Todas las noches, después de terminar su trabajo en la peluquería, C. barre el cabello del suelo, recoge los tintes, el papel de plata, pone a lavar los mandiles y desinfecta tijeras y peines. Ordena las revistas del corazón, apaga todas las luces, cruza a oscuras la sala de espera sin tropezar con la mesita, sola, todas se han ido ya, y antes de salir a la calle de su barrio de extrarradio, casi siempre desierta, mira quizá a un coche que pasa, salpicando en los charcos de la noche de invierno y C. se pregunta quien viaja en él, a donde va, si tiene familia, si huye de su casa, si es un aventurero, si es un capitán de barco, si es un intérprete de lenguas misteriosas.
C. toma el metro y vuelve a casa atravesando el subsuelo como una hormiguita más, y algunas de esas noches, C. se disfraza. Para sí misma, en su piso de alquiler, bajo la luz amarilla, frente a un espejo que la hace un poco gorda, C. se transforma en duquesa, en vampira, en prostituta, en mendiga, en enfermera de guerra, ensaya las poses, la forma de andar, se saca fotografías que luego pegará en un álbum, en otro álbum, tiene tantos..., enciende un cigarro, se mesa la peluca rubia, tiene el rimel corrido, el pintalabios le ha desfigurado los labios en una mueca de dolor infinito. Ha llorado mucho. Por ninguna razón especial, solo porque su personaje estaba triste esa noche, había muerto el boxeador de tercera al que amaba; starlette fracasada, no había conseguido el papel; bailarina de antro tenía un esguince, no podría trabajar, no podría mandar dinero a sus padres, enfermos, oh, el pobre timmy, minusválido….. C. llora un rato, aprieta con el puño cerrado el cubrecama de ganchillo herencia de la abuela y luego apaga el cigarro y llama a alguien porque le apetece conversar sin más, de nada en especial, de lo que surja cuando se encadenen las palabras.
C. respira en lo extraño, escucha música, ve películas, que nosotros desconocíamos. Nos sorprende averiguarlo, ella se guarda esas cosas para su mundo propio, sin exhibirlas. Hace de lo extravagante algo rutinario. La escuchamos hablar de oscuras manifestaciones culturales con la misma normalidad cotidiana con las que teoriza sobre la vida de las estrellas del pop. No cree estar navegando en un barco de locos, se asombra de que tú no lo conozcas y es generosa, te baña entonces en libros, en discos, en vídeos. Te hace recopilaciones de música, estudia el orden, piensa en tu personalidad, en qué sentirás. Te pregunta cosas raras. “¿a qué hora escucharás la recopilación?” Y tú contestas: “no sé, ¿qué importancia tiene?” Y ella te mira como si mirase a un pobre tontuelo y piensa: “claro que tiene importancia, si estás cansado, si hace frío, si amanece un día precioso, si va a anochecer, si has leído un libro antes, si tenías hambre, si has visto una flor, si volaba un pájaro…todo tiene importancia”. Y al fin te graba decenas de recopilaciones, con las mismas canciones, siguiendo distintos órdenes para adaptarse a ti, aunque tú no comprendas esa lógica, para crear el momento musical perfecto si viste o no esa flor, si volaba o no ese pájaro.
Y hace muchas más cosas como ésta cada día, sin apabullar, con una naturalidad casi infantil. Se acerca a hablar con desconocidos, te pregunta: “¿puedo llamar a tu madre por teléfono? Es que quiero preguntarle una cosa de cuando eras pequeño”. Baila, empieza siempre increíbles proyectos que nunca llegan a nacer, o a veces sí, o siempre, o no se sabe, se enardece en guerras e ideas insensatas, y parece que todo tiene como un aire de aventura a su lado, que los tonos del mundo adquieren otros colores. Algo puede suceder, hay una promesa de magia en el aire. Y cuando se queda un rato meditando en silencio, con la mirada perdida en algún punto, todos deseamos saber qué va a decir, en qué piensa, como el público expectante ante un telón cerrado. Y quizá solo dice: “huuum. No hace calor”. Y no sabemos por qué, esa frase banal nos parecerá divertida, única, y le diremos: “¿llevas diez minutos pensando en eso?”. Y nos mirará otra vez como si fuéramos tontos y dirá: “claro que no”. Y haga lo que haga, no nos sentiremos nunca decepcionados, la tensión permanecerá viva, quizá ahora no lo ha dicho, pero lo dirá luego, dirá algo nuevo, algo que no sabíamos, me hará reír, dios mío, con lo difícil que es que nos hagan reír, me hará perder la paciencia, se portará como una niña, imitará a actores por la calle y me sentiré ridículo, hablará a voces en el tren sobre cosas absolutamente desequilibradas y yo miraré con timidez a mi alrededor……Sí, el día será menos gris.
