Así que continuamos así hasta que anochece y se acerca a mí, y me pregunta acerca de mis planes: qué planes, estaba viendo las vías en el horizonte, leyendo mi libro mientras aún tenía luz, exploré la estación para buscar un escondrijo donde poder dormir donde fuese menor el rumor de frío, porque ahora soy Jack Kerouac, estoy en Des Moines, cerca del depósito de las locomotoras a mitad de mi vida, lejos de casa, en la línea divisoria de mi juventud perdida, extraño de mi mismo, así que, qué planes, no tengo planes, yo que sé. Y él se presenta, me dice su nombre, y al principio hablamos de cosas intrascendentes. Es ya noche cerrada y un hombre cierra la cantina de la estación, nos mira y nos dice: “ahí no pueden estar”, pero ni siquiera espera contestación y se va. Vemos como se aleja bordeando las vías y desaparece tras un pequeño muro. Entonces el pintor me guía, ven, no tenemos por qué pasar frío, y se refiere al rumor de frío, no al frío de verdad, el otro, y fuerza la cerradura con algo que parece una llave maestra y que la hace abrirse, click, con suavidad, con más suavidad incluso que si hubiese sido la propia llave de la cerradura.


Estamos sentados. El pinta el interior de la estación, una lámpara de hierro labrado, un escudo nobiliario, el vacío, ningún asiento. Yo estoy dentro de mi cubre sacos, ya hace tiempo que hablamos, habla mucho mientras pinta, me pregunta: ¿has leído “Austerlitz”? y no, no lo he leído. Es una preciosa novela de Sebald, dice: un hombre vaga por las construcciones civiles de Bélgica, estudiando su historia, tomando bocetos y es como un modo de dibujarse un pasado. ¿Por eso pintaba él estaciones de tren? No, no era por eso, aquello había sido una coincidencia, recordaba ese libro por la observación minuciosa de los detalles de aquel personaje, Austerlitz. La observación minuciosa convierte lo ordinario en extraordinario me dice el pintor de estaciones, lo extraordinario es solo un modo de mirar. Yo le hablo del paisaje de la planicie. Un paisaje que regala acontecimientos, y cada objeto, cada forma que rompe la línea es como una especie de regalo único. Dos olivos solitarios en el páramo son sobresalientes porque sobresalen. Y al mirar, eso que parece un erial nos ofrece aquí una laguna, aquí un otero negro, aquí y allá altas construcciones de pacas de heno, un río, una garza, tramos de bosque rectilíneo. La emergencia en la planicie es en cada caso como un advenimiento único, un evento específico, enmarcado en todos sus límites en ese cielo desmedido. El pintor de estaciones asintió, si, eso es, -dijo como si continuase mi conversación- fijamos la mirada en aquello que queremos hacer que viva y al determinarlo, lo precisamos, lo convertimos en algo que a partir de entonces ya tiene una historia, una presencia. El significado etimológico de presencia es aquello que se nos pone delante, lo que se nos muestra, lo que se nos ofrece, por eso un presente es un regalo, porque “se nos ofrece” y por eso tú lo has dicho tan bien, cuando hablas de “un regalo de acontecimientos” porque eso es exactamente presenciar, recibir regalos. Por eso, continuó, si tenemos nuestra mirada solo fija en nosotros y en nuestro interior, fuera, todo está muerto, nada se nos regala y somos pobres. Yo pinto las estaciones porque quiero hacer un regalo, y porque deseo que adquieran una presencia determinada.

