6.10.10

UN REINO

He dejado de vivir la guerra. Llamo a mis soldados, ejércitos de todas las eras que convoqué, héroes históricos y anónimos, cansados veteranos encallecidos, voluntarios imberbes que lloraron pero no se rindieron ante el pavor. Llamo a aquellos que defendieron mis articulaciones cuando solo querían petrificarse como bosques quemados; los que conquistaron los pliegues de mis dedos cuando no deseaban más que arrancarse los cabellos a jirones; los que se apostaron, aferrándose a cada roca, en los despeñaderos de mi boca cuando se partía, reseca y cuarteada. Llamo a los que ejercieron de solitarios francotiradores desde la atalaya de mis pestañas cuando solo querían cerrarse para siempre; a los que resistieron el Apocalipsis, la gran matanza, a los que chapotearon en el lodo soplando sus armónicas oxidadas y con tierra negra entre las notas. Llamo a los que me rescataron de la muerte. Doy la última orden de movilización general, venid todos a mí, a mi centro, a lo más hondo de mi herida abierta, ese volcán que late. Ahí están otra vez, los adoro, los reverencio, no puedo escribir sobre ellos sin emocionarme. Me cuesta despedirme. Me saltan ahora las lágrimas. Será la última vez. Os habla vuestro Coronel. Gracias por todo, gracias por no abandonarme nunca, gracias por devolverme la pasión por vivir, gracias por ser fieles a lo que ni yo mismo fui fiel. No lo olvidaré jamás. Si esto llega a ser un hombre será por vosotros. Intentaré vivir con decencia por vosotros. Volved a vuestras casas, abandonadme, volved con vuestras esposas, con vuestros niños que esperan, volved con vuestras familias, cread vidas como la que habéis contribuido a crear. Construid otros mundos. Os quiero, os venero, os amo con todo mi ser que se abre a la vida, pero la guerra ha terminado.

Mis soldaditos se despiden. Ha sido un honor, Coronel. Si nos necesita volveremos. Veo las largas columnas perderse en el horizonte, levantando polvaredas que casi ocultan el verdor resplandeciente de este día soleado. ¿Y fue esto antaño un campo de batalla miserable y ennegrecido? ¿Fue aquí donde padecimos tanto? Ahora es una pradera, el paisaje renace y se pierde en el horizonte en su riqueza infinita. Crece un planeta. Por ahí van, marchando, en su última formación, adiós a todos. Adiós, espero que para siempre.

Y entonces cierro los ojos y hago una nueva llamada. Una llamada que convoca a los nuevos habitantes de mi cuerpo. Llamo a los cartógrafos de la tierra y de la línea de costa, a los exploradores y a los navegantes: queremos descubrirlo todo, verlo todo. A los aviadores solitarios, a los entomólogos que tracen el mapa de las migraciones de las mariposas monarca. A meteorólogos que nos descifren el significado de las formas de las nubes, a los geólogos para que nos describan los círculos del color de los minerales, qué dice el lignito, qué son las flores de cobalto, qué cuentan los estratos. Llamo a los miniaturistas que llenen de navíos las botellas, a los maquetistas de trenes eléctricos, a los zahoríes para no dejar nunca de escuchar el rumor de los arroyos. Llamo a los luthiers que reparan el alma de las guitarras acariciándolas cuando están heridas, a los ornitólogos para que nos traduzcan los trinos de las aves, a los ingenieros: necesitamos puentes y caminos para recorrer. Llamo a los pilotos de globos aerostáticos, a esos perezosos que se tumban en los prados a darle forma a los cirros y cúmulos, a los titiriteros de bruja y ogro, a los ilusionistas y a los jefes de pista de los circos de pulgas. Llamó a los micólogos que tracen los caminos subterráneos del micelio, a los tipógrafos que crean las formas de las letras, a los sonámbulos que siguen los senderos invisibles de la noche, a los augures que encuentren indicios de futuro en lo que vive. A los voladores de cometas de todas las formas, tamaños y colores: que el cielo se llene de papel de seda al viento. A los plomeros y los maestros de las vidrieras: queremos que los colores transmuten los colores. A los espeleólogos que iluminen las efigies del subsuelo, a los prácticos del puerto: que nos acojan en las tormentas. A los fareros: que mantengan el pulso de la luz sobre la línea del mar. A los vulcanólogos que midan la temperatura de mi boca en tu boca, sismólogos que predigan el encuentro de nuestras placas tectónicas, que vaticinen los temblores de tu pecho en mi pecho y recojan las fluctuaciones del sobrecogimiento en sus gráficos convulsos.

Llamo a serenos que velen nuestros sueños. A los conspiradores y revolucionarios, a los iluminados y a los soñadores. A los proyeccionistas y montadores en las cabinas de los cines antiguos. A esos rotulistas que aún dibujan los cartelones de las películas de estreno. A los inventores de figuras de papiroflexia. Llamo a los coleccionistas de conchas y piedras de colores, a los numismáticos, a los traperos, a esos ancianos que guardan todos los objetos viejos aunque estén rotos, a los anticuarios, a los estudiosos de lo inútil y a los compiladores de lo efímero: necesitamos recordar todo lo que se desvanece. Llamo a los que bautizan con lugares los colores de las paletas de pintor: el rojo veneciano, el amarillo Nápoles y el azul Prusia. A los remendones de las velas de los barcos: sobrejuanete mayor, gavia, cangreja y sobremesana, a esos que hablan durante horas del mismo libro. Llamo a los imagineros de mosaicos: que dejen talladas flores de ónice y mármol donde tú poses tus pies. Llamo a ejércitos de ventrílocuos que se oculten y hagan que todo lo inanimado parezca susurrarte. A los lunáticos que aúllan frente a los barrotes de sus celdas en las noches de plenilunio, a los artistas torturados y a los cantautores atormentados: que les tiemble la voz cuando entonen tu nombre. Llamo a esos que acopian libretitas de pastas de cuero soñando algún día con escribir un verso en ellas, a los afiladores, a los carboneros y a los cuchilleros, a los que se aferran a oficios extintos, a los niños que quieren ser músicos y eligen la tuba. Llamo a los visionarios, a los buhoneros, a los timadores, a los armadanzas y a todos esos a los que les acompaña siempre el hálito de lo imprevisible. A los aprendices de todo, a los supervivientes del dolor y del hastío, a los historiadores de la memoria de los amigos muertos, a los estudiantes de pintura que se sientan horas ante un cuadro. A los escudriñadores de las almas, a los preguntones, a los niños que quieren ser el bueno, a los niños que quieren ser el malo. A los ancianos que quieren explicar algo y no se acuerdan, a los afectados por la melancolía, a los románticos, a los enfermos de belleza. A los que empiezan una historia, la engarzan con otra, y esta con otra y no terminan ninguna. A todos os convoco, poetas, filósofos, novelistas, músicos, pintores, descubridores, venid a mí. Exploradores de la tierra y del espíritu, conformadme, hacedme digno de ser un hombre. Los que tenéis miedo y dais el paso, a los que os duelen los ojos y los abrís a la luz, pobladme, habitadme. A todos os llamo, a todos os quiero. Que la guerra terminó y tengo que construir un reino. Nuestro reino.

15.9.10

EL PRÍNCIPE GUERRERO

Al amanecer del día de la última batalla por el reino de Muria un pájaro cojito entró por la ventana atravesando el sol y se posó frente al lecho del Príncipe Guerrero. Le faltaban los dedos de la pata izquierda que terminaba en un muñón redondeado. El pájaro le miró y el Príncipe Guerrero sintió vivos deseos de atraparlo pero únicamente permaneció inmóvil, observando como daba pequeños saltitos hacia él, sin mostrar ningún miedo. El pájaro cojito se plantó frente a él, pareció mirarle, cantó apenas unos trinos y dando un último salto, alzó el vuelo hacia la ventana. El Príncipe Guerrero siguió sus aleteos hasta que se perdió en el horizonte y sin saber por qué, algo se enterneció en su corazón hogar de espantos. Luego comenzó a armarse, se coloco la armadura, ciñó su espada y ya en el patio, donde su ejército esperaba en silencio, subió a su caballo negro enjaezado con las armas del escudo de Muria. Levantó la mano derecha en silencio enfundada en su guante de cuero negro. Los grandes portones se abrieron y un clamor de ira brotó de las gargantas de los hombres que salieron a campo abierto ordenadamente. El aire se oscureció con el ruido de los cascos en la piedra.

Aquella mañana comenzó la última batalla por el reino de Muria. Llegó la muerte al campo de batalla y se vistió con la luz de un sol terrible que refulgía en las armaduras. Que titilaba en las cotas de los soldados y en las armas que se alzaban y se derrumbaban arrancando pedazos de carne, metal y cuero. Pero al mediodía sucedió algo que hizo detenerse la matanza. Una flecha negra atravesó el campo de batalla con el sonido de ninguna otra flecha. La lucha pareció suspenderse un instante infinito y los guerreros de ambos bandos pudieron contemplarla mientras atravesaba las distintas fronteras del aire, el viento, la polvareda, la calma azul y el humo negro de las antorchas. Silbando como una serpiente, adornada con plumas que no correspondían a ningún linaje, cruzó la gran llanura y fue a clavarse en el corazón del Príncipe Guerrero. En lo alto de la loma, todos pudieron ver como quebraba sin ruido la gruesa armadura de acero y algunos soldados juraron luego que por unos instantes pareció que era la brillante coraza bruñida la que la había absorbido, como si la invitase a entrar, mientras a su alrededor se producía un extraño fulgor plateado. El ruido cesó y cayó el primer anuncio de lluvia, los hombres bajaron las armas ensangrentadas que dejaron resbalar sus últimas gotas en la tierra negra, y en lo alto de la loma, el Príncipe Guerrero picó espuelas, se dio media vuelta y se perdió en el muro de agua y en el cielo oscuro.

Cabalgó sin rumbo durante dos días y una noche, al capricho de su montura hasta llegar a la playa. El mar estaba en calma y el Príncipe Guerrero dejó libre a su caballo, enjaezado con las armas y el escudo de Muria, y se sentó sobre la arena apoyado contra una roca lisa que le recordó a una lápida. Y desde allí contempló el mar. Fue entonces cuando pudo por fin reflexionar. Sobre el pasado y su vida entera, y cada molécula, cada minúscula parte de su cuerpo comenzó a desvanecerse en el sol de la costa al evocar cada uno de los recuerdos de horror que hasta ahora no le habían atormentado. El Príncipe Guerrero se fue volviendo cada vez más pequeño y más poquita cosa. Y perdió sus dedos recordando las caricias no sentidas ni ofrecidas. Y sus brazos por la sangre derramada. Las piernas y los ojos por no haberse nunca parado a mirar a su alrededor. Y su cabeza, que no le regaló jamás un pensamiento compasivo. Y así cada parte de su cuerpo, todo él desapareció, hasta que la nada creciente llegó a su corazón. Y también su corazón se fue haciendo cada vez más pequeño. Primero como una fruta, luego como una nuez, como una semilla y finalmente no quedaba de él más que un diminuto grano de arena. Fue entonces cuando surgió de algún lugar del alma con un saltito repentino el recuerdo del pájaro cojito. Y ese grano de arena se quedó allí, donde estaba, justamente pegado a la punta de la flecha. El centro exacto de su corazón desaparecido. Allí permaneció unos instantes, luego se dejó caer y resbaló como por un tobogán hacia el interior de la armadura hasta que se filtró por una de sus rendijas mezclándose en la playa con otros granos de arena.

Ninguna otra cosa quedaba ya del Príncipe Guerrero y cuando al día siguiente llegaron en su busca sólo encontraron su caballo inmóvil mirando al mar y la armadura que brillaba al sol sobre una piedra que parecía una lápida. Dentro, nada. Sólo el aire caliente. Desde entonces, en el reino de Muria se piensa que el Príncipe Guerrero no se ha ido. Que algún día regresará para volver a comandarles. Que su regreso iniciará una era luminosa y floreciente. Que mientras tanto les aguardará la guerra y el hambre. Y era verdad que no se había ido, allí estaba con otros granos de arena. Pero jamás volverá a ver a sus huestes que esperarán en vano.

Durante una larga época vivió en la playa junto a las conchas y las algas marinas. Y fue el seno junto a otros como él donde se incubaban huevos de tortuga. Asistió a su gestación que se mostraba ante él desde el primer día y tuvo miedo cuando las crías iniciaron su carrera hacia el mar. A veces, durante unos momentos se hundía en la espuma de la ola pero acababa siempre volviendo a su lugar bajo el sol.

Hasta que una noche de temporal terrible, la marea le arrastró hacia el fondo del océano y allí inicio su viaje submarino. A lo largo de los siglos visito las criaturas de las simas abisales y cubrió vasijas y cañones y restos de naufragios. Y también las playas de todos los continentes donde a veces le devolvían las olas. En ocasiones incluso pasó breves instantes pegado a la piel de hermosas mujeres de todas las razas, pero también de hombres pescadores, o niños que hacían collares con conchas. Sobre la piel de los hombres, el Príncipe Guerrero se sorprendió de que fuera tan caliente, tan única cada una de ellas, y se dejaba mecer suavemente con el ritmo constante del bombeo de la sangre en las venas.

