La verdad es que estaba pensando en escribir sobre otra cosa, pero no puedo resistirme a contar esto. El martes estaba tumbado en la cama, pasaba la una de la madrugada, leía a Norman Mailer y acababa de zamparme mi octavo plátano del día (ahora mis pulsiones arrebatadas se dirigen hacia el consumo incontrolado de mandarinas, pero sobre todo de plátanos. Ah, recuerdo aquellos tiempos en que mi fogosidad me encaminaba a metas más insensatas…). El caso, es que no sé si es un efecto secundario de la sobredosis de potasio pero algo despertó en ese instante mi yo científico. De entre todo el universo de fenómenos dignos de ser estudiados en mi habitación pude haberme decantado por analizar la tendencia al acartonamiento y los crecientes efluvios que desprende mi pijama favorito (y tan favorito, somos uña y carne), en estudiar los efectos en el sueño de los pliegues invariables de las sábanas y las miguitas de pan (En un nivel físico es claro que las miguitas tienen obvios beneficios al aplicar masajes en la zona dorsal y lumbar activando la circulación, pero quizá un análisis antropológico nos hiciese reflexionar sobre su significado como almacén o pequeña despensa, reminiscencia de épocas en que el alimento de mañana no estaba garantizado. Otro punto de vista sería el de haber sido usadas como método para tener un sueño más ligero y protegernos de posibles depredadores. La investigación de las miguitas no tiene fin). De igual modo, podían haber despertado mi curiosidad racional otros sucesos prodigiosos como la anómala y portentosa reproducción de pelusa bajo la cama y tras la puerta (¿de dónde sale la hijaputa?), la expansión continuada de unos extraños surcos de evidente contenido simbólico en el parqué, allí donde roza con las patas de la silla (que yo comparo con los círculos del maíz o con las misteriosas líneas de Nazca en el Perú y achaco a una civilización liliputiense que está enviando mensajes a los extraterrestres y que trato vanamente de comprender) o la no menos misteriosa aparición de manchas violáceas en la pared a la altura de la colcha (violeta) que evocan un atardecer de verano, o mejor aún, una aurora boreal en la superficie blanca y helada (no es pared medianera), a la altura del enchufe. Como si de algún modo, los fenómenos meteorológicos externos pudiesen convertirse en internos, lo que se evidencia irrefutablemente pues cuando llueve fuera, en mi casa, bajo la tapa de la persiana también llueve dentro, y cuando ventea fuera, también ventea dentro.
Pero nada de esto fue objeto de mi estudio ese día, y los efectos del consumo inmoderado de potasio me llevaron por otros derroteros. Nada menos, que me dio por “descubrir” una teoría que explicaba genéticamente la promiscuidad masculina y el machismo. Mi teoría era esta:
Tenía vagas ideas sobre Richard Dawkins y su “gen egoísta”, y aunque no disfruté del placer de haberlo leído, ya poseía cierto conocimiento, un tanto informe, de algunas de las extrapolaciones que de ahí se derivan. Por ejemplo, que el parentesco tiene según él una raíz genética. Partimos del hecho casi incontrovertible si creemos en la teoría de la evolución (lo explica casi todo salvo quizá mis pelusas, que nos hacen pensar en el creacionismo, o en el llamado “diseño inteligente”, o como mínimo, “diseño hijoperra”) de que los genes, tienen un mandato absoluto de replicación. El único objetivo de un gen es reproducirse, duplicarse, y para eso construyen organismos, que son meras máquinas de supervivencia del gen/asociación de genes. Los genes que triunfan son aquellos que pueden construir organismos eficientes y el resto se extinguen. No son las células las que mutan si no los genes que se sirven de ellas. La existencia de la vida, en toda su complejidad infinita y cambiante, es la prueba visible de la inmoderación reproductora de los genes, de su imparable codicia, de su mandato por la inmortalidad. Según Dawkins, eso explica muchas de las pautas de comportamiento humanas. Entre ellas, el parentesco. Como hecho constante en todas las culturas y todas las eras tiene todos los números para ser biológico. Para Dawkins, los genes mejoran su posibilidad de replicación aumentando el número de organismos en el que habitan. Puesto que con nuestros hermanos compartimos el 50% de nuestra información genética, con nuestros primos, 1/8, y así sucesivamente, el “amor” de parentesco no es más que una estrategia evolutiva óptima para defender la existencia de la copia del gen en otro cuerpo. O sea, protegerse a si mismo. El “amor” que sentimos es proporcional al número de genes compartidos, y amamos más a los más cercanos, y menos a los más lejanos en consanguinidad. Evidentemente, la cultura crea construcciones simbólicas a partir de este hecho pero son a posteriori.
