10.9.06

Bus Speaker


2976 PALABRAS. Eso calculé.

Dije en voz alta «voy a la tienda a comprar un grillo que me salve de mis sueños». Fueron catorce en cinco segundos. 2976 en 21 minutos y descuento tres para hacer justicia a sus extraños silencios.

Estaba dormido con la cabeza apoyada en el cristal vibrante y yo me senté con mucho cuidado, pero se despertó y me hizo un hueco en el estrecho asiento trasero. Era el único sitio libre y entonces empezó a hablar. No entendía nada, no sé eslavo.

Me enseñaba las manos y fotocopias apenas visibles de su identificación. Se llamaba Basili. A veces parecía entender vodka, pero no estaba seguro.

Cruzábamos avenidas desiertas, con casones de madera con leñera, ventanas cegadas con tablones, conventos de recuerdos flotantes, como chispitas mecidas por el aire inmóvil en su danza inmóvil tras las celosías de contrachapado.

Y él hablaba, sin parar. Me tocaba la cabeza. Entendí quizá Bielorrusia, otra vez vodka. Nada más. Los demás pasajeros se reían. Yo no me atrevía a mirarle a los ojos pero tampoco podía no mirarle.

Estaba ahí, mostrándome su agenda con las hojas rotas y una pequeña calculadora. Números escritos como por la mano de un niño y atravesamos los almacenes del puerto con sus grúas inmensas, en el atardecer violáceo de los días sin noche, patas de araña de carbón y virutas, mantis religiosas desposadas con cargueros negros de nombre Nord Star.

Cada vez más pasajeros reían. Uno me dijo: «He's the bus speaker» y él seguía enseñándome fotocopias desvaídas a punto de romperse en las líneas de los pliegues, con esos signos extraños donde sólo distinguía cuadrados y haches, sillitas y mesitas de la gran ciudad de los palitos, llevando bandejas y fardos mientras caminan por el renglón.

Cruzamos la vía del tren. No sonó el aviso de sirena, sólo había silencio roto por su voz incansable entre el paisaje de bloques vacíos. Nos miraban los gatos, furtivos, un ejército de ojos amarillos y de aullidos lastimeros que uno imaginaba perderse entre las vastas llanuras, los bosques profundos, la llamada incontestada del llanto de un niño inconsolable. Por fin la furgoneta paró. Le di la mano y descendí.

No sé si siguió hablando. Me había dedicado 2976 palabras, me había acariciado la cabeza, mostrado una vida entera. Y yo sólo le devolví una media sonrisa asustadiza. No había entendido nada.

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