A Pedro Sanjuán y Carlos Rguez. Duque
Faltan pocos años para que
termine la década, es viernes y la tarde ha transcurrido de ese modo perdido
hasta que se ha puesto el sol. Ese sol que, aunque nunca se llega a observar directamente,
se sabe que ha desaparecido porque ya no están algunos de esos indicios que
hablan de su existencia y que nos llegan a través de la inescrutable cadena de
ángulos, tangentes, diagonales, líneas de refracción y reflexión de sus rayos. Que golpean los cristales de las ventanas polvorientas, rebotan lanzando su
fogonazo blanco hacia los conductos de aire de las azoteas, los devuelven a
las galerías, éstas los proyectan en leves iridiscencias doradas a las terrazas
de aluminio, las antenas y las cañerías y a veces se queda enganchado en la
esquina de alguna fachada algún jirón desgarrado de su luz amarilla. A la hora
en que empieza a haber trasiego en las cocinas, en que el ruido de la
televisión se vierte a los patios de luces y la voz del canal único asciende de
nuevo y regresa amplificada por los tendales y los baldosines. Como un eco
grave que sirve de fondo equilibrado a todo ese otro barullo de cubiertos y
platos, portazos y los gritos de los niños, que a esa hora ya están
descontrolados.
Y es entonces, en ese preciso
instante del crepúsculo, el momento en el que suenan a la vez todos los
teléfonos de las viviendas obreras de los extrarradios. Y es entonces cuando miles de chavales, como
un ejército de fantasmas que surge de sus cuartos cerrados, cogen el auricular de color crema y le susurran, cada uno de ellos al espacio
dieléctrico, las claves de la geografía y del tiempo, su propia coordenada
personal que se suma a las otras miles de coordenadas personales. Algunas que
coinciden, otras que no, pero todas recorren en ondas las espirales del
cable cremoso, descienden hacia las grapas de los zócalos, atraviesan pasillos,
se esconden tras el papel de la pared para terminar filtrándose en las cajas de
empalme y de ahí sumergiéndose en su red de madrigueras escondidas. Y luego
surcan los postes, se reúnen unos milisegundos a conspirar en los bucles
locales y las centralitas, y regresan por el mismo camino a cerrar el plan, a
devolver la contestación de las contraseñas, a completar el código secreto y trazar
entre todas el mapa de las citas en las esquinas y las tapias. En los caminos
de los descampados, en los bancos sobre la tierra y las cáscara de pipas de los
parques, en las bocas de metro, en los portales, en los locales de ensayo y en
los bares. Y a ver si no te tiras una hora hablando, escucha cada uno de ellos,
pero esta vez no es necesaria una hora. Es viernes, ha anochecido, y solo son precisos
unos segundos para pronunciar las consignas breves y misteriosas de cada
viernes: misma hora, mismo sitio, terminando de dibujarse por fin esa topografía
de la oscuridad. Y a la vez, en todas las casas del bloque y en todos los
bloques del suburbio y en todos los suburbios, miles de chavales, tras susurrar
un punto en el plano de la ciudad secreta, cuelgan al mismo tiempo el auricular
y durante un segundo el mundo entero solo hace clic.
Solo ante el espejo, Johnny
Sánchez se peina. Hay Johnnys por todos los barrios: hay Johnnys en Ventas y en
Carabanchel, hay al menos tres en Vicálvaro, pero solo hay un Johnny en Prospe
y ese Johnny es Johnny Sánchez. Sobre su cama, desordenadas, se enmarañan en un
tumulto de camisetas las efigies de Jimmy Hendrix, de Leño y los Stones. Johnny
Sánchez se acomoda la chupa ante el espejo. Se sube las solapas y se pincha las
chapas. Mete una de sus manos en el bolsillo trasero del pantalón y con la otra
se lleva un cigarro a la boca. Pero no lo encenderá hasta que deje atrás el
portal de la casa de sus padres. Y mientras tanto el tocadiscos escupe la
música a toda hostia. Quizá esté sonando Jim Dinamita, o El Tren, o Street
Fighting Man, o más probable es que a esa hora, a punto de irse, suene Madrid,
o Clash City Rockers. Su madre le grita
baja eso y ven a cenar. Hoy no ceno en casa dice y ensaya ante el espejo muecas
y ademanes que no necesitan ser ensayados, que se repiten en cada noche de
viernes, cuando todos sienten que el mundo entero les observa,
interpretando la danza macarra de poses y miradas que queman. Tiene aspecto de
niño pero él no lo sabe: en su rostro ve al Hombre Solitario, al Detective Bajo
La Lluvia, al Chico Malo. Está excitado. El clic activó un resorte oculto y todo su ser le
obliga ahora a ponerse en movimiento. Está nervioso, ansioso porque llegue la hora
pactada en su coordenada personal. Nota como si su cuerpo estuviese cargado de
electricidad. Llegará el día en que Johnny haya transformado esa apetito por el
de otras sustancias, el día en el que la abstinencia sea lo único que le
produzca ese simulacro enfermo de inquietud. Llegará el día en que el deambular
de Johnny por el centro sea un tambaleo oscuro y hosco, en el que los viejos
lugares estén cerrados, demolidos o reconvertidos en otros, en el que el mapa
de la ciudad nocturna ya solo sea un mapa de recuerdos: en esta esquina estaba,
en aquel bajo estaba, aquí fui donde conocí… y muchos de los personajes ya
hayan muerto. Pero hoy, hoy no es ese día. Hoy es el día en que Johnny Sánchez,
el único Johnny del barrio de Prospe, siente la agitación de los primeros
descubridores y participa en la creación de esa geografía cambiante y
misteriosa que aún está naciendo. El día en el que se comunica con los demás chavales
que posan con sus chupas ante el espejo por medio de esos reflejos de la
inescrutable cadena de tangentes y ángulos de la noche. Y si hay algo seguro es
que aunque el deseo de salir ya es enorme, ninguno, ni uno solo de ellos, se marchará hasta que termine de sonar el corte del
LP que chisporrotea. Hasta que al fin se desvanece la música y en todas las casas de los suburbios al mismo tiempo permanece solo el rumor de la cola del acorde de unas canciones u otras, pero todas las
mismas. Y cuando ya solo se
queda ese crujido de madera rota del vinilo en el surco silencioso, miles de
chavales de todas las viviendas obreras de todos los extrarradios en su mímica universal, llevan con
extremada delicadeza su dedo a la aguja, la levantan y guardan el disco en su
funda de papel con cuidado exquisito. Y todas las madres gritan a coro: pero
cena en casa, hombre, a ver a qué a hora vuelves mientras se golpean al unísono
todas las puertas y las calles se empiezan a poblar de los cartógrafos de la
ciudad que no se ve. La que se construye en las ondas reflectantes. Así que también Johnny Sánchez se guarda el manojo de llaves con un gesto ligero, oye las
advertencias de su madre y al cerrar, sin querer, se le escapa un portazo de la
turbación que siente y la energía que le domina. Desciende la escalera en saltos de cuatro y cinco
escalones y sale a la calle. Respira el aire nocturno, mira las luces amarillas
de las farolas que empiezan a encenderse, los pilotos rojos de los frenos de
los coches, los cubos de basura rebosando, aquí y allá otros chavales como él
adentrándose en las calles... y sabe que está en su sitio. Se lleva las manos a
alguna cremallera de su chupa, saca un mechero, ahueca las palmas y busca
refugio del viento en la esquina del portal. Enciende un cigarro y da esa
primera aspiración profunda, honda, que hace que sus mejillas se hundan y se
peguen al hueso mientras Johnny mira la brasa del tabaco ardiendo. Aplasta las
manos en los bolsillos de sus vaqueros apretados, baja los hombros y con ese
andar reconocible, el mismo de miles de chavales que deambulan el viernes noche
pero que es único en cada uno de ellos, comienza a caminar mientras en su
cabeza suena la banda sonora de la ciudad.
La ciudad que define sus líneas por
sus vacíos, la de los rayos de sol clandestinos, el sonido de los platos al
poner la mesa y los televisores sonando en los ecos de la ropa tendida. La
ciudad que empieza en sus descampados, en los bares de barrio, en las viejas
colonias en ruinas, en los cines y billares que boquean. En los lugares que
componen una cartografía de caminos misteriosos que sobrevuela a la otra ciudad
visible como esas líneas sin sentido sobre un papel transparente que solo
muestran su verdadero significado oculto al superponerse al plano. Así que
Johnny Sánchez mira a un lado y a otro de refilón y aunque no le
teme a nada hace como si vigilase algo, algo oculto que solo sus ojos pueden
escrutar. Dobla la esquina y al final de la calle está la entrada a la línea 4
del metro. Compartirá el recorrido con otros viajeros que acuden a otros destinos,
y serán los mismos lugares en distintas dimensiones. Johnny tira el cigarro y
enciende otro. Aún se puede fumar en los vagones y las estaciones. Expulsa el
humo al aire de la noche que recibe al mismo tiempo tantos otros humos en
tantas otras estaciones y se adentra en uno de los comienzos imaginarios de la
senda rocker.
Y esta es la verdadera historia de la Senda Rocker:
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