10.9.08

Extraños en un tren

Conocí a Juan, de 19 años, en un tren a Vitoria. Huía, sin dormir y con los ojos aún enrojecidos de la tensión y el alcohol, dejando en su casa a su chica, que le doblaba en edad, amiga de su madre ("pero está mucho más buena"), con problemas de drogas y anorexia, a la que temió hacer daño cuando llegó de madrugada, no la encontró y la imaginó en brazos de su camello. Juan llegó a tener un cuchillo en la mano mientras gritaba y empezó a ver todo negro. Como la vez que prendió fuego a una vivienda de niño con sus ocupantes dentro, como la vez que le rompió los huesos de la cara a otro chico que le amenazó, como tantas otras veces en que no podía dominarse, le asaltaba la rabia infinita y tenía que pegar, destruir, gritar, hacer añicos el mundo. Esa madrugada, Juan, con el cuchillo en la mano tuvo pánico de si mismo, lo dejó sobre la mesa y podrido por los nervios, metió desordenadamente lo primero que encontró en dos maletas, y se fue a la estación. Me llevé la consola y olvidé los juegos, me dijo. Y sí, claro, era un niño.

Juan iba hacia los brazos de su madre, a la que no veía desde hacía meses, la que le había llevado a un prostíbulo para que perdiese la virginidad, la que cuando era "un poco ingenuo" y sus amigos hacían botellón y él no, le dijo: "¿que pasa? ¿que tú eres tonto?". La misma madre que le llamaba cada poco para ver como estaba, que le tranquilizaba, que le había buscado dos amigas brasileñas para agasajarle con un trío esa misma noche, y a la que adoraba, a la que contaba todo.

Cada poco sonaba el teléfono. Sonó muchísimas veces a lo largo del día, decenas. Escuchaba yo llorar a su chica que le decía por el móvil: "Te quiero" y él le hablaba con dulzura y le decía que tenía que ir al hospital, tratarse, desintoxicarse y que volvería entonces. Juan me hablaba al principio muy, muy bajito. Mezclaba las cosas, saltaba de un recuerdo a otro. Accidentes de tráfico, palizas paternas de su padre expresidiario, sus planes para trabajar en Argelia, para ser culturista, una antigua novia de 14 años, que se acostaba también con su mejor amigo (“nos unió más que nunca”) y embarazada quiso que se pusieran de acuerdo para ver quien se hacía cargo del niño buscando al final a un tercer ingenuo de urgencia. Otra chica, buena, maravillosa, que le amaba hasta la total anulación, la extinción de si misma, de la que hablaba con reverencia, un ángel, y a la que dejó para no herirla una y otra vez con su vida de locura e infidelidad….y yo le dije: "a veces lo mejor que podemos hacer por alguien a quien queremos es alejarnos y desaparecer". Y asintió.


Hablaba cada vez más alto. Necesitaba contar. Más cosas. Iba a un psicólogo desde hacía muy poquito. Pareció avergonzarse. No tenía por qué, tenía que estar orgulloso. No hay más prueba de inteligencia en una persona que la que reconoce que tiene un problema y pone los medios para solucionarlo. Me miró agradecido y dijo: ¿Verdad que si?. Sí, contesté, eso demuestra que eres muy inteligente. No había leído jamás un libro, no sabía mandar un email, solo conocía Internet por el porno. ¿Leer es bueno, verdad? Y yo le hablé de lo hermoso de leer, de los viajes, de lo que nos enseña, de lo que nos hace sentir. Y él asintió de nuevo. Era un paraíso lejano, y supe que él sabía que no lo vería nunca. Su chica llamaba y yo la oía decirle, mientras él intentaba calmarla: “no te olvidarás de mí, ¿verdad? Te quiero, te quiero, te quiero”. Horas más tarde ya tenía cita para ser ingresada en un centro, llegaba del hospital. Él me dijo que volvería para ayudarla. Le contesté que era una persona noble y buena y que todo lo estaba haciendo muy bien.

Cada vez se le entendía mejor. Me confesó que nunca había podido dialogar así con nadie. No paraba. A veces yo quería hundirme un poco en mis propios problemas, ponerle letra a canciones que nacían en mi cabeza, observar la carrera de las gotas en el cristal, pero él quería contar, quería explicar, quería enseñar. Me preguntaba todo, como si yo, que horas antes mezclaba mis lágrimas con la lluvia del temporal nocturno y viajaba solo hacia el este, tan perdido, tan sin rumbo, supiese de algo, pudiese consolar a alguien, tuviese algo que enseñar. Pero él estaba disfrutando, tienes que tener algo especial me dijo, por lo que dices, por como escuchas, para que yo te hable así. Es bonito hablar así con alguien, nunca me había pasado, estoy tranquilo, calmado, otro día hubiese estado gritando de pie en el pasillo, llamándole puta, golpeando los asientos...si, añadió, así me comporto yo normalmente, pero ahora no sé ni como explicarlo, hasta me encuentro bien, me siento a gusto ¿me entiendes?. Y yo sonreí. Sonreí, pero qué tristeza, que mundo de mierda si el único que te ha escuchado en tu larga vida de 19 años de golpes, de trabajo duro, correr, correr, de querer probarlo todo, de traiciones, de descubrimientos, de amor, de pérdida, es un extraño lloroso, en un tren que se arrastra lentamente por la lluvia.

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