También desempeñó muchos oficios. Un músico lo eligió para crear un palo de lluvia y un anciano para un reloj de arena donde el Príncipe Guerrero subía y bajaba y dividía el infinito en porciones de días. También fue una vez el lastre de un globo y vio el mundo desde el aire; le pintaron de colores y le metieron en una botella y otras veces formó parte de casas, escuelas, lugares de cobijo, cabañas de pastores, castillos de niños y nidos de golondrina. Sólo en una ocasión, cogido entre las manos de un hombre que el Príncipe Guerrero podía sentir temblar, lo dejaron caer sobre una caja negra mientras otros hombres y mujeres lloraban. Y esa mañana el Príncipe Guerrero sintió un terrible frió y una profunda tristeza en su corazón.

El Príncipe Guerrero había viajado mucho y había visto mucho. No recordaba su vida pasada en el reino de Muria más que como un sueño lejano de pocos instantes, y aunque había pasado tanto tiempo, sentía que tenía aún tanto por ver....

Hasta que una tarde, el mar le volvió a depositar en la playa. En la misma playa de la piedra que parecía una lápida y que ahora estaba desgastada por el paso del mar y del viento. Y desde allí, mientras sentía el calor del nuevo día que surgía vio aparecer atravesando el sol a un pequeño pájaro. No podía ser el mismo pues habían pasado ya muchos siglos, edades y eras, pero allí estaba, sin dedos en su patita izquierda, dando pequeños saltitos hacia él y sin miedo aparente. Pareció entonces mirarle, cantó apenas unos trinos y el Príncipe Guerrero notó su gran corazón rebosante de ternura. Entonces el pájaro cojito, cuidadosamente, lo recogió con el pico y se lo llevó al cielo.

16.8.10

Autorretrato

Los encontré por primera vez en el Van Gogh Museum. Ella era delgada, de belleza cansada y llevaba un vestido blanco de lino. En la mano sostenía, como aprisionándola, una libretita de tapas de cuero cerrada con una goma negra. Él vestía una camiseta deportiva y pantalones desmontables cortos con mapas y guías de viaje en cada uno de sus grandes bolsillos. Tenía aspecto de chico educado y saludable. Cuando les vi, él se estaba despidiendo. Le rozó apenas la mejilla con el rostro y entró en la siguiente sala. Ella se quedo frente al autorretrato de Van Gogh, observándolo detenidamente.

Su presencia inmóvil empezó a suponer un obstáculo en la ordenada hilera de visitantes que recorría el sendero imaginario frente a las paredes del museo. Era un islote inesperado en aquel flujo continuo que desencadenaba perturbaciones fastidiosas creando espacios desocupados a su derecha y estancamientos a su izquierda. A veces, alguna de aquellas personas esperaba durante unos minutos que se le hacían interminables a que ella avanzase para poder ver el cuadro desde su frontal exacto. Cuando se daba cuenta de que aquella chica no tenía intención de sumergirse en la misma corriente de individuos bien educados, se ponían a su espalda, muy cerca, casi empujándola, resoplando en su cuello. Otras hacían ostensibles gestos de desaprobación o se colocaban delante de ella intentando taparle la vista. Nada de esto hizo que ella se moviese ni siquiera un centímetro. Permanecía igual, mirando con calma y atención a aquel rostro que parecía sólo dirigirse a ella. Imaginé a todos aquellos visitantes pensando malhumorados: las filas son para seguirlas, unos cuantos minutos son más que suficiente para ver cualquier cuadro, y más uno tan pequeño, ¿qué pasaría si cada uno de nosotros se detuviese donde quisiera de forma indefinida? ¿Qué pasaría, eh? ¿Qué pasaría? Sí. ¿qué pasaría si ante el arte nos detuviésemos serena y pausadamente...Sí, qué pasaría. Quizá incluso alguno llegaría a apreciarlo.

Pero desde luego yo no sería de esos. Yo soy de los que siguen la fila. No por disciplina, claro está. De hecho la sigo a saltos, o al revés, para parecer un poco rebelde. Pero la sigo, sencillamente por pura insuficiencia intelectual. Para qué negarlo, mis acercamientos, más bien anecdóticos, al mundo de las artes plásticas lo único que me devuelven son preguntas cuya respuesta conozco muy bien: por qué no sabes más acerca del significado del color, por qué no sabes más sobre las formas, por qué no sabes más sobre la intención, sobre la técnica, sobre la perspectiva, el trazo, sobre los materiales, sobre los símbolos, por qué no sabes más acerca del alma, del sentimiento, del espíritu. Así que yo lo intento, pero frente a un cuadro soy un poco como un chucho ante un teorema matemático: lo olisqueo con curiosidad, miro a ver si se come y luego me doy la vuelta moviendo el rabo. No tardo en aburrirme de que cada obra, cada pintura, me escupa a la cara mi ignorancia y mi imbecilidad, mi insensibilidad ciega y descubra de forma diáfana la vacuidad que se disimula tras mi finísima capa de barniz cultural. Y cuando eso ocurre, sigo la fila como todo el mundo y adopto las mismas caras de fingido interés que los demás ante obras inmortales que deberían hablarme pero que desde luego yo no escucho. Porque… ¿cómo saber que esas flores casi mustias evocan la fragilidad, lo efímero de la belleza y la existencia? Si sólo son flores en un tiesto. ¿Cómo saber que esos campos de trigo son la imagen de la vida vigorosa que espera ser segada por una muerte que adopta la forma de un campesino insignificante y sin rostro bajo un torrente de cegadora luz amarilla? Sólo es un campo de trigo.

Así que rápidamente me entran deseos de largarme y ante esas pinturas que deberían conmoverme en lo más hondo y que son solo mudos testigos del abismo de incomprensión que nos separa yo pienso: “para que me llamen gilipollas a la puta cara prefiero ir a ligar al Maycar”.

Y por eso me sorprendió encontrarla de nuevo, cuando yo me iba tras terminar mi recorrido, todavía frente al autorretrato, aferrándose a aquella libretita negra casi con fiereza, como si dudase ante el impulso de abrirla, temiendo quizá que al hacerlo se desencadenasen fuerzas incontroladas, se produjesen decisiones irrevocables.

La fila de visitantes, de algún modo se había adaptado a aquel obstáculo y ella se había convertido en una parte más del mobiliario del museo. Todo era tan mecánico que aquel discurrir de parejas, excursiones, pocos tipos solitarios, como cumpliendo alguna orden inscrita en su código etológico, sorteaba aquello que se interponía en su camino con suave mansedumbre, con orden, manteniendo esa latencia perfecta de pasos entre los cuadros. Entonces llegó él, que también había terminado su recorrido. Cuando la vio, todavía detenida ante el autorretrato, adoptó una expresión de cierto hastío mal disimulado. Pero era ese desagrado falso que se imposta sobre un desagrado real. Un aburrimiento que anida profundo y otro que se teatraliza, que se exhibe pero como si no quisiera exhibirse, como si se hubiese escabullido. Y aquel rostro saludable y educado, representaba mientras se acercaba a ella esta comedia: Finjo que no estoy cansado de tus caprichos y muestro comprensión y respeto con tus intereses, pero enseño este destello de disgusto para que parezca que no se fingir, que se me pierde como una fuga de mi, y así ese respeto y esa comprensión adquieran más valor a tus ojos. Por el hecho de ser forzados. Me esfuerzo.

Sin embargo, ella estaba muy lejos del mundo y pareció no darse cuenta de aquel teatro de metadisgustos dentro del disgusto. O simplemente ya se había acostumbrado a esas pequeñas mentiras cotidianas y ni se molestaba en fingir su papel en la función. Me dio la impresión de que él se sintió un tanto frustrado como actor. Era un papel con cierta elaboración y estaba siendo ignorado, así que se acercó e inició esta conversación que yo no pude escuchar de ningún modo dada mi posición lejana en la sala pero que soy capaz de transcribir literalmente pues se desarrolló en el lenguaje universal de los capullos que ella tradujo fielmente en los pequeños surcos de su frente al idioma, también universal, de los soñadores frustrados.

-¡Pero aún aquí! Cariño... ¿no piensas visitar el resto del museo? Te has fijado que hay otros cuadros? ¡Mira! Ahí tienes otro.

-si, claro –como despertando- claro que me gustaría ver los demás
-Cariño, -se acabo la broma- yo ya he visitado las tres plantas, llevamos aquí casi dos horas. Yo creo que no se puede perder tanto tiempo con un solo cuadro. Y ahora que hago yo. ¿Me los tengo que ver todos otra vez?
-no, claro, lo siento
-A ver, a mí no me importa esperarte un ratito en la tienda del museo. Pero no puedes estar dos horas en cada cuadro.
-lo siento, de verdad, no me di cuenta del tiempo que pasaba.
-Ya pero mira ahora, ¿qué hacemos? Tenemos que ir a otros sitios. No vivimos aquí, tenemos que hacer otras cosas.
-si quieres ya no veo lo demás
-Seguro, cariño? No te importa, ¿de verdad?
-no, no, claro, tienes razón, es demasiado tiempo
-A ver, que si esto es muy importante para ti, puedes ir a ver el resto rápidamente y yo te espero tomando un café o comprando postales. Si te pones, los liquidas rápido. Este museo no es tan grande como otros que hemos visto, se ve rápido.
-no, no de verdad. no es importante, vámonos.

Y él, con otro beso apenas rozado en la mejilla la intenta animar, positivo:

-Ya volveremos en otro viaje con más tiempo. Que esto siempre va a estar ahí.
-claro.

Entonces lleva la mano a una de las guías, al mapa, y le veo dirigirse hacia la salida. Pero antes, es incapaz de retener dentro de sí la frase que lleva una hora pugnando por salir de su boca:

-De todas maneras, no entiendo qué le puedes ver a un cuadro, que además es un autorretrato de un tipo, por muy Van Gogh que sea, para estar dos horas mirando para él.

Y ella calla. Ella calla porque la alternativa es dejar de expresarse en el idioma de los soñadores frustrados cuyas sílabas solo son capaces de unirse para producir asentimientos y tratar de articular alguna palabra, aún balbuceante y torpe, en el habla esplendida de la utopía posible. Y si ella fuese capaz de pronunciar esos fonemas luminosos quizá le diría en traducción simultánea al idioma capullo, dialecto perdonavidas, que bajo la capa de pigmento, en cada trazo de Van Gogh bulle materia viva. Materia viva indefinible, en un sustrato hormigueante de carne, piel, angustia y tierra, que a veces, de cuando en cuando se mueve, provocando ligeras ondas, conmociones apenas milimétricas que solo aquel observador que mira muy fijamente, durante mucho tiempo, durante tiempo infinito puede de algún modo vislumbrar. Le diría que esa latencia modifica las direcciones de los trazos y los tonos de color, y que los cuadros mutan al ritmo del latido de ese existir subterráneo de vísceras bajo la piel. Le diría que las líneas de ese rostro de abismo incomunicable parecen converger hacia un vacío central en sus ojos, como un agujero negro de pavor que arrastra estos trazos de la barba, de las mejillas, de los labios. Le diría que está segura que pasarán los años y los siglos y el cuadro se consumirá a sí mismo en esa absorción desde esa nada terrible de esa mirada salvaje y llena de tristeza y rabia. Que lo que estaba observando no era una obra terminada sino un proceso de destrucción y hundimiento en el vacío, que ya se había iniciado mucho antes del nacimiento de van Gogh y que continúa tras su muerte en esa figuración de su rostro infinito, sumidero de sí mismo. Le diría que estaría una vida entera asistiendo a ese fin continuado, reflejo exacto de su propio ahogamiento constante, eterno, que estaba encogiendo su alma, su piel, que convertía sus dedos en varillas quebradizas, que la enmudecía robándole el aliento y las palabras. Que ya solo sabía pronunciar hacia adentro, y que incluso progresivamente, se abortaba ese diálogo interior, antes de nacer como ecos muertos que rebotaban en su cabeza vacía y no había dentro más que silencio, y ya ni se hablaba a sí misma. Que le hundía los ojos hacia esa sima insondable, ese mirar hacia dentro, que la estaba aspirando como a Van Gogh su sima y que ella también con los años, con los siglos, desaparecería en su propio agujero, como el ultimo grano de arena cayendo en el reloj, cerrándose en un flop y ya no habría más que un lienzo en blanco, testigo callado de su paso por el mundo.

Ese día les volví a ver, horas después. Parecían dirigirse hacia el museo de cera de Mmd. Tussaud. Estaban de suerte. Se presentaban nuevas esculturas de Obama, Beckham y Kyle Minogue. Él avanzaba con sus mapas y sus guías a paso rápido esperándola impaciente unos segundos cada pocos metros y volviéndola a dejar atrás. Ella iba tras él con la mirada un poco cabizbaja, agarrando con fuerza la libretita negra que no había llegado a abrir. Tan fuerte que las yemas de sus dedos estaban de color blanco. Si la hubiese abierto, si hubiese cogido el bolígrafo con sus dedos en extinción quizá todo cambiase, quizá surgirían otras palabras, de ese idioma desconocido, apuntes, esbozos, dibujos de sí misma hacia fuera. Pero seguía cerrada, como un tesoro del que ella no tenía la llave.