Por qué me vino esto a la cabeza mientras leía a Mailer añorando el whisky en su marcha hacia el Pentágono no tengo ni puta idea. Pero así fue. De aquí, extraje una conclusión que me pareció entonces muy luminosa. Una mujer, una hembra humana, en todas y cada una de las concepciones que tiene, replica el 50% de sus genes. Y, de algún modo, está siempre en tablas. Ni puede empeorar ni mejorar. Es decir, ni puede no transmitir sus genes a las crías, ni puede tampoco transmitirlos de otro modo (en otras mujeres). Desde un punto de vista de la expansión de sus genes, su mejor opción es tener todas las crías posibles durante su vida fértil, pero ninguna otra estrategia supera a esta. Por tanto, un solo varón, sería suficiente para cubrir su expectativa de éxito (hablamos siempre desde el punto de vista genético, no de la conciencia de los hombres). Sin embargo, el varón no tiene certezas de que sea su información genética y no otra la que se transmite. Y de ahí, deduje yo, la hiper importancia de la virginidad en las culturas, por ser el UNICO medio objetivo de garantizarse un varón que efectivamente será su descendencia y no la de otro. Al existir esta incerteza, parece razonable pensar que la mejor estrategia es ejercer el mayor control posible sobre la hembra para impedir que otros la fecunden. Y en un ejercicio contrario, intentar fecundar cuantas más hembras mejor. Si en el caso de la mujer, el número de hombres distintos no mejora sus posibilidades, en el caso del hombre, un mayor número de mujeres sí las mejora. Según “mi teoría”, eso explicaría la (probada, pero no voy a aburrir con los datos) promiscuidad masculina. Y es esa tensión que se manifiesta entre los varones entre el deseo de poseer más hembras y al tiempo proteger la suya la que deriva en un ensañamiento en el control de su “propiedad”, de su opción de transmisión genética. Así, aquellos genes asociados a comportamientos posesivos tienen objetivamente más posibilidades de ser transmitidos. Aquellos asociados a la apariencia física o a comportamientos de seducción, también. La replicación genética no busca el matrimonio ni la felicidad humana, si no su expansión “egoísta”, por tanto, carece de importancia si por medio del adulterio las crías de un hombre las acaba criando otro. De hecho, de nuevo evolutivamente, esa sería la mejor estrategia que optimiza costes/beneficio. Se produce la replicación y es el otro engañado (que no replica) el que asume los sacrificios de la crianza.
En fin, un poco más larga y atendiendo a otros aspectos, esta era básicamente mi “teoría”, mi “descubrimiento”. Desde el principio me pareció tan hermosa y de una sencillez tan lúcida que era de todo punto imposible que no hubiese sido pensada antes. Pero de hecho, yo no la conocía. Investigué en la red, pero no encontraba nada parecido (no busqué bien) aunque se hacía meridianamente claro que no era más que una derivación lógica de las ideas de parentesco. Al final, reuní valor y se la envié por email a mi profesor de filosofía para saber su opinión, y supongo que debió pasarse un rato entre divertido y pasmado. Mi natural tendencia a la humildad y al justo medio ya planificaba a donde iba a ir de vacaciones con el dinero del Nobel de biología y otras cosas prácticas y normales como el impacto del premio en la declaración de IRPF. ¿Tendría que dar un discurso en inglés? No jodas. Gracias, y punto. Yo soy consecuente, si digo que aprender lenguas es de bobos, lo cumplo a rajatabla. ¿Caminaría por la calle como José Luis López Vázquez babeando con las suecas? ¿Qué ropa llevaría? En un acto así, con esa trascendencia mediática, que menos que usarlo para llevar algún tipo de camiseta que reivindique alguna causa justa. Si, llevaría la del injustamente olvidado Sid Vicious. Ah no, que obligan a ir con frac. ¿Fliparía pensando que soy James Bond? Casi seguro. ¿Iría hacia el estrado cantando en mi cabeza la melodía de la peli (tantararan tan tantantan tantararan tan…) y con cara de duro (pero sensible)?. Muy probable.
Pero dentro de mí, además de ese ser reacio a la adulación y a la admiración, modesto y sencillo, renuente a la lisonja y el halago, habita otro yo, que me susurra advertencias a veces razonables, del tipo: “cuidado, jorge, a ver si va a ser como la vez que “descubriste” la fórmula de las combinaciones de tres elementos o cuando “inventaste” el robot aspiradora, la percha planchadora o el tendedero de ropa cubierto y con mallas metálicas al fondo para impedir la caída de calzoncillos” (que otros bastardos habían inventado previamente). Así que, me puse a investigar con un poco más sentido común, y luego me fui con Larry a la librería. El resultado, huelga decirlo, fue que efectivamente era una derivación de la teoría de Dawkins, además, punto por punto, igualita, e incluso utilizando yo frases casi idénticas (¡pero que no había copiado!), aunque por supuesto, él la probaba con multitud de ejemplos y estudios. Este año no habrá Nobel me temo. Imaginé la cara de estupefacción de mi profe pensando: “¿cogerá esta costumbre este notas? ¿me mandará mañana su descubrimiento de que la tierra gira alrededor del sol?” En fin. Es lo que hay. Siempre hay algún capullo que se adelanta. Copérnico cabrón, Galileo de mierda. Y a él, eso le pasa por dar clase a imbéciles, miel a los cerdos.
