28.10.08

Especuladores

Falseamos la realidad cuando la alejamos de la fantasía. La empequeñecemos y la disfrazamos cuando la ceñimos únicamente al mundo de los hechos, la convertimos en lo que no es. A veces, asustados ante el abismo de lo infinito, buscamos la solidez de lo posible, y concedemos solo patentes de verdad a lo visible y lo corpóreo. Ajustamos nuestros deseos a lo que valoramos como concreto, a lo que juzgamos como práctico. Somos realistas, decimos, y terminamos constriñendo el ámbito de lo real hasta convertir la vida en un simulacro tan pequeño que oprime. Pero la vida en realidad está hecha con el material del que se construyen los sueños, y a nuestro alrededor, las fronteras de lo terreno se expanden constantemente en sus lindes con lo ilusorio como las aguas dulces y saladas de un estuario.

En ese revoltijo constante entre la ficción y la realidad, fue el suicidio verídico del joven Karl Wilheim Jerusalem el que inspiró a Goethe el personaje de Werther. Y posteriormente la publicación del libro sería el desencadenante de una oleada de suicidios entre jóvenes románticos de la época. Lo real, necesitó de lo ficticio para existir, lo material, tuvo que transitar antes en los territorios de la fantasía para ser efectivamente real. Muchos años después, los sociólogos llamaron efecto Werther al carácter contagioso del suicidio mientras algunos historiadores pusieron en duda aquel aumento de muertes apasionadas del que no fueron capaces de recoger evidencias. Unos bautizaron fenómenos y otros lo devolvieron al terreno de la leyenda romántica. Al fin, todo se enmaraña en ese trasiego entre ambos mundos. Jóvenes ataviados con chaleco amarillo se quitaron la vida por desamor, o no; historiadores buscaron sus rastros en los registros, encontraron algunos y otros no, para algunos un hecho, para otros, leyenda; pintores dibujaron el drama de Werther, aprendices en museos copiaron sus cuadros, otros se perdieron, se quemaron, las cenizas fueron de verdad pero se volatilizaron en el aire; poetas escribieron sobre ello, otros los leímos, tocamos esas páginas de árboles talados. Napoleón afirmaba haber leído siete veces el libro. ¿Era verdad? Pero Napoleón sí existió. ¿Y existió sin su fantasía? En las guías turísticas de Wetzlar aparecía la tumba del infortunado Jerusalem y otros, aquí y allá, muriendo, o deseando morir, o suspirando por tener el valor para morir, por amor. Por lo intangible. O no.

Mucho antes, a mediados del siglo XII, el obispo Hugo nos dejó la primera prueba escrita de la existencia del reino del Preste Juan. Posiblemente no lo inventó sino que recogió una creencia muy difundida entonces. La existencia de un poderosísimo reino cristiano en el extremo oriente animó a los reyes cristianos a realizar la Segunda Cruzada, esperando la llegada de un misterioso ejército que avanzaría desde el este y que nunca llegó. Conrado III y Luis VII fueron derrotados ante Damasco y Saladino tomó Jerusalén. Otros hombres murieron, territorios cambiaron de rey, de leyes, de oraciones, el Santo Sepulcro, símbolo de la fe de millones de personas cayó en manos enemigas. La fe, eso incorpóreo, eso invisible. Y cuando mayor era la desesperación y la derrota, en 1165, apareció una carta, falsificada, ilusoria, posiblemente escrita por Federico Barbarroja, en la que el Preste Juan se presentaba y daba noticias de su reino. De su reino donde abundaban la leche y la miel, lleno de esmeraldas, zafiros, topacios, ónices y berilios. Donde los vestidos se hilan con piel de salamandra, y se lavan arrojándolos al fuego de donde salen frescos y limpios. Lechos de zafiro, mesas de esmeralda donde comen treinta mil comensales, siete reyes, sesenta y dos duques, trescientos sesenta y cinco condes…. Noticias de un lugar fabuloso que finalizaba “si podéis contar las estrellas del cielo y las arenas del mar, podéis juzgar por ellas la vastedad de nuestro reino y poder”.