A dos metros de él, tan saludable, como tirada de una correa invisible, me recordó a esos perros vagabundos que a veces nos siguen manteniendo cierta distancia, entre atemorizados y anhelantes. Cuyos ojos de tristeza profunda parecen decirnos: “ya sé que no eres mi dueño, ya sé que no me quieres, pero quizá podrías darme algo de comer.”

15.7.10

MATA HARI

Ella me pidió: “Si escribes sobre mí, llámame Mata Hari” y yo no entendí el seudónimo. Porque aunque quizá sea incluso aún más seductora que la bailarina, mi amiga padece una incapacidad radical para la mentira y la ruindad. Una imposibilidad física: es su tara, es su condena. A veces, como en un juego, le propongo planes maliciosos para castigar a algunos de sus ex – amantes más mezquinos y ella siempre los rechaza. Insisto otro día, de otra semana, de otro mes, con una nueva vuelta de tuerca de malignidad y los vuelve a rechazar. Luego averiguo que la Mata Hari histórica no era una espía, ni una traidora, sino que simplemente era una amante irreflexiva y valiente, un chivo expiatorio de una sociedad timorata, pueblerina e hipócritamente virtuosa. Entonces, imaginándola con su mirada altiva en las calles grises de Compostela, solo entonces, entiendo el alias que adopta mi amiga Mata Hari.

Mata Hari me envía mensajes durante la tarde del martes: “Estoy en un bucle, sálvame, rescátame”. Llegan sucediéndose en intervalos breves. Pero el martes no resulta una buena tarde para andar yo salvando a nadie: el martes es el día de los ahogados. Hay cosas que me diferencian mucho de ella: cuando yo dedicaba las tardes a alcoholizarme no lo narraba diciendo: “estoy en un bucle” sino que encontraba descripciones de mi comportamiento menos poéticas, más sucias: “Estoy deshaciéndome, estoy suicidándome, estoy jodiéndome vivo”. Mucho menos supe decir entonces: “sálvame, rescátame”. Y cuando aún sin yo pedirlo intentaron salvarme y rescatarme yo colgué el teléfono, no contesté a los mensajes, corté las líneas. Por eso, a pesar de que el martes no es día de salvar sino de ahogarse, subo a la zona vieja a buscarla. Porque yo también estaba entonces en un bucle sin saberlo, siguiendo una secuencia de instrucciones que se repetían mientras se cumpliese una condición prescrita. Y mi condición de entonces era “deshazte”, “suicídate”, “jódete vivo”.

Es de noche ya, y en una terraza me cubre con su cabello rubio el rostro y me susurra: rescátame, sálvame, mientras recibe únicamente mis habituales silencios, mi mirar al suelo. Solamente te acompañaré hasta dejarte en tu casa si nos vamos ahora, contesto. Qué más puedo hacer, soy un ahogado. Al fin, ni eso ocurrirá. No la rescataré, no la salvaré, no la acompañaré. “Como siempre” dirá ella cuando lea estas líneas y sonreirá y me seguirá queriendo igual al día siguiente. Y volverá a confiar en mí otra vez después de que yo vuelva a ignorar otra llamada, otro mensaje o encuentre alguna excusa estúpida para anular una cita en un café. “Como siempre” y no me reñirá nunca.

Así que ese martes, el día del ahogo, yo me vuelvo a mi cueva y la dejo en la puerta de A Casa das Crechas mientras camino bajo una fina llovizna. No miro atrás, pero sé que no me observa mientras me voy sino que se vuelve a la barra, a su bucle, a atisbar lo que ocurre a su alrededor con esos ojos que lo indagan todo. Y mientras yo atravieso Santiago braceando en ese calabobos de verano que cada vez me anega más, en ese bar, donde ella reina, aparece Ben Harper. Me lo imagino entrando, como despistado, silencioso, bajando la cabeza y dirigiéndose al fondo de la barra. Algunas chicas se acercan a hablar con él, a sacarse fotos a su lado. Todas excepto mi amiga Mata Hari, que únicamente hace lo que solo ella sabe hacer: trastocar el eje de traslación del planeta para que gire alrededor únicamente de su estrella, ejercer su fuerza gravitacional para que los astros modifiquen sus órbitas y quieran rozarla en las estaciones cálidas. Entonces, es sencillo entender por qué Ben Harper no es más que otra víctima de su fuerza de atracción y apenas tarda unos minutos en acercársele y preguntarle su nombre, deletrearlo azorado, y luego, comenzar su propio proceso de embobamiento. Y apenas unos instantes después, es fácil imaginarlo jugando a los juegos que ella propone, a esas pequeñas travesuras que se le caen de las manos casi sin querer, como esos aprendices de mago que saludan a una dama descubriéndose y sin querer también llenan el aire de palomas y papeles de colores que se le escapan del sombrero.

Pero ella tiene otros planes para esa noche. Ha venido a buscarla un tercero. Alguien que la cuida -éste sí-, alguien que no merece ser ignorado. Y Mata Hari entonces se despide de Ben Harper para irse. Y de nuevo yo puedo imaginármelo, confundido, preguntándose por qué le abandona, a dónde va, quien es esa mujer que le aturde, desconcertado, solo, en la barra de As Crechas con su copa entera, mientras ella desaparece en la misma fina llovizna que a mí ya me ha tragado en ese día de ahogo y naufragio en el que yo quise y no me quisieron, ella quiso y no la quisieron y Ben quiere y no le querrán. Y antes de que desaparezca, Ben Harper sale corriendo a la calle, la frena, le pide su teléfono y le pregunta: “¿Puedo llamarte mañana?” y la imagino contestando: “por supuesto que sí, Ben” y girándose hacia la noche de su bucle infinito.

Ni siquiera va a verle actuar. Es el cumpleaños de una amiga y cualquier amiga es más importante que Ben Harper para Mata Hari que venera la amistad y es insobornable. Me ha contado todo esto mientras dejábamos que la tarde transcurriese lentamente y yo le preguntaba: “¿por qué no dejas que entre el sol en el salón?” “Porque es demasiado” “¿Cómo va a ser demasiado el sol? No sabes lo que yo añoro los rayos de sol”. Es también cuando me dice: “si escribes sobre mí llámame Mata Hari”. Horas después, abandono el concierto antes de que termine. No me ha gustado, me aburre. Quizá es porque continúo ahogado y la música no es capaz de atravesar mis oídos llenos de agua, reverberación y abismo. Quizá estaba condenado de antemano a fracasar, tuvo que haber crecido de otro modo, se amputó y la savia que debía regarme no llegó a la fuente del deseo. Me hace pensar: entonces también el alma alimenta a la música, también crece a partir del latido. O quizá simplemente ha sido un concierto mediocre. Pienso: espero que seas mejor entretenedor como amante que como músico, Ben, más te vale. En la puerta, repartiendo publicidad me cruzo con el tipo que quiere matarme. Tengo que esperar y me siento en las escaleras mientras él pulula por allí, como una enfermedad en su metástasis. Cada vez que veo a ese sicario podrido de odio y violencia me entran sudores fríos. Creo que ya no es miedo sino una especie de radical incomprensión ante el mal. Ese mal infinito que se anuncia como una amenaza de sima insondable y que yo no comprendo, no desentraño, no traduzco a mi mundo. Es entonces cuando se me acerca Mata Hari que está esperando a que Ben Harper termine las últimas canciones y la llame. Supone que debe tranquilizarme y se ofrece a acompañarme. Nadie podría darme más seguridad: en los pliegues de sus sábanas han sollozado generales y reyes, se han resuelto cuestiones de estado, se han ganado y perdido guerras, pero decido que algún día hay que dejar de huir y mirar al miedo cara a cara. Así que le digo: “no hace falta, vete con Ben Harper y luego llámame y cuéntame”. Se gira y veo como empieza a bajar las escaleras de Platerías. Lo entiendo todo cuando se va: el pelotón de fusilamiento tuvo que dispararla con los ojos vendados para no sucumbir a sus encantos. Solo 4 de los 12 disparos alcanzaron su objetivo, un oficial le dio el tiro de gracia después de muerta quizá temeroso aún de que su poder hipnótico se manifestase aún desde la otra vida. Es ella, sí, la espía del otro mundo, la que gira en su propio bucle que se convierte en órbita para los asteroides solitarios del espacio. Se vuelve y me dice:
-Si escribes sobre esto, haz que sea bonito. Disfrázalo todo con tu imaginación desbordante
-Si yo no tengo eso-murmuro ahogado.
Ella rompe a reír y dice alegremente mientras me da la espalda:
-¡Si eso es todo lo que tienes! No tienes otra cosa.
Y se va. Será Ben Harper quien intente vanamente saber qué dicen sus pupilas. Será Ben Harper quien quizá escuche la música de sus manos. Será Ben Harper quien se extravíe en los laberintos de su agudeza como una arista de dulces filos.
Yo llego a casa, es de noche, me siento ante el teclado pero no tengo ninguna imaginación desbordante. Logro unir estas palabras bastante torpemente. Cómo hacer algo bonito si estoy ahogado, en mi propio bucle que es una corriente marina arrastrando el limo y el fango oceánico, los deshechos de los peces muertos, los animales extraños del abismo. Girando entre las regiones subterráneas del mar, sin principio ni fin, sin objetivos, abriendo la boca para tratar de explicarme y solo exhalando intentos fallidos de palabras, burbujas mudas, ondas que se desvanecen. Así que renuncio a hacer nada bonito. No puedo, no está en mí: no está en mi mano la belleza sino únicamente la verdad. Me pasa al escribir como a ella al vivir: tengo una incapacidad radical para mentir, una imposibilidad física. Y esta es mi tara. Esta es mi condena.

2.6.10

Sin timonel

Fido era mi mejor amigo. Cuando éramos niños nos sentábamos en los portales y hablábamos y hablábamos sin parar. Cuatro horas, seis, siete. Nunca nos aburríamos. Imaginábamos el futuro, soñábamos, analizábamos todo lo que veíamos. Cuando cumplió dieciocho años, su padre le dejó un viejo R4. Fue el coche que nos llevó de un sitio a otro. Fido era un chapuzas y el equipo de música del R4 eran altavoces de distintos tamaños y procedencias que él rescataba de radiocasetes desvencijados o porteros automáticos descerrajados. Los soldaba, pegaba con celo y colocaba en el coche por el simple procedimiento de adherirlos a la chapa con el imán del propio altavoz. Los cables cruzaban los asientos y el techo por cualquier sitio que mirases, pero tenía la ventaja de que podías ponerte el altavoz donde te apetecía. A veces daba un frenazo y se caían por todas partes pero casi nunca iba tan rápido como para dar frenazos. Además no frenaba muy bien.

En el R4 se ponía siempre la misma música, una y otra vez: “El fin de la década” de Burning, Leño, Los Suaves, Barricada, Siniestro Total, Los Deltonos y los Ilegales. Pero la cinta oficial era “El fin de la década”. La habíamos comprado en una gasolinera, ya no se vendían y era nuestro mayor tesoro. En ese coche entraba todo el mundo y un fin de semana cualquiera podía aparecer en cualquier parte de Galicia con quien sabe quien dentro. Pero normalmente lo ocupábamos Fido, Josemi, Javier Tutti y yo.

Javier era el heavy de A Estrada. Y es que no había más. Se movía como un muelle y era de constitución flacucha y fibrosa. A pesar de eso los quinquis le tenían un gran respeto. Le conocimos una tarde en que un grupo de punks querían pegar a mi hermano que estaba solo. Javier se acercó con la mano en el perenne cinto de remaches preguntó sonriendo: “¿pasa algo?” y luego añadió lacónico: “Largando”. Y todos se fueron. Se volvió a Josemi, al que no conocía de nada y le dijo:
-Te invito a un porro
-No fumo. Te invito yo a una birra.
-Tengo el hígado jodido.
-Pues nos tomamos unas cocas colas.

A partir de ahí se convirtió en una especie de hermano mayor para él y para todos. Y las aventuras que corrimos con Javier Tutti llenarían un libro. Durante un lapso breve de tiempo fue nuestro batería. Exactamente un único concierto. Seguía el ritmo malamente. Fuimos a tocar a Pontevedra, no recuerdo exactamente a donde, a una escuela, algo así. El estaba feliz pero no dio un palo con otro. A veces por algún tipo de extraño azar llevaba el ritmo durante unos instantes. Josemi se acercaba y le gritaba: “Sigue así, no hagas nada, no hagas nada”. Y esa era la señal para iniciar un tren-redoble-break infinito y completamente descabellado que destrozaba con saña la canción. Así en cada tema. Cuando terminamos, después de ofrecer un espectáculo lamentable él se enorgullecía de sus redobles. Era heavy y tocar la batería para él era hacer redobles constantemente. Ahí terminó su corta carrera.