Para mí lo importante de todo esto en realidad, no fue haber descubierto o no algo. Hemos convenido (quizá no todo lo científicamente que se debiera) en que tengo un instintivo rechazo por la presunción y el narcisismo y que la total modestia guía mis pasos. Además, era de todo punto inconcebible que otro no lo hubiese pensado ya. Para mí, lo importante fue la sensación de belleza y perfección que me causó tanto cuando lo “descubrí”, cuando, igualmente, incluso más, en el momento en que realmente encontré el análisis de Dawkins, explicado por Steven Pinker, que explicaba ese y otros comportamientos humanos con una claridad y una luminosidad realmente hermosa que me pareció fascinante. La admiración ante la luz de la verdad, ante una construcción elaborada siguiendo los pasos que dicta la razón humana en su intento honrado de acercarse a la exposición del mundo. Comprendí, en esta ocasión, como en otras, esa especie de separación de la voz de la razón de la voz humana. Cuando dice Heráclito en el foro que escuchen en su voz, que no es su voz, la voz del logos, dice por primera vez eso, que hay un orden en la naturaleza, en lo vivo, que se impone a nosotros. Que no es porque nosotros lo digamos. Fuera de toda presunción humana, fuera de toda soberbia, es, porque es. Comprendí, por qué los matemáticos dicen que un teorema es bello, por qué los científicos buscan esa explicación matemática en los fenómenos de lo existente que se les aparece, increada, a la que se llega y que despierta siempre admiración por la perfección absoluta e inevitable del encaje de sus piezas.
Todos, todos nosotros tenemos ese científico dentro. Cuando el niño pequeño ve como bañan a su hermanita bebé, reflexiona y dice: “a los bebés aún no les crece el pito”. Utilizando una implacable lógica científica, basando su apreciación en los datos empíricos que posee y en su experiencia vital sobre como crece el pelo, o los dientes, o como se gana altura y peso. Si fuera mi hijo le daría un enorme beso. A veces es razón práctica y a veces razón pura. Larry me cuenta que el otro día se sintió inspirado por mi habitual forma de raciocinio (qué honor) en una cafetería y reflexionó del siguiente modo: “la camarera dejó sobre mi mesa la revista Interviú cuya portada ocupaba Beatríz Montañez. Beatriz Montañez tiene los pechos pequeños. Normalmente la portada la ocupan chicas con pechos enormes. La camarera nunca me deja la revista sobre la mesa. La camarera tiene pechos pequeños. Conclusión: la camarera trataba de decirme metafóricamente que los pechos pequeños, los suyos, eran también dignos de ser admirados. Por mí.”. Esto es razón pura. Cuando al día siguiente traslado este razonamiento al Becario y Abelucho, e instantáneamente Abelucho pregunta más que interesado: “¡¿donde está esa cafetería?!”. Eso es razón práctica.
Pero si acaso la teoría genética que explica nuestro comportamiento (histórico) es correcta, eso no trae aparejado ningún deber ser, ninguna inevitabilidad, ni siquiera ningún componente moral. La enfermedad está en los genes, y la combatimos. La muerte es natural y la combatimos. Pero saber, saber de donde proviene el mal, es el único modo de luchar contra esa situación de dominio inmoral y de cosificación permanente de la mujer. Saber, es la forma que tenemos de poder comportarnos mejor con los otros. Saber que estamos programados para querer no implica que dejemos de querer, ni que el cariño esté bajo sospecha. Implica en todo caso que es posible trasladar ese cariño a otros. Nuestra constitución genética está adaptada para una sociedad de cazadores-recolectores que dura cientos de miles de años y no aún para la sociedad moderna, que es una gota de agua en ese mar temporal. Lo que sirvió no tiene por qué servir. No estamos constreñidos por la biología, somos los dueños de nuestro destino y de nuestros actos, y para eso, la estrategia quizá sea intentar ver el mundo con la mayor claridad posible. La claridad que nos permita entender a los demás del mejor modo, qué sienten, qué les hace sufrir, por qué lloran, como podemos consolar, cómo podemos comprender, cómo podemos liberar, educar, ser educados, aprender, escuchar, cómo podemos serenar...cómo podemos querer. El otro día, estaba intentando escribir una oración. Se llamaría la oración del amante. Aún no la he terminado. Pero en la oración, el amante dirá algo así: Cuando te amaba estaba tan ciego que no te acariciaba, si no que te palpaba. En mi soledad me gusta estar cerca de la luz no para hacerme mejor si no para aprender a acariciarte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario