17.11.11

PORQUÉ NUNCA PODRÉ SER UN ESCRITOR


Jamás. Jamás podré llegar a ser un escritor. Ya no digo bueno, ni siquiera malo. Porque para mí, escribir es casi siempre la crónica de un allanamiento. Hay algo que se quiebra dentro y que abre una grieta por la que empiezan a adentrarse esas visiones que acechaban ocultas, contenidas por el acontecer rutinario. Visiones de lo animado y lo inanimado, respuestas a preguntas que de ningún modo me había formulado, revelaciones de secretos, descubrimientos de los hilos invisibles que relacionaban de una forma nunca soñada objetos con otros objetos, personas con personas. Todo conforma un nuevo cosmos que penetra en mí, dirigido con sus leyes misteriosas que yo conozco entonces de manera intuitiva e inmediata. Y ese mundo increado, que se me presenta como una aparición, como un rostro que se desvela, no es mío, sino que me ha invadido aprovechándose de la hendidura provocada por la otra realidad, la que miraba con los ojos de diario. Y lo que causa la fractura pertenece a un mundo, y lo que lo penetra, a otro. Distintos, lejanos, gobernados por fuerzas y deseos diferentes, del mismo modo en que son diferentes la hoja afilada que hiende la piel y la miríada de microorganismos que provocan la infección. Del mismo modo que son diferentes los arrecifes que tronchan el casco del navío y el océano que lo inunda. No se conocen, no conspiran, y nos hieren de modos distintos: una nos lacera y otros nos corrompen. Uno nos golpea y otro nos ahoga.

Imagino a esos seres extraños como los bárbaros a las puertas de un imperio que se resquebraja: Hannibal ad portas. Con sus idiomas que nos resultan hostiles, que suenan en nuestros oídos como gritos, como insultos, como aullidos, como una amenaza. Con sus canciones feroces, sus bailes frenéticos, sus hogueras, sus ropajes chocantes, sus pieles y sus bestias. Eran esa otra cosa incomprensible que estaba ahí afuera, a lo lejos, que llegaba de los territorios lejanos, inexplorados, fuera de los mapas, impenetrables.

Y entonces las murallas ofrecen ese ámbito para la herida. Y cuánto más profunda, hiriente y dolorosa es, más espacio deja para la llegada del mundo imaginario, que me puebla, me domina, me enseña su idioma y sus costumbres, y que yo, pobre de mí, transcribo como mejor sé, como esos primeros historiadores de la antigüedad dibujando con mis dedos manchados de arcilla en la piedra.

Tarde o temprano, termino cerrando la puerta, cubriendo la yaga, sanándome. Y el flujo de suministros que alimentaba a ese ejército de fantasmas cesa. Desde la fortaleza ya no veo los brillos del fuego en la oscuridad ni me asaltan aquellos sonidos terribles. Se abre de nuevo el espacio conocido, el jardín domado, el erial infinito. Mis ojos descansan. Los relatos, los poemas, las canciones que se terminaron en los momentos de posesión ahí se quedan, como mudos testimonios de la enfermedad. Un historial clínico. Como esas radiografías de roturas de huesos infantiles que mi padre guarda en un cajón. Y ese es su único valor: la narración del resquebrajamiento.

Y aquellos otros que se quedaron a medias…jamás se terminarán. Desaparecido el impulso que llegaba de aquellas formas misteriosas, se paralizan y se fosilizan como mosquitos en ámbar. Pueblan mi espíritu de historias inconclusas, personajes inacabados, capítulos nunca continuados, embarullándose unos con otros, despojos de las sucesivas invasiones, de diferentes vidas, de diferentes sueños, de diferentes narraciones, secuelas de tantos desgarros. A muchos de estos espectros les tomo afecto. Los recuerdo a menudo y me duele verles, deshechos inútiles, incompletos, truncados en un permanente estado de aplazamiento. Mañana vivirás, les digo, pero mañana nunca llega. Me gustaría seguir insuflándoles vida, que avanzasen hasta completar su ciclo, nacer, amar, morir, pero no puedo. Y siento, casi siempre, que curarme, cerrar la herida, conlleva una traición.  

Por eso, porque estoy vivo, porque las heridas cicatrizan y las nuevas traen otros mundos y otras fantasías, porque todas las fuerzas de mi ser adoran la vida y combaten el dolor, jamás terminaré nada, jamás dejaré una obra digna de este nombre. Seré solo un iniciador de cuentos, un creador de personajes a los que luego abandono sin destino en ese limbo inmóvil del tiempo detenido. Seré un narrador de leyendas que solo tienen principio, el trovero que repite “Érase una vez” de mil maneras distintas..una y otra vez.


Quizá algún día que no deseo que llegue, sufra una herida que no se pueda cerrar, que extienda tanto en el tiempo su exposición a la vida imaginaria como para que esta me penetre para siempre. Imagino la crónica de esa última invasión como el hundimiento del barco que embistió el arrecife. Los hombres exhaustos, impotentes ante la fuerza del océano, bajan los brazos y se conforman con su destino. El aire desaparece poco a poco, el barco desciende suavemente hacia el abismo y su último recuerdo es una burbuja que dura un instante, un pequeño remolino. En el fondo, acostado sobre el suave limo abisal, mecido por las corrientes, los jirones del velamen ondean acompañando a los sargazos en el mismo baile de muertos. Entonces, silencioso, mudo, inmóvil para siempre, me poblarán medusas y peces de colores y cerraré los ojos para que crezca en ellos el coral. Dejaré de ser lo que antes fui, una lóbrega bodega, un esqueleto de madera quejumbrosa, para convertirme en parte del hogar de los que habitan el mundo submarino. Para convertirme para siempre, en el fondo del mar, en un acuario.

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