Su presencia inmóvil empezó a suponer un obstáculo en la ordenada hilera de visitantes que recorría el sendero imaginario frente a las paredes del museo. Era un islote inesperado en aquel flujo continuo que desencadenaba perturbaciones fastidiosas creando espacios desocupados a su derecha y estancamientos a su izquierda. A veces, alguna de aquellas personas esperaba durante unos minutos que se le hacían interminables a que ella avanzase para poder ver el cuadro desde su frontal exacto. Cuando se daba cuenta de que aquella chica no tenía intención de sumergirse en la misma corriente de individuos bien educados, se ponían a su espalda, muy cerca, casi empujándola, resoplando en su cuello. Otras hacían ostensibles gestos de desaprobación o se colocaban delante de ella intentando taparle
Pero desde luego yo no sería de esos. Yo soy de los que siguen
Así que rápidamente me entran deseos de largarme y ante esas pinturas que deberían conmoverme en lo más hondo y que son solo mudos testigos del abismo de incomprensión que nos separa yo pienso: “para que me llamen gilipollas a la puta cara prefiero ir a ligar al Maycar”.
Y por eso me sorprendió encontrarla de nuevo, cuando yo me iba tras terminar mi recorrido, todavía frente al autorretrato, aferrándose a aquella libretita negra casi con fiereza, como si dudase ante el impulso de abrirla, temiendo quizá que al hacerlo se desencadenasen fuerzas incontroladas, se produjesen decisiones irrevocables.
La fila de visitantes, de algún modo se había adaptado a aquel obstáculo y ella se había convertido en una parte más del mobiliario del museo. Todo era tan mecánico que aquel discurrir de parejas, excursiones, pocos tipos solitarios, como cumpliendo alguna orden inscrita en su código etológico, sorteaba aquello que se interponía en su camino con suave mansedumbre, con orden, manteniendo esa latencia perfecta de pasos entre los cuadros. Entonces llegó él, que también había terminado su recorrido. Cuando la vio, todavía detenida ante el autorretrato, adoptó una expresión de cierto hastío mal disimulado. Pero era ese desagrado falso que se imposta sobre un desagrado real. Un aburrimiento que anida profundo y otro que se teatraliza, que se exhibe pero como si no quisiera exhibirse, como si se hubiese escabullido. Y aquel rostro saludable y educado, representaba mientras se acercaba a ella esta comedia: Finjo que no estoy cansado de tus caprichos y muestro comprensión y respeto con tus intereses, pero enseño este destello de disgusto para que parezca que no se fingir, que se me pierde como una fuga de mi, y así ese respeto y esa comprensión adquieran más valor a tus ojos. Por el hecho de ser forzados. Me esfuerzo.
Sin embargo, ella estaba muy lejos del mundo y pareció no darse cuenta de aquel teatro de metadisgustos dentro del disgusto. O simplemente ya se había acostumbrado a esas pequeñas mentiras cotidianas y ni se molestaba en fingir su papel en
-¡Pero aún aquí! Cariño... ¿no piensas visitar el resto del museo? Te has fijado que hay otros cuadros? ¡Mira! Ahí tienes otro.
-si, claro –como despertando- claro que me gustaría ver los demás
-Cariño, -se acabo la broma- yo ya he visitado las tres plantas, llevamos aquí casi dos horas. Yo creo que no se puede perder tanto tiempo con un solo cuadro. Y ahora que hago yo. ¿Me los tengo que ver todos otra vez?
-no, claro, lo siento
-A ver, a mí no me importa esperarte un ratito en la tienda del museo. Pero no puedes estar dos horas en cada cuadro.
-lo siento, de verdad, no me di cuenta del tiempo que pasaba.
-Ya pero mira ahora, ¿qué hacemos? Tenemos que ir a otros sitios. No vivimos aquí, tenemos que hacer otras cosas.
-si quieres ya no veo lo demás
-Seguro, cariño? No te importa, ¿de verdad?
-no, no, claro, tienes razón, es demasiado tiempo
-A ver, que si esto es muy importante para ti, puedes ir a ver el resto rápidamente y yo te espero tomando un café o comprando postales. Si te pones, los liquidas rápido. Este museo no es tan grande como otros que hemos visto, se ve rápido.
-no, no de verdad. no es importante, vámonos.
Y él, con otro beso apenas rozado en la mejilla la intenta animar, positivo:
-Ya volveremos en otro viaje con más tiempo. Que esto siempre va a estar ahí.
-claro.
Entonces lleva la mano a una de las guías, al mapa, y le veo dirigirse hacia
-De todas maneras, no entiendo qué le puedes ver a un cuadro, que además es un autorretrato de un tipo, por muy Van Gogh que sea, para estar dos horas mirando para él.
Y ella calla. Ella calla porque la alternativa es dejar de expresarse en el idioma de los soñadores frustrados cuyas sílabas solo son capaces de unirse para producir asentimientos y tratar de articular alguna palabra, aún balbuceante y torpe, en el habla esplendida de la utopía posible. Y si ella fuese capaz de pronunciar esos fonemas luminosos quizá le diría en traducción simultánea al idioma capullo, dialecto perdonavidas, que bajo la capa de pigmento, en cada trazo de Van Gogh bulle materia viva. Materia viva indefinible, en un sustrato hormigueante de carne, piel, angustia y tierra, que a veces, de cuando en cuando se mueve, provocando ligeras ondas, conmociones apenas milimétricas que solo aquel observador que mira muy fijamente, durante mucho tiempo, durante tiempo infinito puede de algún modo vislumbrar. Le diría que esa latencia modifica las direcciones de los trazos y los tonos de color, y que los cuadros mutan al ritmo del latido de ese existir subterráneo de vísceras bajo
Ese día les volví a ver, horas después. Parecían dirigirse hacia el museo de cera de Mmd. Tussaud. Estaban de suerte. Se presentaban nuevas esculturas de Obama, Beckham y Kyle Minogue. Él avanzaba con sus mapas y sus guías a paso rápido esperándola impaciente unos segundos cada pocos metros y volviéndola a dejar atrás. Ella iba tras él con la mirada un poco cabizbaja, agarrando con fuerza la libretita negra que no había llegado a abrir. Tan fuerte que las yemas de sus dedos estaban de color blanco. Si la hubiese abierto, si hubiese cogido el bolígrafo con sus dedos en extinción quizá todo cambiase, quizá surgirían otras palabras, de ese idioma desconocido, apuntes, esbozos, dibujos de sí misma hacia fuera. Pero seguía cerrada, como un tesoro del que ella no tenía la llave.
A dos metros de él, tan saludable, como tirada de una correa invisible, me recordó a esos perros vagabundos que a veces nos siguen manteniendo cierta distancia, entre atemorizados y anhelantes. Cuyos ojos de tristeza profunda parecen decirnos: “ya sé que no eres mi dueño, ya sé que no me quieres, pero quizá podrías darme algo de comer.”