Entonces el pintor de estaciones me contó una historia. El pintor de estaciones amaba a una mujer pero no lo sabía: fuera de él todo estaba muerto. Ella era el regalo de su presencia y yo no la presentí, es decir, no la sentí antes, dijo. Antes que cualquier otra cosa, antes que a mí. Fíjate qué verbo, Jorge: “presentir”: aún antes que el mismo sentimiento. Yo ahora sé porqué, prosiguió, pero entonces no lo supe, no era más que accidentes y lo que me definía era lo que no era. Leí una frase de Goethe o de Píndaro, no estoy seguro: “¡llega a ser el que eres!” y entendí en qué me equivocaba, pero ya era demasiado tarde. Eso fue hace 860 días y desde entonces ni un solo de ellos he dejado de amarla, de soñar con ella, de mirarla a lo lejos. ¿Imaginas cuántos son 860 días? me preguntó el pintor. ¿Cuánto me puede quedar de vida? Seamos optimistas, ¿40 años? Soy mayor que tú. Eso son 14600 días. De esos, la he amado desesperadamente los 860 primeros. No es solo una frase, Jorge. Todos y cada uno de ellos. No has puesto rostro de sorprenderte, normalmente nadie considera que estén muy bien empleados. Yo por el contrario, creo que son los días mejor utilizados de mi vida pero en cualquier caso, no soy capaz de concebir un uso mejor. En fin, cuando me abandonó, tenía un plan que proponerle. No viene al caso porqué era un plan hermoso pero lo era. Se trataba de recorrer las viejas carreteras, buscando las estaciones del ferrocarril, los apeaderos, los que sobreviven y los que desfallecen, cerrados, devorados por la maleza. Hay cientos que se han quedado así, perdidos para siempre en el limbo del tiempo. Se trataba de buscarlos, esos náufragos de otra era, aislados en sus espacios desiertos, alejados del mundo que ahora se mueve de otro modo, seguirlos uno a uno, y mirarlos, entre los dos, ella con su cámara, yo con mis palabras, traerlos de nuevo a la vida. Hacer algo, quizá un libro, quizá un blog, una página en Internet, lo que fuese, juntos. Desde su casa se ve la antigua estación del Norte, las vías del tren perdiéndose a la izquierda de su cortina…No pude ni proponérselo, era mi sorpresa para la primavera y al final lo olvidé. No volví a recordarlo hasta que algunos meses después descubrí una historia que me enterneció, que enraizó en mí de un modo casi personal.

Y entonces, el pintor de estaciones me habló de la historia de Georgs Barkans.

Georgs Barkans, era un artista textil letón que en 1944, en la retirada de los alemanes ante el avance ruso, había perdido a su compañera de clases y esposa, Irina. Jamás dudó de que estuviese viva, la imaginó enferma, quizá amnésica y nunca desesperó de volver a encontrarla. En 1945 comenzó a dar clases en la facultad de arquitectura de la Universidad de Riga, y aunque él era un virtuoso del tapiz pudo colaborar con los arquitectos responsables de la restauración de todos los edificios civiles destrozados por la guerra. En especial a Georgs le interesaban los hospitales, y sobre todo las estaciones, pero en general aquellos, cualquiera, en los que fuese previsible la mayor confluencia de personas. Georgs Barkans se las arregló para colgar sus tapices en cada una de las estaciones letonas reconstruidas. Y cada uno de ellos era de algún modo una reproducción oculta, cifrada, de su vida con Irina. Muchos de ellos están considerados hoy obras maestras, como “Carnival”, o “Tailors days at Silmaci farm”, pero en realidad, para Georgs no fue más que un trabajo enorme al que dedicaba cada instante de su tiempo libre y gran parte de sus noches. Poco a poco, en cada vestíbulo, en cada galería, en las salas de ingresos de los hospitales, los sanatorios y los dispensarios, en las taquillas de las estaciones de autobuses, en las salas de reuniones del Partido, en los cabildos, en cualquier lugar que Georgs calculase que ella podía visitar, colgaba, como regalo, alguno de sus maravillosos telares. Primero cubrió las estaciones de tren, y a partir de ellas, trazó una especie de singular mapa que se expandía por cada núcleo de población de Letonia, los grandes y también los pequeños, y en todos ellos, en alguna pared, alguna de sus creaciones observaba a la multitud que entra y sale, apenas sin fijarse, sin reparar en su presencia. Al fin, tras siete años de espera, un día, una mujer palideció y sintió un ligero desmayo en la estación de Liepaja al ver una escena en uno de los tapices. Se trataba de “The unicorn and the lion”, un sueño que la había atormentado de niña, que en la tela estaba