Javi repetía la misma frase una y otra vez: “Yo nunca me he quedado colgado en la carretera”. En los días que no había R4 viajábamos a los conciertos a dedo. Con el aspecto que tenía, parecía increíble que alguien le parase pero más o menos, así era. Sin embargo, lo que yo creo ahora no es que nunca se quedase colgado en la carretera sino que no le importaba quedarse colgado en la carretera. Sonreía constantemente, por entonces parecía vivir en paz y nunca tenía prisa por llegar a ningún sitio. En uno de estos recorridos dementes, un día mi hermano y él pararon a mitad de camino de ninguna parte en una taberna desastrada. Les atendió una anciana entrada en kilos que les sirvió los botes de cerveza trayéndolos desde la nevera apoyados en sus enormes pechos. Les dijo: “ahora se me han enfriado las tetas” y seguidamente les ofreció modos para que volvieran a su temperatura correcta. Amablemente ambos declinaron la oferta. Cuando se iban Javi se acerco a ella para despedirse, dudó al verle el sudor que se emplastaba con la base de maquillaje corrido, pero la cogió igualmente de los hombros y le dio un beso en la frente. Luego salió diciendo: “se lo ha ganado”. Durante mucho tiempo nos recordó el contacto grasiento de sus labios con aquella frente. Pero aún así siempre volvía a decir: “Se lo había ganado”.

Un día Fido volvía de Santiago al amanecer con su coche. Se quedó dormido y amerizó en un embalse hundiéndolo hasta el techo. El se despertó al sentir el agua en las piernas. Me llamó apesadumbrado y yo le pregunté alarmado: “dios mío, ¿y se salvó la cinta de los Burning?”

A pesar de la desgracia el coche siguió funcionando. Hubo que cambiarle algunas partes con deshechos de chatarrerías y así tenía una aleta de cada color, el capó de otro y un abollón en el techo que lo abombaba. Íbamos mucho a Cuntis al Bar de Moncho. En su jardín cantábamos todas esas canciones. Estábamos allí con un chico al que llamaban “el troita” y apareció Fido con su vehículo multicolor. Causó sensación. El tal troita subió dentro y al ver todos los cables, los celos, la cinta de embalar, los altavoces colgando en posturas inverosímiles dijo: “pero esto…..esto no es coche…esto como mínimo es ……” se quedó pensando un largo rato y dijo: ¡¡un megáptero!!. Y a partir de entonces al coche se le llamó “El Megáptero”.

El Megáptero sirvió para dar algunos golpes que no soy tan imprudente como para relatarlos por escrito por si todavía no han prescrito los delitos. También me sacó de más de un lío. Fido era un amigo maravilloso, paciente, discreto, generoso, no hubo locura que le propusiese a la que dijese que no. También me salvaba de las que yo hacía en solitario. Él estaba en casa de Manuel jugando al ordenador, sonaba el teléfono y se escuchaba esta conversación:
-Oye, es Jorge que pregunta si estás aquí.
Me imagino a Fido suspirando pacientemente y meneando la cabeza:
-Pregúntale que dónde está
-Dice que en Soutelo de Montes, que ha ido en bici.
-Joder, pero si son las doce de la noche. Dile que ya voy.

Y allí aparecía con el Megáptero sin jamás reconvenirme nada.

La música era lo más importante siempre. Con Javier había eternas discusiones sobre quien era mejor guitarista: Hendrik Röver o Jorge Martínez. Se habían necesitado meses de disquisiciones sin fin para ir descartando al resto. Javier discutía consigo mismo. Decía: “Jorge Martínez es mejor”. Y se quedaba callado o cambiaba de tema. Horas más tarde, él mismo retomaba el hilo de sus pensamientos y continuaba: “pero el caso es que Hendrik….”. Y este proceso no terminaba nunca.

El día que murió, el rumor de su muerte se expandió como una mancha informe por los bares de A Estrada. Mi hermano le adoraba. Yo les dije a todos: “que nadie le diga nada a Josemi hasta que no lo sepamos seguro”. Fui a la Santa Sede, el centro del hampa, y solo tuve que mirar a la cara a Pedro, su dueño, para saber que era verdad. Movió la cabeza asintiendo hacia abajo con una tristeza infinita sin que yo le preguntase nada, desde la puerta. Había muerto de sobredosis en Pontevedra. Luego todos supimos que en realidad había sido un asesinato. Javier en los últimos tiempos se había compinchado con un tipejo que a todos nos repelía, de aspecto líquido, servil, envuelto en un aire de mentira y sin rostro, impreciso, aún ahora no puedo recordarlo. Siempre se dijo que fue él quien lo mató. Peruco era amigo de Javier desde la infancia. Habló durante semanas de coger una escopeta y matar al yonqui asesino aunque tuviese que pudrirse en la cárcel. Todos pensábamos que lo haría pero no era más que rabia y dolor que le asaltaba en las noches de bares. En los últimos meses nos habíamos alejado un poco de Javier. Vimos su adicción a la heroína como una traición. Toda su generación había tenido problemas con la droga excepto él. Decía: “ya nunca caeré”. Pero cayó. Tuvo algo que ver con la enfermedad de su madre. O quizás no, mi hermano no lo recuerda así. La heroína era algo serio, nos quedaba grande, no supimos estar con él. Se hundió en el submundo del tráfico, los yonquis y ya dejamos de cantar y divertirnos. Nos cruzábamos a veces por la zona de los vinos y apenas intercambiábamos cuatro frases. Se había roto algo. Apenas fueron unos meses, pasaron veloces y luego murió. Aquel fin de semana mis padres no estaban y fuimos varios a dormir juntos a casa, para estar unos con los otros, en los sofás, en la alfombra, etc. Estábamos rotos. Hubo lágrimas. Bajamos juntos al cementerio, silenciosos. Al volver, yo dije como un deseo en voz alta: “a mí el cuerpo ahora me pediría que nos diésemos la mano”. Nos dio vergüenza y no lo hicimos, pero todos nos sentimos muy cerca, muy unidos, y no hizo falta.

En esos días yo descubría el mundo. Cada viernes nos encontrábamos a la misma hora en la misma mesa del Bar La Navegación que solo dejábamos cuando cerraba y contaba emocionado mis nuevas adquisiciones de la semana. Estaba extasiado, me adentraba en el terreno de la literatura maldita saltando de una referencia a la siguiente como encontrando pistas en conexión. Por eso ahora entiendo tan bien cuando otras personas, con esa misma ansia irrefrenable en su interior, descubren esa ruta oscura. Por eso sé que no es el conocimiento libresco lo que buscan sino otra cosa: remover el alma, sentir, abrirse heridas, entender el dolor de los demás. Por eso, todos los que bucean en ese lago negro son mis hermanos y hermanas. Codician ser sobrecogidos. Y yo amo a los que codician ser sobrecogidos. Así, en mi excitación yo hablaba sobre la muralla de birras, de Apollinaire, Baudelaire, André Breton, Huysmans, Verlaine, Elouard, Péret, Picabia, Antonin Artaud, el Conde de Lautreamont, Alfred Jarry, Genet……y de Rimbaud. Uno de esos días, alguien me escuchó, se dio la vuelta en la barra y se sentó con nosotros. Era Jesús Muras, el pintor, que amaba a Rimbaud.

Muras me tuvo siempre un afecto enorme, citaba los poemas de Rimbaud de memoria, pero también los míos, que se los sabía mejor que yo. Le encantaba: "Los niños sospechan la verdad". Ambos teníamos siempre los bolsillos llenos de papeluchos con notas incomprensibles incluso para nosotros mismos. Entonces yo creía en el poder revolucionario de la poesía, en el poeta como vidente. Luego renegué durante años, pero quizá ahora vuelva a creer. Una vez me pidió cambiarme todos mis poemas por un cuadro suyo. Era un negocio ruinoso para él y le dije que no. Un auténtico abuso. Pero al fin, lo convenimos añadiendo al lote un montón de discos rayados de los Beatles que le habíamos robado a un tal Joe, en castigo por haberle vendido rota a Josemi su primera guitarra eléctrica. Aquel cuadro se llamaba “Los gritos de los pájaros en verano y las bestias” y aunque con los años le compré otros, me regaló otros…ese es al que le tengo más cariño. Suso bajaba algún viernes a A Estrada y entonces se producía una reacción química áltamente volátil y explosiva. Luego, después de 60 o 70 horas de total demencia, retornaba a su estudio en Meabía, donde podía encerrarse largas temporadas hasta el desencadenamiento de la siguiente tormenta. Allí íbamos a veces con el Megáptero. Era un lugar mágico. El podía pasar horas enseñándome catálogos de los que admiraba: Bacon, Kandinsky, Toulouse Lautrec y tantos otros. En aquel estudio tenía un cuadro de Rimbaud de 3 por 3 metros callejeando por París. Yo anhelaba aquel cuadro sobre todas las cosas. No era bueno, pero era Rimbaud.

Había momentos en que todo transcurría con placidez. Noches en la Santa Sede con Fido y yo sentados ante un tablero de ajedrez, bebiendo cervezas y estudiando esta o aquella apertura, y, al tiempo, escuchando el monólogo de arte de Muras, sosegado e inteligente. El encontraba líneas de conexión misteriosas entre artistas absolutamente distantes. A ratos, decía: “ah, pero voy a recitaros un poema de Jordi”. Porque a mí me llamaba cariñosamente Jordi. También recitaba a Carlos Oroza. Conocía a todos los outsiders como él. Otros días aparecía envuelto en una nube de peligro y desvarío. Se hacía acompañar por extraños tipos borders line que le seguían como si fuera un Mesías. No sabíamos donde los reclutaba y algunos de ellos parecían salidos de la película Un mundo perdido y dudábamos siquiera que supiesen articular algún fonema.

Luego se puso enfermo, y desapareció. Supimos pronto de su gravedad. Era el momento en que estábamos grabando el disco. Josemi tenía una preciosa melodía en la que yo no recuerdo qué cantaba. Cualquier otra cosa. Ese viernes aparecí con una hoja garabateada y le dije: “vamos a hacerle una canción al Muras”. La canción se llamaba:

La noche underground

Desde nidos vacíos pájaros nocturnos esbozan la noche
Pendidas de un hilo bosquejan sus manos puentes de infinito
Y vuela al atardecer, estalla al caer el sol
Fluyen sus ojos, hechos de aguafuerte, mapas de aventura en la noche underground.
Sin timonel…..
Como niños perdidos sus palabras trazan susurros de humo
Sus sueños no vencidos alumbran el paso a las mesas del fondo
Y talla rayos de luna, un sfumato en la luz
Flotan sus labios de arcilla y de lienzo, vanguardias que laten, profeta underground
Sin timonel…
Sin timonel en la noche underground

Mientras se la enseñaba a Josemi y a Larry, y muchos meses después de su última aparición, entró en La Navegación, exactamente en ese instante, con la hoja aún en mi mano, el Muras. A todos se nos iluminó el corazón, fue una alegría maravillosa. Se la canté. Le pareció preciosa. Me la hizo cantar muchas más veces esa noche. Le regalé aquella hoja. Se la enseñaba a todo el mundo. E iniciamos otra de nuestras juergas monumentales que terminaban al amanecer en el bar de la gasolinera. La música, y Rimbaud, el arte y la música, todo giraba sobre eso. No había más temas. En aquel disco, una canción se preguntaba "¿Qué os debo? ¿A quien le debo lo que soy?" Y citaba de forma velada a Baudelaire, a Steinbeck, Dostoiewsky, Stevenson, Kerouac, Burning, Peckimpah y hasta a los Sex Pistols. Ese sábado grabábamos la canción de Suso para el disco. Fuimos a casa de Larry, colgamos unos micros C-1000 del techo y lo cantamos en acústico en directo todos con una resaca monumental. Dejamos al Muras en el bar de la gasolinera y nunca más le volvimos a ver vivo. En la grabación alguien le dio un golpe a un quinto de cerveza y los micros lo recogieron. Hizo clinck. Nos gustó, y lo dejamos.

Antes, me había regalado acuarelas para la edición del libro de poemas. Con aquellos que más le gustaban. Yo llevaba dos años discutiendo con el editor sobre aspectos estéticos de la portada, etc. A él no le gustaban ni mi curioso sentido del humor ni mis veleidades punkis. Mi biografía y las citas literarias era una pura burla. El lo sabía, yo lo sabía pero nadie lo pronunciaba en voz alta para que no pareciese censura. Como influencias artísticas y morales, hablaba de Papillón, de un cartel de una cafetería de Caldas de Reis, de la canción Jim Dinamita de Burning y, peor aún, el dramático partido de 1983, Deportivo-Rayo Vallecano. En lugar de citar a algún santón de la literatura galega, yo citaba a Miguel Costas de Aerolíneas Federales, a Sven Hassel, un escritor de novela bélica barata o a Elvis Presley. La verdadera razón es que me había hastiado del mundo de los poetas y poetisas, de sus recitales egóticos, sus premios literarios amañados, su vacuidad pedante y le había cogido odio a mis propios poemas que me parecían mediocres. Me daba igual mi libro. Cuando Muras enfermó retomé el tema. Estaba dispuesto a aceptar cualquier condición siempre que se incluyesen sus dibujos. El editor ya estaba harto de mis gilipolleces y lo aceptó todo. Se inició una carrera contra el reloj para editar ese libro. Ni corregí las pruebas. Hay faltas de ortografía y la traducción (los originales siempre fueron en castellano, ni me molesté en ocultarlo) era penosa. A mí me daba igual. Ni lo leí. Solo quería publicarlo por Muras, por el trabajo de Alina en la portada, por la dedicatoria a mi familia y mi infancia, los dibujos de Paco Oti y el prólogo de Eduardo Bonachera. El resto, o sea, los poemas, me traía sin cuidado. Los libros llegaron a tiempo para hacérselos a llegar a Suso en su lecho de muerte. Nunca salió del hospital.

