Al amanecer del día de la última batalla por el reino de Muria un pájaro cojito entró por la ventana atravesando el sol y se posó frente al lecho del Príncipe Guerrero. Le faltaban los dedos de la pata izquierda que terminaba en un muñón redondeado. El pájaro le miró y el Príncipe Guerrero sintió vivos deseos de atraparlo pero únicamente permaneció inmóvil, observando como daba pequeños saltitos hacia él, sin mostrar ningún miedo. El pájaro cojito se plantó frente a él, pareció mirarle, cantó apenas unos trinos y dando un último salto, alzó el vuelo hacia la ventana. El Príncipe Guerrero siguió sus aleteos hasta que se perdió en el horizonte y sin saber por qué, algo se enterneció en su corazón hogar de espantos. Luego comenzó a armarse, se coloco la armadura, ciñó su espada y ya en el patio, donde su ejército esperaba en silencio, subió a su caballo negro enjaezado con las armas del escudo de Muria. Levantó la mano derecha en silencio enfundada en su guante de cuero negro. Los grandes portones se abrieron y un clamor de ira brotó de las gargantas de los hombres que salieron a campo abierto ordenadamente. El aire se oscureció con el ruido de los cascos en la piedra.
Aquella mañana comenzó la última batalla por el reino de Muria. Llegó la muerte al campo de batalla y se vistió con la luz de un sol terrible que refulgía en las armaduras. Que titilaba en las cotas de los soldados y en las armas que se alzaban y se derrumbaban arrancando pedazos de carne, metal y cuero. Pero al mediodía sucedió algo que hizo detenerse la matanza. Una flecha negra atravesó el campo de batalla con el sonido de ninguna otra flecha. La lucha pareció suspenderse un instante infinito y los guerreros de ambos bandos pudieron contemplarla mientras atravesaba las distintas fronteras del aire, el viento, la polvareda, la calma azul y el humo negro de las antorchas. Silbando como una serpiente, adornada con plumas que no correspondían a ningún linaje, cruzó la gran llanura y fue a clavarse en el corazón del Príncipe Guerrero. En lo alto de la loma, todos pudieron ver como quebraba sin ruido la gruesa armadura de acero y algunos soldados juraron luego que por unos instantes pareció que era la brillante coraza bruñida la que la había absorbido, como si la invitase a entrar, mientras a su alrededor se producía un extraño fulgor plateado. El ruido cesó y cayó el primer anuncio de lluvia, los hombres bajaron las armas ensangrentadas que dejaron resbalar sus últimas gotas en la tierra negra, y en lo alto de la loma, el Príncipe Guerrero picó espuelas, se dio media vuelta y se perdió en el muro de agua y en el cielo oscuro.
Cabalgó sin rumbo durante dos días y una noche, al capricho de su montura hasta llegar a la playa. El mar estaba en calma y el Príncipe Guerrero dejó libre a su caballo, enjaezado con las armas y el escudo de Muria, y se sentó sobre la arena apoyado contra una roca lisa que le recordó a una lápida. Y desde allí contempló el mar. Fue entonces cuando pudo por fin reflexionar. Sobre el pasado y su vida entera, y cada molécula, cada minúscula parte de su cuerpo comenzó a desvanecerse en el sol de la costa al evocar cada uno de los recuerdos de horror que hasta ahora no le habían atormentado. El Príncipe Guerrero se fue volviendo cada vez más pequeño y más poquita cosa. Y perdió sus dedos recordando las caricias no sentidas ni ofrecidas. Y sus brazos por la sangre derramada. Las piernas y los ojos por no haberse nunca parado a mirar a su alrededor. Y su cabeza, que no le regaló jamás un pensamiento compasivo. Y así cada parte de su cuerpo, todo él desapareció, hasta que la nada creciente llegó a su corazón. Y también su corazón se fue haciendo cada vez más pequeño. Primero como una fruta, luego como una nuez, como una semilla y finalmente no quedaba de él más que un diminuto grano de arena. Fue entonces cuando surgió de algún lugar del alma con un saltito repentino el recuerdo del pájaro cojito. Y ese grano de arena se quedó allí, donde estaba, justamente pegado a la punta de la flecha. El centro exacto de su corazón desaparecido. Allí permaneció unos instantes, luego se dejó caer y resbaló como por un tobogán hacia el interior de la armadura hasta que se filtró por una de sus rendijas mezclándose en la playa con otros granos de arena.