del modo exacto en que ella siempre lo había imaginado. El león negro saltando sobre el unicornio, montado por la propia Irina y encerrados todos los personajes en una especie de foso sanguíneo. Irina no sabía que sus sueños poblaban las estaciones de tren de toda Letonia, que cada uno de los recuerdos que él pudo extraer de ella estaba ahora representado en lana, en hilo, sobre un fondo de tafetán, en la urdimbre que Georgs había trazado cruzando hasta el filamento más fino de su memoria. ¿Sabes cuanto tardó Georgs en encontrar a Irina? -Me preguntó el pintor de estaciones- 2.718 días. Sólo 2.718 días. ¿Crees que a ese hombre que tejía cada noche, todas las noches, pensando en los motivos, pensando en qué podía llamar la atención de una persona quizá sin memoria, quizá enferma, pensando en qué podía hacer que alguien desviase su vista de lo interior y mirase hacia arriba, a un telar, lo definiese con su mirada, lo animase, y en el proceso, el propio telar la despertase….crees que Georgs tenía prisa? ¿Crees que se hubiese rendido si hubiese tenido que esperar 2.718 días más? ¿O tres veces 2.718? ¿O cuatro veces? ¿Cuántos telares habría ahora en las estaciones de Letonia? ¿Crees que Georgs tenía algo mejor que hacer que hilar su amor por ella, expandirlo por el mapa, llenar de color los hospitales? ¿Crees que hubiese perdido el tiempo incluso si no la hubiese encontrado? Por eso pinto yo estaciones. Busco en cada una de ellas el motivo, aquello, que ella pueda ver sobre el resto de las cosas con su mirada estereoscópica. Esa mirada que tiene que profundiza más allá de la forma. Busco aquello que la haga mirar y entender, que sea para ella una presencia única, un regalo. No sé aún como haré para que se encuentren, mis pinturas y ella, pero lo acabarán haciendo, porque están creadas únicamente para ella, porque retratan el mundo que querría ver con sus ojos, con los ojos que solo ella podría mirarlo, interpuestos en mí. Y su mirada y mi cuadro alguna vez encajarán, aún no sé como, pero encajarán, en otros 860 días, o quizá dos veces 860 días, o tres veces 860 o en el mismísimo fin del mundo…..terminarán encajando…y ella tendrá su presente, su regalo, y eso es todo….terminarán encajando….
…..como las vías, click, -pensé yo- como aquellas dos manos, pensé yo, como la pieza del puzzle de dos piezas, pensé yo y le hablé al pintor de estaciones de mi texto “Reencarnación”. Me miró agradecido: has llegado más lejos que yo, dijo. A todo el intervalo entre el principio y el fin de los tiempos, enseñándole su nombre a todo lo vivo, a todo lo existente, a todo lo que está por nacer. Yo solo pinto estaciones desde hace 860 días.

Salimos de la cantina, la repetición de mi tren no tardaría en llegar. Durante la noche habían pasado otros que no pararon. Todos se llamaban Estrella. Estrella de algo, de esto, de otra cosa. En el cielo brillaban otras. Bajo la luz amarilla, casi cansada, las vías se perdían en la noche profunda, en la oscuridad absoluta. Quizá llegaban a la cortina de aquella habitación de la que el pintor me habló frente a la cúpula blanca de la antigua estación del Norte. De esa habitación en la que imaginé que brotaban trenes del tirador de la persiana, en la que sospeché que en verano si dejabas mucho tiempo abierta la ventana, encontrabas al llegar la habitación llena de locomotoras revoloteando, silbando, exhalando minúsculos grumos de humo azul ceniza. Ambos nos quedamos en silencio unos minutos, desentrañando el final de la vía, qué hay detrás de las vías, a dónde llevan, a dónde van las líneas de alta tensión, qué luces llevan, trenes estrella que paran y otros que no. El pintor de estaciones continuó hablando: lo más difícil es tener que enmudecer ante lo extraordinario, es lo más duro, no poder compartirlo, eso que tú llamaste el acontecimiento, lo que sobresale. Imagino a Barkans tejiendo de noche para Irina, hace mucho frío, es el invierno de 1946 quizá, y Georgs echa una piedra de carbón, puede que la última, al calentador que tiene a sus pies, la piedra chisporrotea de un modo único. En el carbón se ha fusionado otro mineral, una pequeña micra que al contacto con el fuego irradia una llamarada única de un azul helado, y Georgs cree ver como si fueran ondas de muchos azules helados superponiéndose. Es entonces, cuando lo que más desearía en el mundo sería acercarse a Irina, que debería estar allí, sentada, quizá leyendo un cuento, quizá de Oscar Wilde, y poder decirle suavemente: “Irina, cariño, mira