El día de su entierro, volvimos a sentirnos unidos, como supervivientes de un ejército en desbandada. Por entonces, Burning siempre dedicaba “Una noche sin ti” a los muertos del rock, a lo que Risi llamaba “la banda del cielo”. Fue de nuevo Pedro, de la Santa Sede, quien nos dijo una noche: “Ha muerto Pepe Risi”. Le conocíamos, nos tenía mucho cariño. Josemi habló con él por primera vez en una de esas noches de ir a cualquier sitio en auto stop….con Javier, que nunca se quedaba colgado en la carretera. Pepe le dijo a mi hermano: “cualquier día, el día que tu quieras, subes al escenario y tocas conmigo”. En cada concierto que vimos de Burning mientras estuvo vivo todos íbamos pensando si tocaría Josemi ese día con él. Pero al final aquello fue como la escopeta de Peruco, algo que repetíamos por las noches, una esperanza que se fue con su muerte.

Hicimos otra canción para todos ellos. Se llamaba “Mil noches sin ti”. En los conciertos, se la dedicábamos a Javier Tutti, "nuestro batería”, aunque solo lo hubiese sido un rato, como forma de honrarle. También pudimos haber dicho "nuestro amigo", "nuestro hermano", pero no se nos ocurrió. Por entonces, ya no quedaba nadie que supiese quien había sido Javier Tutti. Fido volvió a quedarse dormido otro amanecer y el Megáptero se destrozó definitivamente. Volvió a la chatarrería que casi le había creado. Cada uno se fue comprando su propio coche. Veo muy poco a Fido. Tiene ideas insensatas sobre negocios imposibles que intento quitarle de la cabeza. Pero se enteró hace algunos años que una temporada estaba mal de dinero y me encontró un trabajo como profesor sustituto de ajedrez. Seguimos vagando todos unos años más, un poco más huérfanos, por la noche underground. Era el fin de la década. Con el tiempo olvidamos las viejas canciones y aprendimos otras. Sobrevivimos. Sin timonel.

30.5.10

Violines que brotan

Dice Tzara: “Yo hablo de lo que hablo que hablo yo estoy solo no soy nada más que un ruido tengo muchos ruidos en mí…”. Hubo una vez que yo estaba solo, en mi destrozo, roto, y cada día, cada uno de los días de aquel infierno, Xisela cruzaba Santiago DC para venir a ver cómo estaba, a veces unos minutos, otras veces horas que llenábamos cantando. Hubo momentos en que la hondura del dolor la dejaba desarmada y me miraba desde el quicio de la puerta como perdida ante un sima insondable. Decía con tristeza: "Bobi....". Parecía una niña que tuviese que contener una herida, un desgarro colosal con sus dedos pequeños. Pero cada vez, todas las veces, quizá dudando ella misma del fruto de su propio gesto, cada vez, cada vez lo hizo. Colocó su tirita, la sujetó suavemente y su presencia dulce fue lo único que alumbró aquel abismo. Xisela, como yo había hecho con ella algunos meses antes, me cuidó, me curó, me rehabilitó. Se lo debo todo.

Una tarde, le escribí una canción para cantar los dos. En ella cada una de las voces agradecía a la otra el cuidado, el amparo, el mimo, la presencia. Esa tarde, ambos la cantamos acompañados de mi vieja guitarra clásica, que décadas antes me había regalado, también, mi padre.

En el otoño siguiente fue también ella quien me propuso matricularme en Filosofía Alemana. Así ambos conocimos a Rafael. Nuestro profesor. Nuestros horarios no encajaban y Rafael dobló su tiempo lectivo sin compensación ni obligación alguna y cada semana nos regaló tres horas de conocimientos durante un curso entero. Cada jueves, los tres nos encontrábamos en la facultad como culpables participantes de una conspiración y con la complicidad de las conserjes y las empleadas de la limpieza ocupábamos aulas vacías. Éramos tres outsiders de tres generaciones distintas. Encajamos. Había como una sensación de acogimiento, de tres seres perdidos cada uno en su espacio. Tres habitantes de los extrarradios que se encontraban en las líneas fronterizas de la propia orfandad. En ese tiempo, él se convirtió en algo mucho más que un profesor: fue nuestro tutor, nuestro bienhechor, nuestro mecenas, nuestra luz. Le contemplábamos embobados mientras hablaba de la razón, de la ilustración, de ese pequeño foco con el que Diderot rasgó el espacio de penumbra y tiniebla, de Lessing rechazando la mano del saber de dios, de lo bello y lo sublime. Rafael no fue solo la experiencia educativa más deslumbrante y profunda que ambos tuvimos nunca, no solo hizo un ejercicio de ética pedagógica inverosímil por su altruismo, sino que llegó a conmovernos y nos convirtió a su causa, a la causa de la fe en el conocimiento, en el ser humano. Cada jueves, discípulos embelesados, Xisela y yo salíamos de ese edificio con una sed insaciable de aprender y él nos hizo el mejor regalo que nadie puede recibir: amplió los límites de todo aquello que desconocíamos y nos dibujó los espacios de otro universo, la filosofía, el pensamiento, que en los perfiles borrosos de nuestra ignorancia intuimos de una belleza turbadora. A lo largo de una vida, hay un profesor, uno. El mío, hasta que me muera, será Rafael Martínez Castro.

Todos nos separamos después. Xisela tiene una amiga que la quiere por encima de todas las cosas aunque a veces lo olvide. Es Andrea, que también la quiere sobre todo aunque a veces lo olvida. Ambas durante años fueron también outsiders solitarias, se sujetaron, se ayudaron y solo se tuvieron la una a la otra. Son lo que son porque se sostuvieron. Estaban abandonadas y fueron hermanas. Construyeron un lazo que resistirá todas las pruebas. Alicia es amiga de Andrea. La encontré al admirar sus fotografías, en las que habita una ternura intensa, y a la vez una escisión de si misma, el cisma de un rostro que se presenta temeroso y recortado. Alicia fue una presencia volátil, casi gaseosa, y en todos estos meses no logramos ambos encontrar ni un solo día en que yo pudiese resolver mis dudas y palparla, tentarla para saber si era real. Nos pusimos motes. Ella es Vasfi, y yo soy Vasmi. Solo la he imaginado en la distancia. Leyéndola, a veces oyendo su voz, me la figuro padeciendo ese desarreglo suyo de exceso de amor al mundo, extasiándose por la calle ante el mínimo brote de vida. Con los ojos expandiéndose al aire y deseando sorprenderse por todo. Igual que Xise y yo cada jueves, cautivados todos por un mundo que se nos enseña. Alicia y yo hablamos de hacer un Mapa del Desamparo y retratar con su mirada y mis palabras el aislamiento y el desabrigo, el abandono y la pérdida. Pero va y viene, aparece y desaparece, como el viento llevado por las nubes. Sin embargo, esa lejanía no le impidió ofrecerse a crear el videoclip. Para eso la ayudaron, también a ella, sus compañeros de piso que ejercen fabulosamente de actores improvisados. Yo había creado la canción en solitario, con mi ordenador, construyendo electrónicamente el andamiaje para sostener la voz de Xise y la mía. Pero sentí que debía aparecer lo humano y también pedí ayuda. Y me la prestó Curi cediendo su estudio y su música, sus dedos, y mi hermano tocando la guitarra, su colonia creciente de guitarras. Cómo hubiese podido siquiera imaginar un proyecto al margen de mi hermano con el que he tocado los últimos 25 años. Y esa tarde, la misma tarde que nosotros grabábamos, mil kilómetros al este, Alicia se quemaba los ojos colocando fotograma a fotograma con su portátil avejentado. En la misma ciudad donde habita Román, al que tampoco he visto jamás físicamente y también conocí por Xisela, a la que adora, que crea las músicas y pone voz a las melodías donde intentan encajar mis letras. Estoy seguro que Román estaba componiendo en ese mismo momento cuando mi hermano decía en un descanso de la grabación: "me gusta ese Román, como compone, como usa las sextas, como toca la guitarra, tiene algo". Y quizá Rafael estaba dando clases y Xise leía un libro....de filosofía. Todo ocurría en el mismo instante y bajo el mismo cielo.

Este videoclip, en su humildad, en su pequeñez, en su insignificancia es el símbolo de lo que hacen los hombres, las mujeres, cuando se ofrecen las manos, cuando colaboran, cuando se ayudan y se cuidan. Es, de las poquitas cosas que uno puede presentar con orgullo y con un nudo en la garganta. No por lo que es, sino por lo que alumbra. Por lo que anhela aunque no llegue a lograr: crear unos minutos de belleza, expandir el espacio de la luz. Comprometidos todos en la creación, en lo único que nos hace nobles y digna de ser vivida la vida: el altruismo y la búsqueda de la verdad.

Hay otra frase de Tristan Tzara, que me llena de maravilla: “en la abundancia de noche y clara cesta del lago….son los violines nuevos que brotan de los violinistas”.

Brotaron violines de nosotros, violinistas.




Y aquí está el enlace para quien quiera recordarle merecidamente a Alicia en su primer trabajo todo el talento que tiene:

Videoclip Sin saberlo en youtube

8.5.10

El pintor de estaciones

La enfermera me habló en el lenguaje del dolor. Quéjate para que pueda dejarte descansar unos segundos. Quéjate para que pueda comunicarme contigo. Quéjate para que sepa qué sientes. Pero yo soy un mal paciente, no concibo el dolor como algo físico y no me quejo. Ese, el de la carne, me resulta tan fácil de soportar, tan banal, tan fútil que declino la invitación de mi interlocutora, y sólo le ofrezco el silencio en el padecimiento. Horas antes, en mi asiento del tren me sentí distinto del resto de viajeros por mi llaga latiente. En mi fantasía volvía de El Somme, o de Verdún, e imaginaba que sentía la misma soledad de la herida, el mismo distanciamiento de los soldados hacia aquellos que no han sido dañados. Cuando vuelven del frente, hay ya un abismo insondable entre ellos y los no combatientes. El abismo de los que han sido heridos y los que no. Y yo, que notaba el rumor sordo de la sangre en la carne, el calor bullendo bajo las vendas, me quedé dormido soñando, falsamente, que era diferente, que era un luchador cansado en un traqueteante vagón de madera, que ya no podría ser como el resto, que el dolor me había hecho habitante de un reino nuevo. Quéjate para que sepa cómo tocarte, quéjate para que sepa como entenderte, quéjate para que sepa cómo te sientes. Pero los habitantes de ese reino ya no nos quejamos. Allí, tras nuestras fronteras laceradas, lo toleramos como una molestia que comparte nombre, el dolor, con el verdadero dolor, que convierte también en inútil e infantil cualquier queja al enfrentar su vastedad inhumana a nuestra pequeñez. ¿Te duele? -me pregunta- y cada vez dudo al responder…”bueno, tanto como doler”….porque no concibo eso como dolor, y ahora yo aprendí a contestar: “es un rumor de dolor” y no veo a la enfermera tras de mí, pero sé que sonríe.

Cuando me desperté, noté en toda la pierna un frescor pegajoso y una extraña sensación de paz. Hay como un viento suave que mece los primeros brotes de hierba de las grandes llanuras. La piel es roja, pero las ondas graves de los tambores de guerra que emitía la herida han cesado. Sin embargo, hasta que me encierro en el baño, aislado de los no combatientes, aislado en esa miserable embajada del reino de los heridos, de pie, tratando de no mojar mis pantalones ya empapados en la orina del suelo, en el pastiche de papel higiénico y lodo, hasta entonces no descubro la enormidad del desborde. No descubro que la pierna hasta casi el tobillo está surcada de un líquido rojizo, como de oxido, que supongo que es la mezcla perfecta de la sangre, la grasa, y la savia de la infección que tras arrollar todas sus exclusas ha cedido en su parpadeo para rearmarse, para volver a almacenarse en mi muslo tumefacto y presionar de nuevo. Y el color de mi pierna es el de los ríos contaminados por el mineral ferruginoso, cañones, fusiles corroídos que se desangran y bordean los limes de nuestro reino de soldados heridos. O la crecida incontenible de los ríos africanos, asiáticos en el monzón, que arrastra salvaje el limo, el barro marrón y lo deposita en las riberas que cambian el verde por el color teja y en el satélite solo vemos una invasión parda, casi sanguínea en la tierra rajada en mil perforaciones. Pero ese fango es el nuevo humus de donde brotará la vida cuando las aguas vuelven a su territorio y el mío en cambio es un anuncio de desintegración, un reguero yermo de orín cobrizo. O quizá es el mismo color del adobe y el agua en las manos que construyen, en las yemas de los alfareros, de los constructores de chozas, de los moldeadores de ladrillos, el mismo color de la secreción purulenta que segrega mi cuerpo, mi muslo derecho fermentando en disolución terrosa.