Ninguna otra cosa quedaba ya del Príncipe Guerrero y cuando al día siguiente llegaron en su busca sólo encontraron su caballo inmóvil mirando al mar y la armadura que brillaba al sol sobre una piedra que parecía una lápida. Dentro, nada. Sólo el aire caliente. Desde entonces, en el reino de Muria se piensa que el Príncipe Guerrero no se ha ido. Que algún día regresará para volver a comandarles. Que su regreso iniciará una era luminosa y floreciente. Que mientras tanto les aguardará la guerra y el hambre. Y era verdad que no se había ido, allí estaba con otros granos de arena. Pero jamás volverá a ver a sus huestes que esperarán en vano.
Durante una larga época vivió en la playa junto a las conchas y las algas marinas. Y fue el seno junto a otros como él donde se incubaban huevos de tortuga. Asistió a su gestación que se mostraba ante él desde el primer día y tuvo miedo cuando las crías iniciaron su carrera hacia el mar. A veces, durante unos momentos se hundía en la espuma de la ola pero acababa siempre volviendo a su lugar bajo el sol.
Hasta que una noche de temporal terrible, la marea le arrastró hacia el fondo del océano y allí inicio su viaje submarino. A lo largo de los siglos visito las criaturas de las simas abisales y cubrió vasijas y cañones y restos de naufragios. Y también las playas de todos los continentes donde a veces le devolvían las olas. En ocasiones incluso pasó breves instantes pegado a la piel de hermosas mujeres de todas las razas, pero también de hombres pescadores, o niños que hacían collares con conchas. Sobre la piel de los hombres, el Príncipe Guerrero se sorprendió de que fuera tan caliente, tan única cada una de ellas, y se dejaba mecer suavemente con el ritmo constante del bombeo de la sangre en las venas.
También desempeñó muchos oficios. Un músico lo eligió para crear un palo de lluvia y un anciano para un reloj de arena donde el Príncipe Guerrero subía y bajaba y dividía el infinito en porciones de días. También fue una vez el lastre de un globo y vio el mundo desde el aire; le pintaron de colores y le metieron en una botella y otras veces formó parte de casas, escuelas, lugares de cobijo, cabañas de pastores, castillos de niños y nidos de golondrina. Sólo en una ocasión, cogido entre las manos de un hombre que el Príncipe Guerrero podía sentir temblar, lo dejaron caer sobre una caja negra mientras otros hombres y mujeres lloraban. Y esa mañana el Príncipe Guerrero sintió un terrible frió y una profunda tristeza en su corazón.
El Príncipe Guerrero había viajado mucho y había visto mucho. No recordaba su vida pasada en el reino de Muria más que como un sueño lejano de pocos instantes, y aunque había pasado tanto tiempo, sentía que tenía aún tanto por ver....
Hasta que una tarde, el mar le volvió a depositar en la playa. En la misma playa de la piedra que parecía una lápida y que ahora estaba desgastada por el paso del mar y del viento. Y desde allí, mientras sentía el calor del nuevo día que surgía vio aparecer atravesando el sol a un pequeño pájaro. No podía ser el mismo pues habían pasado ya muchos siglos, edades y eras, pero allí estaba, sin dedos en su patita izquierda, dando pequeños saltitos hacia él y sin miedo aparente. Pareció entonces mirarle, cantó apenas unos trinos y el Príncipe Guerrero notó su gran corazón rebosante de ternura. Entonces el pájaro cojito, cuidadosamente, lo recogió con el pico y se lo llevó al cielo.