esta llama”. Pero Irina no está allí y la llama brilla solo para Georgs, que es capaz de tener ojos para lo extraordinario que acontece casi cada día, pero siente que eso, lo que tú llamaste acontecimiento, Jorge, (que curioso que te llames Jorge, ¿no te parece?), ese acontecimiento está incompleto. Que sólo podía consumarse al compartirlo. Me imagino a Georgs volviendo los ojos a la tela, casi acariciando los hilos, sometido a la tensión irresoluble de tener que crear cientos de telares y sin embargo en cada uno de ellos poner lo mejor de sí mismo, el máximo cuidado, todo su mimo, toda su atención..y pensando que teje demasiado lento, que Irina puede estar ahora guardando una cola, con los ojos perdidos en una pared vacía de cualquier estación de un pueblo pequeño. ¿Te lo imaginas, Jorge? Entretejiendo su llamada de amor cada noche, guardando para sí, para poder compartirlos algún día, todo ese tesoro de hechos extraordinarios. Esos que no son más que la visión profunda de lo ordinario, para poder estallar quizá algún día, si la encuentra y poder decirle: “un día, Irina, cariño, vi a una niña sentada con un gato sobre un prado de margaritas. La niña miraba hacia delante y tenía un cuento en las manos. El gato se lamía una pata, como a cámara lenta, muy despacio, y entonces me miraron los dos a la vez y vi algo como infinito, como de calma imperturbable, al margen del tiempo en su mirada. Un día, Irina, mientras subía por las escaleras de la facultad de arquitectura uno de los conserjes, el más anciano, estaba limpiando uno de los tragaluces de la cúpula, y de repente, al pasar el paño y alejar el polvo, entró un rayo de luz casi sólido, que me sobrecogió, y no pude más que pensar, Irina, que ese rayo estaba allí esperando, desde hacía años, a que alguien limpiase el tragaluz, aguardando, recargándose cada día de sol, mirándonos a nosotros en la biblioteca a través del vidrio polvoriento. Un año, Irina, cuando tú no estabas, un año nevó mucho, mucho, y cuando llegó el deshielo en el pequeño jardín bajo nuestra ventana, empezó a surgir de la nieve un triciclo, primero el manillar derecho, luego el izquierdo, poco a poco, lo miraba cada día, el avance de las ruedas, el sillín, cada mañana lo primero que hacía era mirar el surgimiento del juguete. Cuando el último resto de la nieve desapareció, el triciclo, viejo y un poco oxidado, pareció brillar como si tuviese el barniz del invierno vencido y lo más maravilloso, Irina, un niño se acercó, y como si lo hubiese dejado ahí apenas un instante antes, se sentó sobre él y se fue pedaleando calle abajo.” Como si la vida se reiniciase naturalmente: el rayo atraviesa el vidrio, el juguete recupera el movimiento, como si no necesitasen de impulso, como si estuviese implícito…. Jorge…¿puedes verles? Puedes ver la excitación de Georgs, gesticulando, atropellándose, tratando de no perder ni un solo segundo de la vida que se les reabre, e Irina diciendo suavemente, “para, para, despacio, Georgs, despacio, tenemos tanto tiempo…” y ella también ha almacenado un sin fin de visiones extraordinarias de lo cotidiano y también quiere compartirlas con él…Jorge, ¿puedes verles? ¿Puedes verles? ¿Puedes sentirles? Jorge, ¿te imaginas el día que la pierde? Los rusos se acercan, ya están en las afueras, los alemanes están retirándose, vuelan casas, fusilan, queman, la gente se esconde, queda tan poquito que soportar y ya serán libres….mañana saldrán a las calles y abrazarán a los liberadores, mañana les cantarán canciones, les pondrán guirnaldas….las avenidas están desiertas mientras se oyen los últimos disparos, están fusilando aquí y allá, y Georgs corre solo, entre el humo, desesperado, buscándola, se esconde tras los piquetes de ejecución de las SS y comprueba uno a uno los cadáveres que dejan, mira en todos los portales, corre, corre, desfallecido, grita en los incendios, grita en alto su nombre, tiene la voz rota, imagínatelo jorge: Iriiina, Iriiiiina, con la garganta destruida, Iriiiina, entre las ruinas, en los sótanos, en los callejones...alguien le dice desde una ventana, no sea loco, le van a matar, escóndase, y él la busca, la busca, enfebrecido, Irina, Irina, Irina…mañana cuando liberen la ciudad, habrá cantos, bailes y besos, y Georgs, mirará las columnas de humo que deja el ejército en retirada, mirará la ciudad destruida que para los otros vuelve a la vida, caminará entre el festejo como un fantasma, completamente aniquilado. ¿Te lo imaginas, Jorge? ¿Te lo imaginas?

