Miramos las estrellas a través de la ventana del techo. Está nublado y no lo está, brillan y no brillan, intentamos desentrañar qué tiempo tendremos mañana, buscamos una lógica, una razón en ese cuadrado de vidrio, terrario celeste, y no somos capaces. Es solo azar, no hay nada escrito ahí, no hay nada que leer.
R. se gira y me mira. Los dos supimos donde estaba el umbral del dolor. Ahora nos preocupa subestimar aquel que no alcanza aquella altura que nosotros marcamos, perder la empatía, volvernos insensibles. En el puente aún hay una placa: “hasta aquí llegó la inundación de 1924”. Y parece que las posteriores no fueron inundaciones sino simples encharcamientos. R. me dice con dulzura mientras yo cierro los ojos: “De todo aquello aprendí algunas cosas, a conocerme mejor a mí misma y a saber que no hay justicia, ni hay dios. ¿Te lo mereciste? ¿Merecías aquel dolor espantoso, exagerado, desproporcionado? ¿Merecías ese castigo tan inhumano? Todos aquellos días, en que te sentiste tan superado, tan infinitamente pequeño ante aquel peso atroz..¿lo merecías?” Y yo recuerdo una madrugada en que no estoy borracho pero no encuentro mi coche, y aunque estoy a menos de medio kilómetro de mi casa, siento una enorme angustia, y me rindo, y me siento en el escaparate de Caixa Galicia y estoy allí, inmóvil, inútil, durante 50 minutos hasta que llamo a L. y le digo: “no encuentro el coche, no sé que hacer, por favor, ¿puedes venir a buscarme?”. Y estoy en una situación de absoluto desamparo, de total desvalimiento, llorando porque no encuentro el coche, y qué importancia tiene. Hasta que llega L. a buscarme, y lo tengo aparcado apenas a quince metros de donde estoy, pero no era eso, si no que lo que ocurría era que era inservible, incapaz, superfluo, un deshecho indefenso e insignificante. Y recuerdo, mientras L. me acompaña a casa, un texto que escribí hace veinte años, que decía algo así: “antes de aquello, me llamaba a veces de madrugada y rompía a llorar dolorosamente. Le afectaba cualquier cosa, por banal que me pareciese y yo me quedaba en silencio, imposible consolar.”. Y entonces no sabía qué era eso, lo había visto en películas, escribía sin saber, pero ahora sí lo sé. Que soy un inútil, un despojo de ruina bajo el cielo distante. Y nada más.
Así que miro a R. y le digo: “no, no lo merecía”. Y ella continúa, exaltada, “¿había alguna justicia a la que reclamar? ¿Qué pudo haber dictado aquella orden de destrucción? ¿Y dios? ¿Dónde estaba dios? Tú y yo estamos mirando ahora el cielo nocturno, nos hemos salvado, y no le pedimos nada. ¿Pero y los otros? ¿Y los que le rezaron y no se salvaron? A los que asesinaron, a los que lo perdieron todo, los que fueron aniquilados…¿Dónde estaba ese dios?” Y continúa, rabiosa, enfadada, dolida, “¿dónde estaba la puta justicia? ¿Dónde estaba ese hijo de perra de dios?” y me mira más fijamente, se acerca a mí, muy seria, y muy dulce, “¿te lo merecías, Jorge? ¿Te lo merecías? ¿Me lo merecía yo? ¿Se lo merece alguien?. No, ¿y sabes por qué?, por que no hay dios, por que no hay justicia, porque solo estamos nosotros y cada uno es el destino de los otros.”
R. acerca su cuerpo desnudo al mío, qué tiempo habrá mañana, lloverá, hará sol, ya estamos en junio, “cuánto me gustaría ir a la playa” añade, “cuánto necesito el sol”, pero no sabemos, quizá, cuando amanezca el día nos de una pista, o no, o quizá mienta, o quizá cambie de opinión. Vendrán nubes llevadas por el viento y se las llevará otro viento, brillará otro sol, pero nada de eso podemos adivinarlo en las estrellas de la noche, que están ahí por que sí, para brillar, pero que no cuentan nada.
R. se pone encima de mí, entre las estrellas y yo, entre el cielo y yo, su cabello negro lo tapa todo. Apoya las manos en la almohada mientras me mira y hay algo en su rostro que no es comprensible desde el amor si no que está en otra dimensión, antes, después, en otro lugar, con otras normas, que es la responsabilidad ante el rostro del otro. Es responsable de mí, es responsable de a quien mira, me ha acogido, soy importante por el único hecho de ser, el único arco celeste es el que construye su melena negra sobre mi cara que tiembla y lo único que brilla son sus ojos impetuosos. Entonces R. llena los míos con su rostro infinito, el cosmos, se acerca y besándome muy despacio dice: “este, este es Dios”. Y ocultando para siempre el cielo al que jamás volveré a interrogar, esculpiendo la nueva bóveda celeste de lo humano, trazando la cartografía astral de la piel, de la suya, de la mía, de la de todos, tejiendo las nuevas leyes de la gravitación entre las personas, los que lloraron, los que imploraron, los que no, sujetos, nosotros, yo, ella, alguien, tú que lees esto ahora, todos, asumiendo la responsabilidad radical para el otro, humanos, desvalidos, desamparados, solos con nosotros, que somos porque nos cuidaron... Entonces R. , despacito, me susurra: “y ahora, yo soy tu justicia”.