Y de nuevo, la carta del Preste Juan fue la inspiración que llevó a Barbarroja, Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto a una nueva derrota en Jerusalén en la Tercera Cruzada, donde otros hombres murieron, buscando en vano las nubes de polvo que vendrían de Oriente. Ricardo, cuya existencia real sería el germen de otras sagas fantásticas, de relatos artúricos que movieron a otros hombres, reales, a búsquedas descabelladas, y que partió de su patria animado por la fantasía. El combustible del ensueño desencadenó la historia y esta, desencadenó a su vez la leyenda. Sin embargo, la carta del Preste Juan tuvo otros efectos. Se hicieron miles de copias, en latín y en todas las lenguas vernáculas de Europa y se convirtió en la obra literaria más popular de aquellos tiempos. Pasando de mano en mano por copistas y traductores la carta se complicó y distorsionó hasta convertirse en el compendio de todos los mitos, maravillas y fábulas de la Edad Media. En el reino del Preste Juan habitaban hormigas gigantes cubiertas con piel de pantera, alas de saltamontes y colmillos de jabalíes que hundiéndose en la tierra desenterraban montañas de oro, hombres astados con un solo ojo, caníbales, dragones de siete cabezas, serpientes cuyos ojos brillaban como lámparas. En el reino del Preste Juan estaba la fuente la eterna juventud y también un espejo encantado donde se refleja el mundo entero, sobre una torre de trece pisos frente al palacio del rey.

Más adelante, llegaron nuevas noticias fidedignas del Preste Juan. Destrozada la Quinta Cruzada, en 1221, Jacques de Vitry escribió al papa sobre un nuevo soberano que avanzaba al frente de un ejército sin par. Pero resultó ser Gengis Khan, y Marco Polo encontraría pruebas luego en su camino a Catay de que Preste Juan había sido derrotado por la Horda de Oro. Otros testimonios similares llenaron Europa de desconsuelo, sin embargo, el mito sobrevivió y cincuenta años después, su rastró volvió a aparecer, esta vez en África, En Etiopía, en Negrolandia, en la Terra Incognita, y sería la búsqueda de su reino fantástico uno de los motivos que impulsaría a Enrique el Navegante a crear en Sagres la Escuela de Navegación donde reunió a los mejores cartógrafos, astrónomos, matemáticos, pilotos, capitanes de nave, fabricantes de instrumentos náuticos de todo el mundo conocido, para que en su biblioteca se acumulasen las cartas náuticas, los libros de viaje, los mapas….los documentos con los que el hombre quería explicar y conocer el mundo real, a la búsqueda de lo imaginario. Y aunque tras el Cabo Bojador está el Mar Tenebroso y los cielos vomitan fuego líquido y las aguas hierven, las rocas tienen forma de serpiente, las islas acechan con rostro de ogro, monstruos marinos devoran las naves y el mar es oscuro. Enrique pidió a sus navegantes que doblasen ese Cabo, que lo cruzasen, siempre hacia el este, siempre hacia el sur. Y los navegantes portugueses expandieron el mundo físico, agrandaron los mapas, se inventó la carabela, se comerció con materiales exóticos y el 8 de agosto de 1441 se desarrolló tristemente el primer mercado de esclavos, donde las víctimas, los negros, desaparecían en Europa para jamás volver y alimentaron la leyenda en Africa de que los blancos éramos antropófagos. Siempre la leyenda. Las historias del Preste Juan iniciaron el género llamado “relato especular”, donde un relato tiene dentro de sí otro, como en el juego de espejos que reflejan su reflejo, lo que también se llamó “Mise en abyme”, matrioskas rusas, teatro en el teatro, ficción en la ficción, que no sin sentido se traduce como “puesta en abismo”, mirar al abismo de lo ilusorio para entender la verdad del mundo. Especular, que es relativo al espejo, pero que al tiempo significa perderse en hipótesis sin base real, y también comerciar, traficar, procurar provecho. Especular, reflexionar con hondura, perderse en sutilezas, fantasear, imaginar, recrear, inventar…porque así adquirimos ganancias, beneficios, aquellos que somos especuladores.

Al morir en 1460 Enrique el Navegante, de los cinco objetivos que se había marcado cuando inició su aventura exploratoria, había logrado cuatro. Solo le faltó encontrar el reino del Preste Juan. Porque los sueños no siempre se alcanzan, no siempre se logran como los imaginamos, pero a pesar de ello, son el aliento que hace que se mueva el mundo, son los que nos abren los ojos a las nuevas tierras, a los territorios lejanos, los que nos hacen desear morirnos de amor, los que expanden nuestros mapas, los que llenan nuestro espíritu, nuestra alma, del valor suficiente para ver que se esconde detrás del Cabo, y atrevernos a cruzar el Mar Tenebroso.

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