Y entonces bajó la cabeza, miro el basalto entre las traviesas, perdió su mirada, parecía agotado, como llevando un gran peso, y sin decir nada, el pintor de estaciones, rompió a llorar.

Así que ahora estoy en otro centro de salud y esta enfermera es joven, primeriza, y quiere trazar el mapa del dolor. Quéjate para que pueda saber dónde estoy tocando, quéjate para que pueda saber dónde te duele, quéjate para que te pueda extirpar el veneno. Su presión en la herida abierta es más leve, sus dedos caminan como a tientas por mi muslo. Teme causar un respingo, un suspiro profundo y contenido, algo que delate el rumor de dolor. Pero si acaso no me quejo por el dolor verdadero, por el otro, si acaso mi cuerpo ya no me delata con temblores ni jadeos inhalados hacia dentro...por qué iba a delatarme por ese rumor, esa sombra del daño, ese reflejo banal. Llego a pensar que quejarme me parece indigno. Así que la enfermera está ciega, se mueve entre tinieblas, y en su búsqueda del mapa oculto del dolor no distingue más que oscuridad y yo no la ayudo a distinguir el bien del mal, la infección de la carne, y será ella, sola, la que tenga que descubrir si el veneno está ahí, emboscado, tras la piel, haciendo sonar sus clarines que llaman a las fuerzas del ejército negro, reclutando esos seres oscuros, ahítos de muerte y herida que llegan desde todas las partes de mi muslo hacia el punto exacto de concentración: el agujero negro que ejerce su irrefrenable poder gravitatorio sobre todo lo muerto. Esos seres que acuden a la llamada del mal absoluto que vibra y se irradia desde el suelo negro al cielo negro de mi muslo, cuerpo conductor de lo desolado, desde donde habitaban, en los presidios negros, en los psiquiátricos negros, en los hospicios negros, los guardianes, los constructores de cárceles y cadalsos, sonando las sirenas del puerto en la niebla, los chirridos de neumático quemado en los callejones de los suburbios. Coches negros encienden la luz frente a nosotros, inmóviles y de repente el motor suena, sobrecogedor, rabioso…seres embozados en sus harapos negros, levantando los pendones negros, desgarrando el aire, desgarrando la tierra, desgarrando la carne. Y toda mi pierna ahora es el Somme, e imagino a Georgs Barkans, en el laberinto perdido, gritando Irina, Irina, pero no en un laberinto de setos de los palacios de las princesas, no, sino en el laberinto del Somme. El laberinto cuyas trincheras se pierden en ramales infinitos, lodosos, con cadáveres semienterrados en los taludes, escuchando tan cerca los morteros y los obuses, sintiendo la asfixia de la muerte del aire en la onda expansiva, los gritos de los hombres que se han quedado en tierra de nadie para agonizar gritando de desesperación, cobardes, cobardes, sacadnos de aquí, llamando a sus madres, a sus esposas, y los soldados no pueden más que escucharles y dejarles morir, cobardes, cobardes, sacadnos de aquí, no nos dejéis morir así. Georgs en el laberinto del rumor de dolor de mi pierna, que se extiende durante kilómetros en las arterias secas, en los pliegues negros de mi músculo, en esas derivaciones que crecen sin cesar, como una raíz de mala hierba, que se despliega, se ramifica desecando todas las fuentes del mundo subterráneo, Irina, Irina, Irina, Y horas antes estoy en el tren, explicándole al interventor del vagón que mi pierna estaba tintada de aquel cóctel perfecto de sangre, pus y grasa, que las presas de la herida se habían roto, que lo había perdido todo, que tuve que saltar, lleno de miedo, a morirme bañado en el mar de mi absceso...y el interventor se apiada de mí, o quizá le doy asco, teme el contagio, de mi herida, teme tocarme y mancharse del mismo líquido marrón que imagina y me dice secamente: siéntese ahí, sus cosas puede reclamarlas en la estación.