Entonces me asusto y escucho como el tren arranca de la estación donde estoy, no sé cual es, y sin tiempo para otra cosa solo traigo conmigo la pequeña bolsa que llevé al baño y salto al andén sin pensarlo. Aún no ha amanecido, la estación está casi desierta, nadie ha dado la salida. Mi dinero, mi ropa, mis tarjetas, mi cazadora, se van en el tren y yo me quedo allí, con el pantalón mojado de esa mezcla de deshechos de mi cuerpo. Mi cuerpo, que me había dado una tregua al derramarse la infección, pero que ahora, al saltar desde el tren y caer en el cemento del apeadero ha tensado las aristas, que han tensado la piel, que ha tensado la carne, que ha tensado la llaga y de nuevo eso que yo no llamo dolor, sino rumor de dolor, ha vuelto, agudo, penetrante, cortante, y parece que se extiende por toda mi pierna hasta su cara interior, que se me clava en el muslo, y yo lo imagino por dentro invadido por un ejército negro que se propaga en su metástasis de muerte, precedido por heraldos negros, profetas negros, emisarios negros que divulgan la llegada de la nueva ley negra. Y quizá en mi muslo estén ocurriendo los fenómenos que anticipan el fin de los tiempos y nazcan becerros con dos cabezas y las ciudades expulsen a sus locos, regrese la peste, las flores broten secas, los cuervos chillen en el atrio de la iglesia y los perturbados arranquen las cruces de los cementerios. Quizá sean los presagios de las hordas de la enfermedad, y los designios del fin del mundo. Pero me levanto, recojo mi bolsa que ha caído más lejos. Hará frío mientras espero.


Así que estoy en otro baño, ennegrecido, resbaladizo, graffiteado, sin puertas, fregándome la pierna con las dos toallitas que quedaban ocultas dentro del dispensador del lavabo y esperando que abra el centro de salud de Sahagún donde la enfermera querrá dialogar en el lenguaje del dolor, y me dirá quéjate, para saber dónde te duele, quéjate, para que puedas descansar unos segundos, quéjate, para entender cómo sufres y yo callo en silencio y no me quejo aunque escucho los llamamientos a la rebelión de los nuncios del ejército negro y percibo cómo mis habitantes desertan, y en mi muslo la horda negra quema las granjas y mata a los caballos arrancándoles sus ojos de espanto. Y siento cómo los cascos de sus monturas negras horadan la tierra de labranza, cómo se ciegan los pozos con cadáveres de reses y las aguas de los ríos bajan vestidas de peces muertos. Siento como se abre una grieta hacia un vacío de tinieblas sin fin donde succiona un viento que sopla…hacia abajo, hacia lo oscuro. La enfermera me dice que no está de acuerdo con que viaje así, que cómo se me ocurre, no sabe cómo tiene esto y me pregunta si no he tenido fiebre y no, no he tenido más fiebre que la fiebre que siempre tengo, la fiebre del frío de no tener fiebre. Así que me limpia, me castiga esperando un quejido que no llega, aprieta, exprime contornos sanos de la piel tratando de que expela el resto del veneno que se retuerce dentro, se aferra a mí, y no quiere salir. Me manché un poco la ropa, digo, y entonces se enternece y contesta: ahora limpiaremos todo y podrá seguir su viaje, pero qué viaje, con qué continuar, cómo seguir, me dice vigile la fiebre, vigile la fiebre, vigile la fiebre y yo pienso, la vigilo, la vigilo, pero no llega. La busco y no llega. La busco y no llega.

Ahora estoy a las afueras de Sahagún, esperando a que se seque mi ropa bajo el sol tibio. Veo en lo alto el campanario octogonal con su cigüeña. El rumor de dolor se hace penetrante y severo. Me desnudo y me tumbo sobre una roca plana para que mis pantalones se sequen y ya no soy un soldado que regresa del Somme sino que soy Jack Kerouac agradeciéndole al dios de la primavera ese sol un poco perezoso, agradeciendo tener una funda térmica cubre sacos y una sábana para poder taparme esta noche, allá donde sea que la vaya a pasar. Y entiendo por qué él habla de su saco de lona, de sus zapatillas de esparto con ese amor por las cosas que lleva consigo, que le son útiles, y yo empiezo a amar esa funda también y a amar el azar de que fuese guardada en mi pequeña mochila, y a considerarlo todo ahora, funda, bolsa, sábana, como mi equipo de vagabundo personal e intransferible que me acompañará siempre, hasta que sea el abuelo de los vagabundos, cuando pasee escuchando el rumor de los arroyos y me pregunte, como Jack Kerouac, acerca de la sabiduría y la santidad de los asnos que pastan, y me asuste el rumor, no del dolor que no me asusta, sino el rumor del agua en los acantilados de Big Sur. Pero aquí veo el hermoso paisaje de la meseta, y cuando mi pantalón, que he lavado en el Arroyo del Parazuelo, está seco y el día todavía tiene tantas horas por delante camino y camino siguiendo la línea recta de las estructuras de alta tensión sobre la pradera verde tratando de comprender la indescifrable lógica de los sembrados, de los polígonos donde la tierra está abierta y en los que no. Una pareja de perros ovejeros juega y brinca y el rebaño forma un cuadrado perfecto, tan lejos estoy aún de la música, la imagino a cientos de kilómetros, se están terminando de montar los equipos, llegan las bandas de todo el mundo, convergen en el lugar de la música, aún a tantos kilómetros para mí. Pero yo soy Jack Kerouac y cuando cae la tarde, me doy cuenta de que aquí todas las calles tienen otro lugar de convergencia que es la estación, la Ronda del Ferrocarril, la Ronda de la Estación, la Calle de Tras la Estación, así que después de horas de errar por la planicie, siguiendo el río, siguiendo las líneas eléctricas, desentrañando la geometría misteriosa del labradío, vuelvo a la estación para ver como se pierden las vías en el horizonte. Treinta años atrás estoy en otro río, en el Jerga, aunque entonces no sé como se llama. Todo está helado y en el parque de La Eragudina están ardiendo unos matojos. Soy un niño, y ya no un soldado de regreso del Somme ni Jack Kerouac, sino que soy Miguel Strogoff y quiero apagar ese fuego antes de que se extienda por toda la taiga y llegue a los bosques de la alta Siberia. Debo llegar a Irkutsk, tengo una misión, pero no puedo dejar que arda, así que me hago con una lata de aceite oxidada que está en la orilla y avanzo cuidadosamente sobre la fina capa de hielo hacia donde puedo romperlo para llenar la lata y verter luego el agua sobre los hierbajos que arden. Cada proceso es lento y arduo, el hielo cruje y en cualquier momento pueden llegar los tártaros, pero yo me debo a ese bosque, así que al fin, ocurre lo que tiene que ocurrir y el hielo se quiebra y yo me caigo en el río empapando una de mis piernas hasta el muslo, el mismo muslo que hoy emite sus códigos de rumor de dolor. Pero yo soy Miguel Strogoff y sigo apagando aquellas llamas enanas que arañan las ramas delgadas y carecen de posibilidad alguna de expandirse a los árboles en aquel día de diciembre, mas yo no lo sé. Porque soy solo un niño, un niño además que siempre está tosiendo, siempre sonándose la nariz, del que los demás ser ríen por mocoso, que siempre está con gripes, que siempre coge frío, que pasa muchos días en su cama bajo las mantas de lana leyendo libros que no son para niños, que en las observaciones de sus notas pone: “falta demasiado a clase por estar enfermo”, un niño con su delgada pierna helada y su lata de aceite, rellenándola y vaciándola sobre esas llamitas dispersas. Hasta que llega mi abuelo, que es Jefe de Estación, que él si da la salida a los trenes, y no comprende mi esfuerzo heroico y solo ve mi zapato helado, mi calcetín helado, mi pantalón de pana helado y me arrastra a casa tirándome de la oreja, llevándome de la mano con firmeza y riñéndome, y yo, solo un niño, no entiendo qué hecho mal, y no entiendo cómo podría haber dejado que ardiese la taiga por los cuatro costados y debería de sentir un enorme frío pero no lo siento porque el verdadero frío lo sentí después y no era ese, que solo fue un rumor de frío.

Treinta años después mi abuelo está muerto y yo estoy en la Estación de las Delicias, en el museo del ferrocarril y recuerdo cómo me llevaba de la mano, así que como estamos en diciembre y en Madrid hace un día precioso, le compro a mi padre un sombrero de Jefe de Estación para regalárselo en reyes como recuerdo de su padre y de mi abuelo, y al salir de la línea amarilla, resplandece amarillo un sol tibio como el de hoy, que yo hubiera agradecido al dios del invierno soleado si fuese entonces Jack Kerouac, pero ese día solo soy un pobre chico enamorado que ha cambiado la mano de su abuelo por la mano de su novia. Esa mano, la de ella, que se articula en la mía de un modo único y absoluto, dos vías movidas por el guarda agujas, click, y que se enganchan, la única pieza que encaja en el puzzle de las manos. Como encajó entonces la del niño, Miguel Strogoff, aquella otra tarde de invierno en la del Jefe de Estación, no por ese mismo proceso de única equivalencia en el cosmos de la mano de mi novia y mi mano, sino porque esa mano grande, que lleva la bandera roja, el farol, el silbato, que ordena el movimiento de los trenes, esa mano se adapta, muta en su hueco cálido y envuelve a la del niño en sus mantas de lana, mientras le riñe, y le dice, cómo se te ocurre, mañana tendrás fiebre, mañana tendrás fiebre, ya verás cómo se preocupa tu padre, mañana tendrás fiebre, fiebre, fiebre, la que busco ahora y no tengo, la que busco y no tengo.

Y entonces treinta cinco años después conozco al pintor de estaciones. Sentado en uno de los bancos de la estación de Sahagún, dibujando. Como soy tímido, me siento en otro banco, distante, y le miro de reojo. No hay nadie más. Tengo un libro, y el billete de tren, ya de ayer, que espero usar de algún modo cuando el tren, el único tren del día vuelva a pasar. Porque cada día pasa otro y si uno está por allí, mirando, quizá pueda cogerlo. Así que continuamos así hasta que anochece y se acerca a mí, y me pregunta acerca de mis planes: qué planes, estaba viendo las vías en el horizonte, leyendo mi libro mientras aún tenía luz, exploré la estación para buscar un escondrijo donde poder dormir donde fuese menor el rumor de frío, porque ahora soy Jack Kerouac, estoy en Des Moines, cerca del depósito de las locomotoras a mitad de mi vida, lejos de casa, en la línea divisoria de mi juventud perdida, extraño de mi mismo, así que, qué planes, no tengo planes, yo que sé. Y él se presenta, me dice su nombre, y al principio hablamos de cosas intrascendentes. Es ya noche cerrada y un hombre cierra la cantina de la estación, nos mira y nos dice: “ahí no pueden estar”, pero ni siquiera espera contestación y se va. Vemos como se aleja bordeando las vías y desaparece tras un pequeño muro. Entonces el pintor me guía, ven, no tenemos por qué pasar frío, y se refiere al rumor de frío, no al frío de verdad, el otro, y fuerza la cerradura con algo que parece una llave maestra y que la hace abrirse, click, con suavidad, con más suavidad incluso que si hubiese sido la propia llave de la cerradura.


Estamos sentados. El pinta el interior de la estación, una lámpara de hierro labrado, un escudo nobiliario, el vacío, ningún asiento. Yo estoy dentro de mi cubre sacos, ya hace tiempo que hablamos, habla mucho mientras pinta, me pregunta: ¿has leído “Austerlitz”? y no, no lo he leído. Es una preciosa novela de Sebald, dice: un hombre vaga por las construcciones civiles de Bélgica, estudiando su historia, tomando bocetos y es como un modo de dibujarse un pasado. ¿Por eso pintaba él estaciones de tren? No, no era por eso, aquello había sido una coincidencia, recordaba ese libro por la observación minuciosa de los detalles de aquel personaje, Austerlitz. La observación minuciosa convierte lo ordinario en extraordinario me dice el pintor de estaciones, lo extraordinario es solo un modo de mirar. Yo le hablo del paisaje de la planicie. Un paisaje que regala acontecimientos, y cada objeto, cada forma que rompe la línea es como una especie de regalo único. Dos olivos solitarios en el páramo son sobresalientes porque sobresalen. Y al mirar, eso que parece un erial nos ofrece aquí una laguna, aquí un otero negro, aquí y allá altas construcciones de pacas de heno, un río, una garza, tramos de bosque rectilíneo. La emergencia en la planicie es en cada caso como un advenimiento único, un evento específico, enmarcado en todos sus límites en ese cielo desmedido. El pintor de estaciones asintió, si, eso es, -dijo como si continuase mi conversación- fijamos la mirada en aquello que queremos hacer que viva y al determinarlo, lo precisamos, lo convertimos en algo que a partir de entonces ya tiene una historia, una presencia. El significado etimológico de presencia es aquello que se nos pone delante, lo que se nos muestra, lo que se nos ofrece, por eso un presente es un regalo, porque “se nos ofrece” y por eso tú lo has dicho tan bien, cuando hablas de “un regalo de acontecimientos” porque eso es exactamente presenciar, recibir regalos. Por eso, continuó, si tenemos nuestra mirada solo fija en nosotros y en nuestro interior, fuera, todo está muerto, nada se nos regala y somos pobres. Yo pinto las estaciones porque quiero hacer un regalo, y porque deseo que adquieran una presencia determinada.