Hasta que un día descubro que C. se ha enamorado de mí apasionadamente, como siempre hace todo, y hacemos el amor, apasionadamente, como siempre hace todo. Y esa noche, apenas unas horas después, bajo su cubrecama de ganchillo, C. nota ya como la vida empieza a formarse en su vientre, como la recorre en oleadas. Todo cambia y sabe que será madre. Se disfraza de madre en la cama, se acaricia el ombligo. No ha amanecido y ya le han crecido los pechos, o no, “no estaban así ayer” se dice. Se mira al espejo, qué hermosos, qué espléndidos, que río maravilloso es la maternidad, siente nauseas, todos los síntomas se agolpan……y C. llama, sin esperar, a su familia, les habla de su niño, de mí, e inicia de nuevo la rueda de revelaciones, discusiones, decisiones, previsiones, todas basadas en castillos en el aire, en su fantasía desatada, que hace que la llame loca, loca, más que loca, con esto no se juega, loca.
Y la loca vive su maternidad durante unos días, quien sabe qué vastedad imagina, la he dejado sola, será madre soltera, no importa, una heroína, se enfrentará al mundo con su bebé, ella le educará, ya piensa en los viajes que harán, qué cuentos le leerá, que ropa le comprará. Hasta que la realidad aborta de nuevo su sueño, no había nada dentro, deseándolo no ha conseguido crearlo, aunque yo llegué a pensar que sí podría, que su sueño germinaría solo con su voluntad. Y vuelve a llorar, a corrérsele el rimel, sola, sobre el cubrecama, con su pintalabios arrastrado por la cara, con su mueca de dolor, porque ha perdido a su niño, a su bebé. Y ya no quiero saber nada de la loca que me coloreaba el mundo. Ha ido demasiado lejos. Esto no es bailar por la calle. Quiero una locura normal, controlada.
Entonces huyo, y vuelvo con las personas no locas, y claro que me río, y claro que me divierto, y claro que aprendo cosas nuevas….pero falta algo, falta esa amenaza de que en algún momento se abran las puertas de la fantasía y la fábula, de que algo me remueva el corazón como nunca me lo removieron. Me regalan cosas, pero no eran los regalos que me hacía la loca. Oh, si, son muy bonitos estos, pero donde están las previsiones de pájaros, de hambre, de si has visto una flor. Dónde esta aquel momento que construyó para mí, solo para mí, que era único, pensado hasta el ínfimo detalle solo para mí, yo, único, este yo, para nadie más en el mundo, por el que si hubiese amado a aquella loca, si hubiese estado a su altura, le hubiese dicho con lágrimas en los ojos: “solo por momentos como este, por muy mal que vayan las cosas en un futuro, lo recordaré, y jamás podré dejar de amarte”. Y quizá la habría mentido, como me mintieron a mí cuando me lo dijeron. Donde están esos instantes que me daba con tanta generosidad, ¿cuánto reía entonces y cuánto río ahora?
Y al fin, yo me quedo con la impresión de que esos locos no son más que los fedatarios de nuestra invalidez, el espejo invertido donde nosotros, los seres domesticados, nos vemos tal cual seríamos si no hubiésemos convertido nuestro corazón en un reformatorio donde enmudecemos a nuestros monstruos, a nuestros delirios, sueños y deseos, mientras que ellos liberan los suyos y vagan por la noche salvaje, aullando a los satélites. Y tantas veces les hacen daño, les hacemos daño, y tantas veces sufren, pobres locos, con esa vida que no está nunca a la altura de su imaginación desbordada, de la aventura, del desorden, del caos en el amor, del caos en la piel. Quién me amará como la loca, quién llorará por mí como la loca, por qué he dejado que el miedo ennegrezca mi vida, por qué se ha abierto el telón para siempre y en el escenario no había nada, o ya había visto la obra, o ya puedo prever el final. Y ahora los coches pasan y no me pregunto quién viaja dentro, y solo puedo ya imaginarme en la distancia a la loca, de qué se ha disfrazado hoy, a qué juega esta noche, de quién se ha enamorado, qué cosas ha descubierto en su búsqueda incesante de lo fantástico, porque ella continuará viviendo, viviendo, viviendo cada instante con pasión, y yo ya no. Y a quién hará reír. No a mí. No a mí. Ya nunca más. Ahora son otras risas. Son distintas, más aburridas, más pesadas. Dios mío, cómo era su risa de loca, como la música, lo llenaba todo. Y qué pensará esta noche cuando esté sola, barriendo el cabello, ordenando las revistas del corazón, cuando cierre la peluquería y mire al cielo, qué verá en las estrellas, qué le dice el firmamento al oído en el lenguaje de las estrellas que solo entienden los locos, que yo no escucho, pobre de mí, pobre de mí que fui tan necio que le llamaba pobre loca.
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