Otro hospital hace veintisiete años. Mi abuelo, el jefe de estación, aún vive, y ha venido conmigo sujetándome la nariz rota que no cesa de sangrar, empapando toallas a una velocidad vertiginosa, en el coche que vuela suicida hasta la entrada de urgencias. Y mientras los médicos tratan de impedir que me ahogue con mi propia sangre, introduciéndome guías por la traquea hasta los huesos rotos, tratando de taponar esa corriente desbocada, me dicen: ¿Te duele? Y yo, solo un niño, con los ojos arrasados en lágrimas digo, no. ¿Te duele? Y yo digo, no. Y otra enfermera me coge la mano y me dice que niño más valiente. Y en otro hospital, otra vez, ¿te duele? No. Qué niño más valiente. Y en otro, otro año, otra cosa, otra herida, otra enfermedad, más libros en la cama, más observaciones en las notas: “está muchas veces enfermo, los niños se ríen de él porque siempre tiene la nariz atascada, está exento de gimnasia y se queda en el aula con los torpes, con los olvidados, con los arrinconados, con los que fracasarán en todo” ¿te duele? No. Qué niño más valiente. ¿Te duele? No. ¿Te duele? No. ¿Te duele? No. No. No me duele, porque no es dolor sino rumor de dolor, y con el dolor solo comparte el nombre.


Al final, llego a la ciudad de la música. Atravieso la explanada y estoy en la hierba de primavera, tumbado, mirando al cielo, mientras las semillas blancas de los árboles vuelan entre la nube y yo, y averiguo que se llaman propágulos, a dónde van, como un ejército algodonado que en un instante me sobrevuela para germinar quien sabe donde y estoy hace casi ya cinco años en el jardín botánico, es invierno, no hay apenas plantas que ver, solo rumores de plantas, rumores de flores, pero las manos encajan de un modo irrepetible, la única equivalencia en el cosmos, y yo llevo un abrigo marrón como de mi abuelo. Y si entonces soy mi abuelo ….ella es yo de niño, es la que me ofrece su mano como yo le ofrecía la mía a él, es la que confía en mí, con la mirada limpia como la mía entonces, con la mirada soñadora que se funde, única equivalencia, en mi mirada soñadora, en ese día invierno en el que en el aire hay como un ligero desencaje. Como si las estampas fueran láminas transparentes superpuestas que conforman diferentes partes del instante con la técnica de las viejas películas de animación. Y en una lámina están las nubes blancas, en otra el aire frío, en otra los tallos de los rumores de plantas, el jardín botánico al fondo, y en la lámina al frente, nuestro banco y los dos sentados hablando para el aire seco y el jardín vacío. Y ahora en mi recuerdo he incrustado una nueva lámina, que ese día no estaba, con los propágalos blancos tiñendo el cielo, y ella y yo mirándolos. Una nueva lámina que se encaja entre las otras, quizá por el efecto del aire helado, que separa los volúmenes, que crea efectos ópticos de lejanía entre muchos objetos que luchan por sobresalir en esa nitidez transparente del espacio puro. De sus ojos puros y mi abrigo marrón de mi abuelo, mi abrigo marrón que me hace parecer un vagabundo.

Vagabundo, es mucho más de media noche en la cantina de la estación de Sahagun. El pintor de estaciones continúa su trabajo. Casi ha terminado. Me mira y dice: no he podido dejar de reparar en tu herida, ha supurado mientras dormías. Y sí, ha supurado, en la baldosa, en mi pantalón, en mi saco de lona color mostaza que ahora tiene una nube púrpura. ¿Sabes? –continúa- La mirada minuciosa fija los límites de las cosas, provoca su emergencia…pero también lo hacen las heridas. La enfermedad es como estar entre dos mundos. Si hubiese un estado intermedio entre la vida y la muerte, ese sería el estado enfermo. Quizá sea una atalaya desde donde otear la vida un poco desde fuera. ¿No crees? Somos más humanos, más nosotros cuando estamos enfermos. Más desvestidos de todo lo ajeno.

Y entonces el pintor de estaciones me habló de que el desgarro era para él como un alumbramiento de otro yo, despojado de ese para el que vivir es un hábito y no un deseo. El dolor busca las causa de las cosas, dice. Y tras él, viene una salud que no es algo que estaba ahí sin ser llamado, sino algo anhelado, luchado, conseguido. La salud se vuelve un estallido. La vida aparece, emerge tras la herida. No estaba y vuelve. Se ve por primera vez. Sobresale ahora sobre lo que no era más que una rutina, una costumbre. Acostumbrábamos a respirar, acostumbrábamos a existir. Ahora la existencia brota de nosotros.