Entonces el pintor de estaciones me contó una historia. El pintor de estaciones amaba a una mujer pero no lo sabía: fuera de él todo estaba muerto. Ella era el regalo de su presencia y yo no la presentí, es decir, no la sentí antes, dijo. Antes que cualquier otra cosa, antes que a mí. Fíjate qué verbo, Jorge: “presentir”: aún antes que el mismo sentimiento. Yo ahora sé porqué, prosiguió, pero entonces no lo supe, no era más que accidentes y lo que me definía era lo que no era. Leí una frase de Goethe o de Píndaro, no estoy seguro: “¡llega a ser el que eres!” y entendí en qué me equivocaba, pero ya era demasiado tarde. Eso fue hace 860 días y desde entonces ni un solo de ellos he dejado de amarla, de soñar con ella, de mirarla a lo lejos. ¿Imaginas cuántos son 860 días? me preguntó el pintor. ¿Cuánto me puede quedar de vida? Seamos optimistas, ¿40 años? Soy mayor que tú. Eso son 14600 días. De esos, la he amado desesperadamente los 860 primeros. No es solo una frase, Jorge. Todos y cada uno de ellos. No has puesto rostro de sorprenderte, normalmente nadie considera que estén muy bien empleados. Yo por el contrario, creo que son los días mejor utilizados de mi vida pero en cualquier caso, no soy capaz de concebir un uso mejor. En fin, cuando me abandonó, tenía un plan que proponerle. No viene al caso porqué era un plan hermoso pero lo era. Se trataba de recorrer las viejas carreteras, buscando las estaciones del ferrocarril, los apeaderos, los que sobreviven y los que desfallecen, cerrados, devorados por la maleza. Hay cientos que se han quedado así, perdidos para siempre en el limbo del tiempo. Se trataba de buscarlos, esos náufragos de otra era, aislados en sus espacios desiertos, alejados del mundo que ahora se mueve de otro modo, seguirlos uno a uno, y mirarlos, entre los dos, ella con su cámara, yo con mis palabras, traerlos de nuevo a la vida. Hacer algo, quizá un libro, quizá un blog, una página en Internet, lo que fuese, juntos. Desde su casa se ve la antigua estación del Norte, las vías del tren perdiéndose a la izquierda de su cortina…No pude ni proponérselo, era mi sorpresa para la primavera y al final lo olvidé. No volví a recordarlo hasta que algunos meses después descubrí una historia que me enterneció, que enraizó en mí de un modo casi personal.

Y entonces, el pintor de estaciones me habló de la historia de Georgs Barkans.

Georgs Barkans, era un artista textil letón que en 1944, en la retirada de los alemanes ante el avance ruso, había perdido a su compañera de clases y esposa, Irina. Jamás dudó de que estuviese viva, la imaginó enferma, quizá amnésica y nunca desesperó de volver a encontrarla. En 1945 comenzó a dar clases en la facultad de arquitectura de la Universidad de Riga, y aunque él era un virtuoso del tapiz pudo colaborar con los arquitectos responsables de la restauración de todos los edificios civiles destrozados por la guerra. En especial a Georgs le interesaban los hospitales, y sobre todo las estaciones, pero en general aquellos, cualquiera, en los que fuese previsible la mayor confluencia de personas. Georgs Barkans se las arregló para colgar sus tapices en cada una de las estaciones letonas reconstruidas. Y cada uno de ellos era de algún modo una reproducción oculta, cifrada, de su vida con Irina. Muchos de ellos están considerados hoy obras maestras, como “Carnival”, o “Tailors days at Silmaci farm”, pero en realidad, para Georgs no fue más que un trabajo enorme al que dedicaba cada instante de su tiempo libre y gran parte de sus noches. Poco a poco, en cada vestíbulo, en cada galería, en las salas de ingresos de los hospitales, los sanatorios y los dispensarios, en las taquillas de las estaciones de autobuses, en las salas de reuniones del Partido, en los cabildos, en cualquier lugar que Georgs calculase que ella podía visitar, colgaba, como regalo, alguno de sus maravillosos telares. Primero cubrió las estaciones de tren, y a partir de ellas, trazó una especie de singular mapa que se expandía por cada núcleo de población de Letonia, los grandes y también los pequeños, y en todos ellos, en alguna pared, alguna de sus creaciones observaba a la multitud que entra y sale, apenas sin fijarse, sin reparar en su presencia. Al fin, tras siete años de espera, un día, una mujer palideció y sintió un ligero desmayo en la estación de Liepaja al ver una escena en uno de los tapices. Se trataba de “The unicorn and the lion”, un sueño que la había atormentado de niña, que en la tela estaba del modo exacto en que ella siempre lo había imaginado. El león negro saltando sobre el unicornio, montado por la propia Irina y encerrados todos los personajes en una especie de foso sanguíneo. Irina no sabía que sus sueños poblaban las estaciones de tren de toda Letonia, que cada uno de los recuerdos que él pudo extraer de ella estaba ahora representado en lana, en hilo, sobre un fondo de tafetán, en la urdimbre que Georgs había trazado cruzando hasta el filamento más fino de su memoria. ¿Sabes cuanto tardó Georgs en encontrar a Irina? -Me preguntó el pintor de estaciones- 2.718 días. Sólo 2.718 días. ¿Crees que a ese hombre que tejía cada noche, todas las noches, pensando en los motivos, pensando en qué podía llamar la atención de una persona quizá sin memoria, quizá enferma, pensando en qué podía hacer que alguien desviase su vista de lo interior y mirase hacia arriba, a un telar, lo definiese con su mirada, lo animase, y en el proceso, el propio telar la despertase….crees que Georgs tenía prisa? ¿Crees que se hubiese rendido si hubiese tenido que esperar 2.718 días más? ¿O tres veces 2.718? ¿O cuatro veces? ¿Cuántos telares habría ahora en las estaciones de Letonia? ¿Crees que Georgs tenía algo mejor que hacer que hilar su amor por ella, expandirlo por el mapa, llenar de color los hospitales? ¿Crees que hubiese perdido el tiempo incluso si no la hubiese encontrado? Por eso pinto yo estaciones. Busco en cada una de ellas el motivo, aquello, que ella pueda ver sobre el resto de las cosas con su mirada estereoscópica. Esa mirada que tiene que profundiza más allá de la forma. Busco aquello que la haga mirar y entender, que sea para ella una presencia única, un regalo. No sé aún como haré para que se encuentren, mis pinturas y ella, pero lo acabarán haciendo, porque están creadas únicamente para ella, porque retratan el mundo que querría ver con sus ojos, con los ojos que solo ella podría mirarlo, interpuestos en mí. Y su mirada y mi cuadro alguna vez encajarán, aún no sé como, pero encajarán, en otros 860 días, o quizá dos veces 860 días, o tres veces 860 o en el mismísimo fin del mundo…..terminarán encajando…y ella tendrá su presente, su regalo, y eso es todo….terminarán encajando….
…..como las vías, click, -pensé yo- como aquellas dos manos, pensé yo, como la pieza del puzzle de dos piezas, pensé yo y le hablé al pintor de estaciones de mi texto “Reencarnación”. Me miró agradecido: has llegado más lejos que yo, dijo. A todo el intervalo entre el principio y el fin de los tiempos, enseñándole su nombre a todo lo vivo, a todo lo existente, a todo lo que está por nacer. Yo solo pinto estaciones desde hace 860 días.

Salimos de la cantina, la repetición de mi tren no tardaría en llegar. Durante la noche habían pasado otros que no pararon. Todos se llamaban Estrella. Estrella de algo, de esto, de otra cosa. En el cielo brillaban otras. Bajo la luz amarilla, casi cansada, las vías se perdían en la noche profunda, en la oscuridad absoluta. Quizá llegaban a la cortina de aquella habitación de la que el pintor me habló frente a la cúpula blanca de la antigua estación del Norte. De esa habitación en la que imaginé que brotaban trenes del tirador de la persiana, en la que sospeché que en verano si dejabas mucho tiempo abierta la ventana, encontrabas al llegar la habitación llena de locomotoras revoloteando, silbando, exhalando minúsculos grumos de humo azul ceniza. Ambos nos quedamos en silencio unos minutos, desentrañando el final de la vía, qué hay detrás de las vías, a dónde llevan, a dónde van las líneas de alta tensión, qué luces llevan, trenes estrella que paran y otros que no. El pintor de estaciones continuó hablando: lo más difícil es tener que enmudecer ante lo extraordinario, es lo más duro, no poder compartirlo, eso que tú llamaste el acontecimiento, lo que sobresale. Imagino a Barkans tejiendo de noche para Irina, hace mucho frío, es el invierno de 1946 quizá, y Georgs echa una piedra de carbón, puede que la última, al calentador que tiene a sus pies, la piedra chisporrotea de un modo único. En el carbón se ha fusionado otro mineral, una pequeña micra que al contacto con el fuego irradia una llamarada única de un azul helado, y Georgs cree ver como si fueran ondas de muchos azules helados superponiéndose. Es entonces, cuando lo que más desearía en el mundo sería acercarse a Irina, que debería estar allí, sentada, quizá leyendo un cuento, quizá de Oscar Wilde, y poder decirle suavemente: “Irina, cariño, mira esta llama”. Pero Irina no está allí y la llama brilla solo para Georgs, que es capaz de tener ojos para lo extraordinario que acontece casi cada día, pero siente que eso, lo que tú llamaste acontecimiento, Jorge, (que curioso que te llames Jorge, ¿no te parece?), ese acontecimiento está incompleto. Que sólo podía consumarse al compartirlo. Me imagino a Georgs volviendo los ojos a la tela, casi acariciando los hilos, sometido a la tensión irresoluble de tener que crear cientos de telares y sin embargo en cada uno de ellos poner lo mejor de sí mismo, el máximo cuidado, todo su mimo, toda su atención..y pensando que teje demasiado lento, que Irina puede estar ahora guardando una cola, con los ojos perdidos en una pared vacía de cualquier estación de un pueblo pequeño. ¿Te lo imaginas, Jorge? Entretejiendo su llamada de amor cada noche, guardando para sí, para poder compartirlos algún día, todo ese tesoro de hechos extraordinarios. Esos que no son más que la visión profunda de lo ordinario, para poder estallar quizá algún día, si la encuentra y poder decirle: “un día, Irina, cariño, vi a una niña sentada con un gato sobre un prado de margaritas. La niña miraba hacia delante y tenía un cuento en las manos. El gato se lamía una pata, como a cámara lenta, muy despacio, y entonces me miraron los dos a la vez y vi algo como infinito, como de calma imperturbable, al margen del tiempo en su mirada. Un día, Irina, mientras subía por las escaleras de la facultad de arquitectura uno de los conserjes, el más anciano, estaba limpiando uno de los tragaluces de la cúpula, y de repente, al pasar el paño y alejar el polvo, entró un rayo de luz casi sólido, que me sobrecogió, y no pude más que pensar, Irina, que ese rayo estaba allí esperando, desde hacía años, a que alguien limpiase el tragaluz, aguardando, recargándose cada día de sol, mirándonos a nosotros en la biblioteca a través del vidrio polvoriento. Un año, Irina, cuando tú no estabas, un año nevó mucho, mucho, y cuando llegó el deshielo en el pequeño jardín bajo nuestra ventana, empezó a surgir de la nieve un triciclo, primero el manillar derecho, luego el izquierdo, poco a poco, lo miraba cada día, el avance de las ruedas, el sillín, cada mañana lo primero que hacía era mirar el surgimiento del juguete. Cuando el último resto de la nieve desapareció, el triciclo, viejo y un poco oxidado, pareció brillar como si tuviese el barniz del invierno vencido y lo más maravilloso, Irina, un niño se acercó, y como si lo hubiese dejado ahí apenas un instante antes, se sentó sobre él y se fue pedaleando calle abajo.” Como si la vida se reiniciase naturalmente: el rayo atraviesa el vidrio, el juguete recupera el movimiento, como si no necesitasen de impulso, como si estuviese implícito…. Jorge…¿puedes verles? Puedes ver la excitación de Georgs, gesticulando, atropellándose, tratando de no perder ni un solo segundo de la vida que se les reabre, e Irina diciendo suavemente, “para, para, despacio, Georgs, despacio, tenemos tanto tiempo…” y ella también ha almacenado un sin fin de visiones extraordinarias de lo cotidiano y también quiere compartirlas con él…Jorge, ¿puedes verles? ¿Puedes verles? ¿Puedes sentirles? Jorge, ¿te imaginas el día que la pierde? Los rusos se acercan, ya están en las afueras, los alemanes están retirándose, vuelan casas, fusilan, queman, la gente se esconde, queda tan poquito que soportar y ya serán libres….mañana saldrán a las calles y abrazarán a los liberadores, mañana les cantarán canciones, les pondrán guirnaldas….las avenidas están desiertas mientras se oyen los últimos disparos, están fusilando aquí y allá, y Georgs corre solo, entre el humo, desesperado, buscándola, se esconde tras los piquetes de ejecución de las SS y comprueba uno a uno los cadáveres que dejan, mira en todos los portales, corre, corre, desfallecido, grita en los incendios, grita en alto su nombre, tiene la voz rota, imagínatelo jorge: Iriiina, Iriiiiina, con la garganta destruida, Iriiiina, entre las ruinas, en los sótanos, en los callejones...alguien le dice desde una ventana, no sea loco, le van a matar, escóndase, y él la busca, la busca, enfebrecido, Irina, Irina, Irina…mañana cuando liberen la ciudad, habrá cantos, bailes y besos, y Georgs, mirará las columnas de humo que deja el ejército en retirada, mirará la ciudad destruida que para los otros vuelve a la vida, caminará entre el festejo como un fantasma, completamente aniquilado. ¿Te lo imaginas, Jorge? ¿Te lo imaginas?