El pintor de estaciones me dice: ¿Conoces a Novalis, Jorge? Novalis dice: “Cuando se huye del dolor es un signo de que ya no se puede amar. El que ama deberá sentir eternamente el vacío que le rodea y conservar su herida abierta”. Yo, Jorge, estrecho en mi corazón cada hora de estos días, cada desgarro, cada temblor, como los anuncios de mi amor insobornable. Y como tú ahí sentado, desgarrado, dormido como estabas ahora, como un niño, no tengo piedad de mi cuerpo cuando sangra.

Cuando sangra, cuando las enfermeras me palpan intentando desentrañar mi silencio, rumor del verdadero silencio que solo late dentro. Cuando intentan localizar el temblor de la carne tumefacta latiendo en su nube púrpura, rumor del verdadero temblor que solo late dentro. Cuando intentan hablarme en el lenguaje del dolor, rumor del verdadero, cuando intentan devolverme a la vida, rumor de la verdadera vida.
Me levanto, los propágulos blancos me sobrevuelan y enlazan ese día en el que camino solo entre otros miles, en la explanada de la ciudad de la música, con aquel otro día en el jardín botánico, dónde en realidad no estaban esos pétalos blancos pero yo los he enviado desde el futuro introduciendo una lámina traslúcida entre las otras láminas de mi memoria. Las del estanque, las de nuestras manos, las del abrigo marrón que me enlaza con mi abuelo y donde se quedarán para siempre las octavillas de los buffet de la estación de Atocha. Que me enlazan con todas las estaciones, con las salidas de los trenes nocturnos, con mi padre de niño quizá mirando al Jefe de Estación dar la salida de los trenes, con Georgs Barkans colgando sus tapices tras la guerra, con el pintor de estaciones recorriendo solo los apeaderos perdidos, las ruinas, las paredes derruidas, las reminiscencias de la memoria, el pasado que no quiere morir, que no se desvanece y nos conforma y nos alienta. Así que, por última vez, tengo treinta y tres años menos, quizá lleve pantalones cortos y zapatos y estoy en otras ruinas, saltando la verja del jardín de los Panero en Astorga, adentrándome en esa casa destruida, explorando ese parque selvático comido por la hiedra y los zarzales y cuya absoluta destrucción, su decadencia y su miseria se alzan entre el resto de pulcras viviendas de la calle como una declaración de rebeldía. Y así me siento yo, mientras camino, solo entre miles, solo entre millones, solo en el universo entero, al encuentro con la música, arrastrando mi destrucción y mi decadencia, mi muslo sangrante, para pararme apenas a unos metros de Eli Paperboy Reed, desmesurado, cantando It´s easier, susurrando a veces, otras gritando que ha amado demasiado tiempo, que ha aprendido a reconocer el bien del mal y justo detrás de una pareja que traza los planos de su amor. Asisto atónito a un diálogo de espejos donde acontece lo extraordinario, y cuando él le roza el muslo, ella le devuelve la caricia en el mismo lugar reflejado en otra carne, en el mismo centímetro exacto de su otra piel. Y él le pellizca suavemente la mejilla o pasa un dedo por su espalda, y los mismos gestos se repiten idénticos en la otra mejilla, en la otra espalda con una precisión imposible durante unos instantes eternos en los que se desarrolla esta minuciosa coreografía del cariño. Guardo mi momento extraordinario junto con otros momentos extraordinarios que intento atesorar, cada vez que asisto a uno, para tener algún día algo que mostrar, algo hermoso que realmente posea, algo que pueda regalar cuando llegue el día. Y en ese momento, en el momento en que ante la presencia de otras piernas y otros muslos arrullados por las manos que se encajan, mi pierna y mi muslo herido gimen como lobos abandonados exhalando esa lástima muda hacia el aire henchido de las notas y los aullidos de Eli llorando por su amor perdido…. en esos momentos no soy el niño que apaga fuegos en la taiga imaginaria, no soy el que se esconde en los zarzales de los Panero ni el soldado del Somme ni Verdún. No soy quien extiende en el aire de los recuerdos inventados, semillas que flotan en suaves pétalos blancos, ni soy mi abuelo, que está muerto, ni aquel chico enamorado que más tarde se convertirá en un despojo. No, en ese momento soy Jack Kerouac. Absoluta y únicamente Jack Kerouac, sentado ante su máquina, quizá borracho, tecleando, a punto de terminar “Los Subterraneos” y escribiendo las últimas dos frases: “Y yo me vuelvo a casa habiendo perdido su amor. Y escribo este libro.”