Y entonces bajó la cabeza, miro el basalto entre las traviesas, perdió su mirada, parecía agotado, como llevando un gran peso, y sin decir nada, el pintor de estaciones, rompió a llorar.

Así que ahora estoy en otro centro de salud y esta enfermera es joven, primeriza, y quiere trazar el mapa del dolor. Quéjate para que pueda saber dónde estoy tocando, quéjate para que pueda saber dónde te duele, quéjate para que te pueda extirpar el veneno. Su presión en la herida abierta es más leve, sus dedos caminan como a tientas por mi muslo. Teme causar un respingo, un suspiro profundo y contenido, algo que delate el rumor de dolor. Pero si acaso no me quejo por el dolor verdadero, por el otro, si acaso mi cuerpo ya no me delata con temblores ni jadeos inhalados hacia dentro...por qué iba a delatarme por ese rumor, esa sombra del daño, ese reflejo banal. Llego a pensar que quejarme me parece indigno. Así que la enfermera está ciega, se mueve entre tinieblas, y en su búsqueda del mapa oculto del dolor no distingue más que oscuridad y yo no la ayudo a distinguir el bien del mal, la infección de la carne, y será ella, sola, la que tenga que descubrir si el veneno está ahí, emboscado, tras la piel, haciendo sonar sus clarines que llaman a las fuerzas del ejército negro, reclutando esos seres oscuros, ahítos de muerte y herida que llegan desde todas las partes de mi muslo hacia el punto exacto de concentración: el agujero negro que ejerce su irrefrenable poder gravitatorio sobre todo lo muerto. Esos seres que acuden a la llamada del mal absoluto que vibra y se irradia desde el suelo negro al cielo negro de mi muslo, cuerpo conductor de lo desolado, desde donde habitaban, en los presidios negros, en los psiquiátricos negros, en los hospicios negros, los guardianes, los constructores de cárceles y cadalsos, sonando las sirenas del puerto en la niebla, los chirridos de neumático quemado en los callejones de los suburbios. Coches negros encienden la luz frente a nosotros, inmóviles y de repente el motor suena, sobrecogedor, rabioso…seres embozados en sus harapos negros, levantando los pendones negros, desgarrando el aire, desgarrando la tierra, desgarrando la carne. Y toda mi pierna ahora es el Somme, e imagino a Georgs Barkans, en el laberinto perdido, gritando Irina, Irina, pero no en un laberinto de setos de los palacios de las princesas, no, sino en el laberinto del Somme. El laberinto cuyas trincheras se pierden en ramales infinitos, lodosos, con cadáveres semienterrados en los taludes, escuchando tan cerca los morteros y los obuses, sintiendo la asfixia de la muerte del aire en la onda expansiva, los gritos de los hombres que se han quedado en tierra de nadie para agonizar gritando de desesperación, cobardes, cobardes, sacadnos de aquí, llamando a sus madres, a sus esposas, y los soldados no pueden más que escucharles y dejarles morir, cobardes, cobardes, sacadnos de aquí, no nos dejéis morir así. Georgs en el laberinto del rumor de dolor de mi pierna, que se extiende durante kilómetros en las arterias secas, en los pliegues negros de mi músculo, en esas derivaciones que crecen sin cesar, como una raíz de mala hierba, que se despliega, se ramifica desecando todas las fuentes del mundo subterráneo, Irina, Irina, Irina, Y horas antes estoy en el tren, explicándole al interventor del vagón que mi pierna estaba tintada de aquel cóctel perfecto de sangre, pus y grasa, que las presas de la herida se habían roto, que lo había perdido todo, que tuve que saltar, lleno de miedo, a morirme bañado en el mar de mi absceso...y el interventor se apiada de mí, o quizá le doy asco, teme el contagio, de mi herida, teme tocarme y mancharse del mismo líquido marrón que imagina y me dice secamente: siéntese ahí, sus cosas puede reclamarlas en la estación.

Otro hospital hace veintisiete años. Mi abuelo, el jefe de estación, aún vive, y ha venido conmigo sujetándome la nariz rota que no cesa de sangrar, empapando toallas a una velocidad vertiginosa, en el coche que vuela suicida hasta la entrada de urgencias. Y mientras los médicos tratan de impedir que me ahogue con mi propia sangre, introduciéndome guías por la traquea hasta los huesos rotos, tratando de taponar esa corriente desbocada, me dicen: ¿Te duele? Y yo, solo un niño, con los ojos arrasados en lágrimas digo, no. ¿Te duele? Y yo digo, no. Y otra enfermera me coge la mano y me dice que niño más valiente. Y en otro hospital, otra vez, ¿te duele? No. Qué niño más valiente. Y en otro, otro año, otra cosa, otra herida, otra enfermedad, más libros en la cama, más observaciones en las notas: “está muchas veces enfermo, los niños se ríen de él porque siempre tiene la nariz atascada, está exento de gimnasia y se queda en el aula con los torpes, con los olvidados, con los arrinconados, con los que fracasarán en todo” ¿te duele? No. Qué niño más valiente. ¿Te duele? No. ¿Te duele? No. ¿Te duele? No. No. No me duele, porque no es dolor sino rumor de dolor, y con el dolor solo comparte el nombre.


Al final, llego a la ciudad de la música. Atravieso la explanada y estoy en la hierba de primavera, tumbado, mirando al cielo, mientras las semillas blancas de los árboles vuelan entre la nube y yo, y averiguo que se llaman propágulos, a dónde van, como un ejército algodonado que en un instante me sobrevuela para germinar quien sabe donde y estoy hace casi ya cinco años en el jardín botánico, es invierno, no hay apenas plantas que ver, solo rumores de plantas, rumores de flores, pero las manos encajan de un modo irrepetible, la única equivalencia en el cosmos, y yo llevo un abrigo marrón como de mi abuelo. Y si entonces soy mi abuelo ….ella es yo de niño, es la que me ofrece su mano como yo le ofrecía la mía a él, es la que confía en mí, con la mirada limpia como la mía entonces, con la mirada soñadora que se funde, única equivalencia, en mi mirada soñadora, en ese día invierno en el que en el aire hay como un ligero desencaje. Como si las estampas fueran láminas transparentes superpuestas que conforman diferentes partes del instante con la técnica de las viejas películas de animación. Y en una lámina están las nubes blancas, en otra el aire frío, en otra los tallos de los rumores de plantas, el jardín botánico al fondo, y en la lámina al frente, nuestro banco y los dos sentados hablando para el aire seco y el jardín vacío. Y ahora en mi recuerdo he incrustado una nueva lámina, que ese día no estaba, con los propágalos blancos tiñendo el cielo, y ella y yo mirándolos. Una nueva lámina que se encaja entre las otras, quizá por el efecto del aire helado, que separa los volúmenes, que crea efectos ópticos de lejanía entre muchos objetos que luchan por sobresalir en esa nitidez transparente del espacio puro. De sus ojos puros y mi abrigo marrón de mi abuelo, mi abrigo marrón que me hace parecer un vagabundo.

Vagabundo, es mucho más de media noche en la cantina de la estación de Sahagun. El pintor de estaciones continúa su trabajo. Casi ha terminado. Me mira y dice: no he podido dejar de reparar en tu herida, ha supurado mientras dormías. Y sí, ha supurado, en la baldosa, en mi pantalón, en mi saco de lona color mostaza que ahora tiene una nube púrpura. ¿Sabes? –continúa- La mirada minuciosa fija los límites de las cosas, provoca su emergencia…pero también lo hacen las heridas. La enfermedad es como estar entre dos mundos. Si hubiese un estado intermedio entre la vida y la muerte, ese sería el estado enfermo. Quizá sea una atalaya desde donde otear la vida un poco desde fuera. ¿No crees? Somos más humanos, más nosotros cuando estamos enfermos. Más desvestidos de todo lo ajeno.

Y entonces el pintor de estaciones me habló de que el desgarro era para él como un alumbramiento de otro yo, despojado de ese para el que vivir es un hábito y no un deseo. El dolor busca las causa de las cosas, dice. Y tras él, viene una salud que no es algo que estaba ahí sin ser llamado, sino algo anhelado, luchado, conseguido. La salud se vuelve un estallido. La vida aparece, emerge tras la herida. No estaba y vuelve. Se ve por primera vez. Sobresale ahora sobre lo que no era más que una rutina, una costumbre. Acostumbrábamos a respirar, acostumbrábamos a existir. Ahora la existencia brota de nosotros.
El pintor de estaciones me dice: ¿Conoces a Novalis, Jorge? Novalis dice: “Cuando se huye del dolor es un signo de que ya no se puede amar. El que ama deberá sentir eternamente el vacío que le rodea y conservar su herida abierta”. Yo, Jorge, estrecho en mi corazón cada hora de estos días, cada desgarro, cada temblor, como los anuncios de mi amor insobornable. Y como tú ahí sentado, desgarrado, dormido como estabas ahora, como un niño, no tengo piedad de mi cuerpo cuando sangra.

Cuando sangra, cuando las enfermeras me palpan intentando desentrañar mi silencio, rumor del verdadero silencio que solo late dentro. Cuando intentan localizar el temblor de la carne tumefacta latiendo en su nube púrpura, rumor del verdadero temblor que solo late dentro. Cuando intentan hablarme en el lenguaje del dolor, rumor del verdadero, cuando intentan devolverme a la vida, rumor de la verdadera vida.
Me levanto, los propágulos blancos me sobrevuelan y enlazan ese día en el que camino solo entre otros miles, en la explanada de la ciudad de la música, con aquel otro día en el jardín botánico, dónde en realidad no estaban esos pétalos blancos pero yo los he enviado desde el futuro introduciendo una lámina traslúcida entre las otras láminas de mi memoria. Las del estanque, las de nuestras manos, las del abrigo marrón que me enlaza con mi abuelo y donde se quedarán para siempre las octavillas de los buffet de la estación de Atocha. Que me enlazan con todas las estaciones, con las salidas de los trenes nocturnos, con mi padre de niño quizá mirando al Jefe de Estación dar la salida de los trenes, con Georgs Barkans colgando sus tapices tras la guerra, con el pintor de estaciones recorriendo solo los apeaderos perdidos, las ruinas, las paredes derruidas, las reminiscencias de la memoria, el pasado que no quiere morir, que no se desvanece y nos conforma y nos alienta. Así que, por última vez, tengo treinta y tres años menos, quizá lleve pantalones cortos y zapatos y estoy en otras ruinas, saltando la verja del jardín de los Panero en Astorga, adentrándome en esa casa destruida, explorando ese parque selvático comido por la hiedra y los zarzales y cuya absoluta destrucción, su decadencia y su miseria se alzan entre el resto de pulcras viviendas de la calle como una declaración de rebeldía. Y así me siento yo, mientras camino, solo entre miles, solo entre millones, solo en el universo entero, al encuentro con la música, arrastrando mi destrucción y mi decadencia, mi muslo sangrante, para pararme apenas a unos metros de Eli Paperboy Reed, desmesurado, cantando It´s easier, susurrando a veces, otras gritando que ha amado demasiado tiempo, que ha aprendido a reconocer el bien del mal y justo detrás de una pareja que traza los planos de su amor. Asisto atónito a un diálogo de espejos donde acontece lo extraordinario, y cuando él le roza el muslo, ella le devuelve la caricia en el mismo lugar reflejado en otra carne, en el mismo centímetro exacto de su otra piel. Y él le pellizca suavemente la mejilla o pasa un dedo por su espalda, y los mismos gestos se repiten idénticos en la otra mejilla, en la otra espalda con una precisión imposible durante unos instantes eternos en los que se desarrolla esta minuciosa coreografía del cariño. Guardo mi momento extraordinario junto con otros momentos extraordinarios que intento atesorar, cada vez que asisto a uno, para tener algún día algo que mostrar, algo hermoso que realmente posea, algo que pueda regalar cuando llegue el día. Y en ese momento, en el momento en que ante la presencia de otras piernas y otros muslos arrullados por las manos que se encajan, mi pierna y mi muslo herido gimen como lobos abandonados exhalando esa lástima muda hacia el aire henchido de las notas y los aullidos de Eli llorando por su amor perdido…. en esos momentos no soy el niño que apaga fuegos en la taiga imaginaria, no soy el que se esconde en los zarzales de los Panero ni el soldado del Somme ni Verdún. No soy quien extiende en el aire de los recuerdos inventados, semillas que flotan en suaves pétalos blancos, ni soy mi abuelo, que está muerto, ni aquel chico enamorado que más tarde se convertirá en un despojo. No, en ese momento soy Jack Kerouac. Absoluta y únicamente Jack Kerouac, sentado ante su máquina, quizá borracho, tecleando, a punto de terminar “Los Subterraneos” y escribiendo las últimas dos frases: “Y yo me vuelvo a casa habiendo perdido su amor. Y escribo este libro.”